Miércoles, 25 de mayo de 2011 | Hoy
LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Christian Dodaro analiza el primer capítulo del serial televisivo El puntero y sostiene que la narración deshistoriza y banaliza la acción política, borra la participación colectiva y elude el debate ideológico.
Por Christian Dodaro *
Che, hoy a las once empieza El puntero, ¿lo vemos y debatimos? –posteó un compañero en su Facebook, el domingo 15 cerca de las 10 de la noche.
Y le hice caso, y a las 11 prendí la tele.
Lo primero que me pasó es que me pareció estar frente a un homenaje de El cuenco de las ciudades mestizas, un mediometraje producido en 2008 en Cuartel V, Moreno. Las tomas y los encuadres e incluso el desarrollo de la situación eran muy parecidos, supongo que por clima de época.
Lo segundo es que sufrí por los actores. ¿Cómo van a hacer Luque y De la Serna para evitar caer en clichés gestuales con personajes que desde los textos y las situaciones son tan poco profundos? Ahí está el cortecito taza de Rodrigo de la Serna, o la camisa abierta y la cruz de Julio Chávez como elementos de creación de estereotipos que se vuelven estigmas y que no les dan mucho margen para dotar de humanidad a los personajes.
¡Ojo! Nadie dice que los pobres no puedan ser buena gente en la TV. Pueden ser boxeadores brutos y mal hablados, pero de buen corazón. Pueden ser mecánicos sencillos o colectiveros. Y ahí empieza la deriva costumbrista a la que todos los productos de Pol-ka nos tienen acostumbrados. Una deriva que deja de lado todo conflicto que implique poner en evidencia las condiciones materiales de dominación o los conflictos de clase, género o etnia tal como Discépolo lo hacía de manera magistral en sus grotescos.
Pero hay algo que los sectores populares no pueden hacer y es participar de la política, allí se condenan a sí mismos a ser bárbaros, brutos, interesados y malintencionados. La metáfora civilización o barbarie se actualiza en gran parte en las representaciones que producen los medios y la industria cultural.
Por eso no queda otra que derivar el conflicto hacia una historia de amor. La de un hombre que se debatirá entre dejar o no su “mala vida”, que no es otra cosa que la participación en política, por el amor. Y una mujer que lo quiere, pero que no puede estar junto a él porque ve lo mal que le hace su modo de vida, que no es otra cosa que participar en política.
Pero lo que me incomodó y me generó un profundo malestar es la visión miserable y burda sobre la política territorial que construye la serie. Nadie discute que en el conurbano la política no se hace entre niños de liceo de los que describía Miguel Cané, que sí podía hacer política y presentar una ley contra los inmigrantes que hacían política. Pero la forma en la que el Gitano hace callar a una supuesta militante de izquierda, que finalmente resulta jugando para otro puntero, da por tierra toda posibilidad de construcción legítima. ¿Realmente creen los guionistas que se puede cambiar de bandera tan fácil? ¿Un día llevamos la roja, al otro la celeste y blanca?
¿Y todo en un barrio es por conseguir planes? ¿No hay laburo territorial, bloqueras, panaderías, roperos comunitarios, no hay militancia de base?
A ello hay que sumarle que, por si faltara algo, los protagonistas son “yireros”, “tomarolas” y “borrachos”. Y que el nivel de discusión política es nulo.
Es para pensar este tema del uso de los estereotipos en los medios. ¿Qué pasa cuando el estereotipo se convierte en estigma y cuando el estigma invalida la participación política? ¿Qué tipo de políticos se benefician con la no participación de la población en la política?
Me parece que se benefician el Turco al que el Gitano tanto admira y otros como él.
Además podrían haber trabajado un poco más en las representaciones de los sectores populares. Por lo menos podrían haber hecho que a la gente la movilizara un 1114. De la Serna y los pibes del barrio podrían tener camisetas de un club de fútbol de la B, sea naranja, verde o tricolor.
¡Y podrían haber puesto una cumbia, che!
* Licenciado en Comunicación, UBA.
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