LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Gerardo Halpern analiza cortos publicitarios de la televisión y denuncia la existencia de un poder sin memoria.
› Por Gerardo Halpern *
Un hombre yace recostado sobre una cama. El masajista lo nombra y le habla, sádica e irónicamente. Estira sus manos. Lo está desafiando. Mientras tanto, parece establecer una conversación banal, aunque no tanto.
Una mujer yace recostada sobre una cama. La depiladora la nombra y le habla, sádica e irónicamente. Calienta la cera. La está desafiando. Mientras tanto parece establecer una conversación banal, aunque no tanto.
Dos ejemplos similares con cuatro protagonistas que hacen lo mismo. Dos, sometidos –sin saberlo– a la próxima venganza de dos –que saben, y por eso nombran a sus víctimas– en posición de poder.
Los dos que han ido a ser atendidos serán torturados.
Los dos que están de pie dan suficientes razones para infringirles el merecido castigo. Uno, lo mareado que terminó. Ella, caliente como la cera.
Desde hace varias semanas se puede ver en la televisión local una saga publicitaria que recorre la tortura como posible compensación simpática por parte del cliente mal atendido. Una saga que –para mostrar cuán simples son los préstamos personales de un banco– repone el derecho del consumidor a ser bien tratado, so pena de propinar dolor a un tercero por mano propia.
Si bien la publicidad es medianamente nueva, su tópica no. Ya ha habido casos –más o menos recordados, cambiados, olvidados– que repusieron la vejación como actividad legítima, graciosa, rentable en el mercado publicitario local e internacional.
Y no está de más volver a responder lo mismo: el discurso de la tortura como comicidad pareciera desentenderse, por un lado, de cierto límite de lo decible en un momento histórico determinado. Pero, por el otro, pareciera desentenderse del proceso histórico específico de la Argentina dictatorial, de los crímenes de lesa humanidad y de la continuidad de varios de esos delitos que aún no han sido conjurados por el Estado y su Poder Judicial.
Quizá parte de la continuidad radique también allí, en proponer la tortura como una gracia, como un ejercicio simpático, como una metáfora publicitaria.
Por un lado, relatar la tortura como legítima manifestación de la merecida venganza por parte de un masajista y una depiladora –y de los demás personajes que sigan apareciendo y que ahora tienen la suerte de poseer su préstamo personal del banco– es poco menos que una burla respecto de la lucha que ha llevado a cabo buena parte de la sociedad argentina por establecer la verdad y lograr que se haga justicia en relación con su pasado reciente.
Por el otro, convertir la tortura en una mercancía simbólica es una especie de “efecto Bennetton” recontraposmoderno, puesto que no sólo menosprecia la historia y el presente local sino que, simultáneamente, reivindica la comicidad del ejercicio del poder sobre alguien indefenso. Estetiza la desigualdad, la vuelve banal, la hace graciosa y la reivindica como escenario para la viveza del desquite.
No hay mediación.
Allá, un cliente mal atendido. Acá, la venganza de quien ahora tiene el poder.
En esta saga el que publicita ha logrado una triple operación propia de la racionalidad del capitalismo contemporáneo y su perversión extrema: celebrar la tortura (sea cual sea ésta); reivindicar el ejercicio del poder (donde y como sea); someter al trabajador a las demandas del insatisfecho consumidor libre.
Es este consumidor libre –el que ahora tiene su préstamo personal– el que expresa la racionalidad del capitalismo tardío. El que ha logrado mostrar el alcance y la desigualdad de su poder. Poder placentero. Poder sin memoria.
* Investigador del Conicet - Instituto de Investigaciones Gino Germani (FCSUBA); docente de la Universidad Nacional de Río Negro.
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