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› CURIOSIDADES
Historia de la bombacha
Es un invento relativamente, y no se les ocurrió a las mujeres: los hombres las usaban desde hacía siglos. Llevar ropa interior fue uno de los primeros gestos contundentes del género femenino: sin ponérsela, hubiera sido imposible sacársela.
› Por Sandra Russo
Lo primero que las mujeres les arrebataron a los hombres a pura fuerza de voluntad y deseos de emancipación no fue la posibilidad de crear ni la de trabajar: fue la bombacha. Los varones europeos la llevaban puesta como parte de su indumentaria desde el siglo XVI. Calzones al cuerpo que les daban libertad de movimiento. La cultura patriarcal a veces parece que se deja vencer, pero en realidad fue hace tiempo: cuando en el siglo XIX las mujeres comenzaron a usar ropa interior, esos magníficos calzones se transformaron en insostenibles bombachudos adornados con toda la pompa de la feminidad. Lo que en los varones daba libertad de movimiento en las mujeres se convirtió en un armatoste de tela que les impedía hasta caminar. Tendrían que pasar más de cien años y dos guerras mundiales hasta que la bombacha fuera esa prenda íntima que conocemos hoy. Breves, ligeras, de encaje o algodón, sintéticas o de pura seda, compradas al paso o elegida con el mayor de los rigores, las bombachas hablan. Quien quiera oír...
Calzones, pantalones, pantalettes, pequeñeces, indescriptibles, racionales, bragas, bragas francesas, bragas divididas, cami-bragas, interventores y sigue la lista. Son los nombres que ha recibido según la latitud y la época la bombacha femenina. Recién hacia 1820 formó parte de los guardarropas femeninos. Veinte años más tarde, una norteamericana, Amelia Jenks Bloomer, contrató a una diseñadora amiga, Elizabeth Miller, para confeccionar unas bombachas que la propia Bloomer usaría mientras recorría Londres y Dublín dando charlas sobre “El arte del vestir”. En ese entonces a las bombachas (calzones largos, amplios, puritanos, engalanados con puntillas) se las llamaba “bombachos”, “ajuares” o “atavíos”, y se decía que era conveniente usarlos para curarse en salud.
Con lazos y cintas por todas partes y realizadas en muselina, la prenda era difícil de llevar, pero también de lavar. Las pioneras las usaban una o dos semanas corridas: sólo cambiaban cada tanto una tirita interior que usaban a modo de avanzada de las toallas higiénicas.
Hacia el final del siglo XIX, las bombachas llegaban hasta el piso: se dejaban ver tibiamente abajo de los vestidos. Mirarle la bombacha a una mujer no requería mucho talento ni sentido de la oportunidad: simplemente había que esperar que ella se levantara apenas la falda al cruzar una calle, por ejemplo, y... bombacha a la vista.
En las primeras décadas del siglo XX, las bombachas, junto con los vestidos, fueron acortándose. Llegaron hasta abajo de la rodilla. Pero justo cuando el nuevo formato podía devolverles a las mujeres cierta libertad de acción, oh casualidad: se impusieron las faldas estrechas y entubadas que las obligaban a caminar moviendo las piernas sólo de la rodilla para abajo. Y una vez más, en otro ademán significativo, las mujeres copiaron a los hombres, aunque con éxito: fueron las primeras ciclistas y golfistas las que requirieron, cerca de 1920, ropa especial, y bombachas especiales. Fue el primer paso, literalmente.
Pero antes hubo otro escollo: la bombacha en cuestión era un pantaloncito de sarga llamado “racional”, apto sólo para valientes. La sarga picaba. Era gruesa. Incómoda. Fue lentamente reemplazada por nuevas prendas de algodón, ahora reclamadas por bailarinas de charleston y tango. Las bombachas de las primeras bailarinas de tango europeas y norteamericanas estaban confeccionadas en sarsenet negro, una tela delicada, y adornadas con volados de encaje. El único problema era que tenían la forma de un plato volador.
Entre la Primera y la Segunda Guerra fue que aparecieron los materiales que revolucionarían el universo de la ropa interior. En principio, el nylon. Hasta su liberación para usos no bélicos, la ropa interior de la clase pudiente estaba hecha con crêpe de chine. Cuando ya gastar toneladas de nylon en paracaídas no fue necesario, es decir después del ‘45, el mercado y las mujeres entraron en una sintonía casi perfecta: el mercado ofrecía bombachas baratas, suaves y pequeñas que las mujeres se abalanzaban a comprar con ansiedad y en grupo.
Y fue dos años más tarde que Christian Dior parió el New Look, en el que la figura femenina reverdeció en todo su esplendor, con todas sus curvas, y que paralelamente la irrefrenable inserción femenina en el mercado laboral hizo que cada mujer que se preciara de tal tuviera su media docena de bombachas en su ropero. Ya desde entonces conviven armónicamente los distintos estilos de bombachas, con su metalenguaje perfectamente descifrable para cada chica: las francesas culottes que tapan las caderas y llegan hasta la cintura con las bikinis sentadoras, pasando por las tangas (que no inventaron las garotas brasileñas sino la tienda Frederick’s de Hollywood en 1946) y las trusas sujetadoras.
No hay una bombacha para cada edad sino un estado de ánimo para bombacha. Las tangas con estampado de leopardo se turnan con el eterno y adorable algodón blanco, aunque es probable que a ninguna le falte aunque más no sea una de encaje negro o rojo. La sexualidad estándar que promovió durante décadas a la bombacha fiestera (adornada con plumas, lentejuelas o estrás) dio paso, en los últimos años, a una sexualidad un poco más confusa y perversona, a la que aportaron lo suyo diseñadores con Calvin Klein o Donna Karan: la vieja culotte de algodón blanco, con sus destellos infantiles o andróginos, volvió a ser reclamada en las tiendas de barrio por hijas, madres y abuelas. Algunas de ellas las usan por simple comodidad. Y otras, seguro que las usan por otra cosa.