Lun 03.02.2003

PLACER  › LIBROS

Aquella princesa rusa

Hito de la literatura erótica, las “Memorias de una princesa rusa”, de autor anónimo, sigue su largo y lúbrico recorrido. Una nueva editorial argentina la incluye como uno de los primeros títulos de una colección del género.

› Por Sandra Russo

Memorias de una princesa rusa es un texto anónimo, como son anónimos muchas leyendas, mitos, imaginerías o formas textuales que muestran su potencia representativa no precisamente cuando surgen, sino cuando perduran. No hay datos ciertos sobre este relato ubicado en la Rusia de fines del siglo XVIII, pero sí innumerables ediciones en todo el mundo, y también existe, indudable, el inmediato reconocimiento del género erótico cuando se lo menciona aun a quienes jamás lo han leído. Ahora, en versión local, la flamante editora argentina AC incluye estas Memorias... como uno de los dos primeros títulos de su colección de literatura erótica. Y en sus páginas la princesa Vavara Sofía vuelve a delirar y a hacer delirar tanto a sus amantes como a los lectores de sus peripecias de alcoba, increíbles casi todas ellas, y es que de eso se trata este género: de poner en palabras la libido colectiva.
Las Memorias... transcurren en San Petersburgo, en 1796. Epoca del Zar Alejandro, gran ordenador de una corte inflamada por los dislates de la reina Catalina I, de quien se decía que, ya enferma y a sus 64 años, continuaba atestando sus departamentos personales del palacio de hombres y mujeres entremezclados en perennes orgías. Y no orgías alegres y bucólicas, precisamente: hacía rato que Catalina, libertina desde muy joven, necesitaba otros ingredientes, más perversos, para que sus reuniones sexuales la conmovieran.
Hija del príncipe Dimitri P., Vavara Sofía tenía apenas catorce años cuando comienza el relato. El texto intercala la voz de un narrador que no se escandaliza, pero tampoco aprueba lo que lee en el diario íntimo de Vavara –hallado en la biblioteca del emperador Alejandro con una etiqueta que reza “Privado”–, y la de la princesa, que en los breves tramos del diario personal integrados al cuento, se ocupa de describir explícitamente sus momentos más hondos de placer, llenos de interjecciones y exclamaciones obscenas.
El efecto del narrador que en algunos tramos se asombra y se estremece por lo que lee en el diario íntimo es acaso lo más logrado de este texto: lascivia, lujuria, impudor abominable, desvío, impío abandono a lo más soez de su naturaleza, todo eso y mucho más proviene de la voz del narrador, que aumenta con su mirada, como con una lupa, los actos procaces de Vavara.
El mundo de las Memorias de una princesa rusa está bañado en vodka y aguardiente, de contrastes de clases y de incestos que hacen más prohibido lo ya prohibido. La adolescente Vavara, riquísima heredera, bella como nadie en esa corte pervertida, ególatra y caprichosa, acostumbrada desde su nacimiento a dar órdenes y a que esas órdenes sean inmediatamente cumplidas, comienza su travesía iniciática con el hermano de su ayuda de cámara: un moujik, campesino ruso, igual a todos los moujiks descriptos en el texto, bruto, atlético, rústico, elemental en todo menos en eso. Elmoujik lo que tiene, y lo que el narrador confirma en cada párrafo, es una “verga monumental” de la que Vavara hará uso y nunca abuso. Ella se servirá de él hasta que encuentre a otros mejor dotados, y es en eso donde el relato se erige en un paradigma de un vínculo entre géneros. Una primera impresión puede confundir estas Memorias... con una especie de canto al falo, pero en rigor el falo siempre es de Varara. Es ella la princesa, ella la que decide cuándo y con quién, ella la que, incluso cuando es obligada por las circunstancias a fornicar con seis moujiks en una taberna del bajofondo, experimenta cierta libertad interior que le permite gozarlos uno por uno y eso sí, después de haberlos gozado, experimenta otra libertad interior que le permite incendiar la taberna con todos los moujiks adentro. En las Memorias..., tanto para convertirse en la ardiente amante de su hermano, como para hacerlo sodomizar a él por uno de sus amantes, para ordenar violaciones a otras damas de la corte, el poder siempre lo tiene Vavara. Y lo tiene porque es inconmovible: sólo busca su satisfacción, y como toda libertina es por naturaleza irremediablemente insatisfecha.
El relato incluye pasajes disparatados, como ése en el que Vavara, que ha probado demasiados hombres y necesita inventar novedades para seguir divirtiéndose, crea un enmarañado sistema en el que un maniquí representa al demonio, y Vavara se trenza con él en relaciones sexuales en las que a veces el miembro que la penetra es un consolador que en el momento culminante larga un líquido caliente, y otras veces es uno de verdad, perteneciente a alguien que se ubica atrás del maniquí y que no se deja ver.
En su Historia de la literatura erótica, el ensayista Alexandrian no menciona a estas Memorias..., seguramente porque son anónimas y su recorrido documental habla de los grandes nombres de la literatura erótica. Pero en su epílogo, Alexandrian reflexiona sobre los momentos de la historia en los que este tipo de literatura fue prohibida, acusada de corruptora. “Si en verdad la literatura erótica resulta peligrosa para las costumbres, no lo es más que las otras especies de literatura sin espíritu crítico. Se la ha acusado de instigar a excesos, pero los tratados de magia inducen supersticiones nocivas en otro sentido. La literatura policíaca puede incitar al robo y al asesinato, y la literatura religiosa a la persecución fanática de los no creyentes, cuando son alimento de espíritus débiles que se persuaden de que el texto impreso indica infaliblemente lo que se debe hacer. Los libros nos informan acerca de los que otros piensan o imaginan, eso es todo”.

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