PLACER
› FLAMENCO
Y olé!
El modo en que los cantaores frasean las palabras, el cuerpo de las bailaoras, flexible como un junco, el tronar de las palmas, la tensión de las cuerdas de la guitarra; todo eso se mezcla en un tablado para alentar a los enamorados.
› Por Marta Dillon
Ellos dicen que es tiempo de gitanos porque gitano es quien hace cualquier cosa por mantenerse vivo, o a flote, o en el camino que es donde gustan estar los gitanos. Tal vez por eso está siempre estacionada en la puerta del lugar esa especie de nave del Capitán Beto enmascarada tras la carrocería de un viejo Ford Falcon, de cuyas lunetas y parabrisas cuelgan chucherías, borlas, muñecos y santos de esos que protegen en las rutas, todo protegido por un filamento de luz negra hasta no saber si esa nave es un auto o una escenografía kitsch que hace más tentador el lugar que custodia. El auto está ahí porque dentro del tablado cuya puerta protege está su dueño, Osvaldo, de imperiosa camisa negra y pañuelo de lunares, sonrisa amplia y gesto galante: él y sólo él abre la puerta para invitar a pasar a los visitantes. Osvaldo no es gitano, pero gusta gitanear. Así fue como montó este lugar, dice, un refugio como otros en lo que ahora se llama Palermo Hollywood, pero donde el flamenco hace arabescos en el aire y tensa la cuerda de la emoción como una nota demasiado alta que al detenerse da alivio.
Tiempo de Gitanos se llama el lugar de la calle El Salvador al 5500, porque éste es un tiempo en el que todos hacemos todo y también por la película de Kusturica; y porque gitaneando, como decíamos, es como se montó el tablado. ¿Qué hacen sino sobre las paredes esas máscaras propias de un coleccionista de fenómenos antropológicos? ¿Qué tienen que ver con esos detalles étnicos las tulipas de vidrio esmerilado y los platos fileteados con bordes de oro que podrían estar en el anaquel de cualquier abuela? De todos lados gitaneamos, dice Osvaldo, queriendo decir que rescataron cada objeto de un destino de final y lo devolvieron a su razón de ser o a alguna otra. Las tapas de los discos, por ejemplo, no guardan ningún vinilo, pero sirven de homenaje a esos músicos que han sabido sangrar como sangran los gitanos cuando cortan las palabras en un fraseo para que el sentimiento se desparrame. Hay discos de La Chunga, de Félix el Grande, de rumberos de nombre desconocido pero que inspiran a los cantaores y a las bailaoras que hacen estremecer el tablado mismo como si esa tarima de madera fuera una caja de resonancia de emociones antiguas, acumuladas por años, que golpean sobre el piso como clavando estacas sobre la tradición de traducir fuerza en golpes de palmas.
Los platos rescatados del desguace siguen siendo platos, igual que los sifones con su envoltorio de metal y esas mirillas como ojos de buey que permiten atisbar su contenido. Sifones tan viejos como los vasos que sirven para tomar la soda, no el vino, que para eso hay copas y estas parecen haber sido compradas para la ocasión. Sobre las mesas de madera, mientras dos gitanos empiezan a probar las cuerdas de su guitarra y se escucha ese acento de ningún lado y de todos, el acento de los nómades que han estado allí y allá, la comida se agradece como todas las cosas buenas. Y además porque sería demasiado escuchar esas canciones que hacen lagrimear a los enamorados, sin tener un buen colchón en esa otra caja de resonancia que es el vientre. Y ahí viene el tapeo, para comer sin dejar de encandilarse con el temblor de catástrofe del labio de la bailaora, el temblor del cuerpo completo, el repiquetear de los tacos, el cuerpo doblado como si fuera de una madera flexible y fibrosa que da la sensaciónque al extenderse sólo puede golpear como un chicotazo. Papas asadas a las hierbas con cremas de quesos, tomates picantes, calamares con pimientos verdes, albondiguitas de ternera, fricase de ave. Pequeñas cazuelitas en las que se puede hundir una bruscheta aromática mientras se modera el deseo de hincar el diente sobre alguna carne, un cuello elástico el hueco donde empieza a dibujarse la cabeza del ser amado.
Los hombres somos el barco/las mujeres la vela/ si se enamoran/ la corriente se los lleva, canta el hombre de negro y golpea entre sus piernas una caja que acompaña a las palmas y le permite descargar la tensión de su garganta. Los comensales no pueden quitar sus ojos del lugar de donde proviene la voz, por eso la sorpresa es mayor cuando sobre el pan casero se acomodó la rodaja de chorizo rojo y resulta que el bocado es dulce porque el embutido ha navegado en champagne. Pero qué importa cuando se escucha de esa voz esas ganas de alejarse del maldito fuego/ ese que a ti te quema/ y no se apaga con agua. Es bueno tener a quien acariciar en este caso, eso al menor parece entender la pareja que se acomoda sobre la barra, lejos de los treinta cubiertos del tablado, que piden cerveza y se comen la boca como si quisieran competir con los besos de novela. Desde las mesas es fácil divisar la tarima de madera que no deja de vibrar, son pocas las mesas, amplios algunos sillones que las rodean, las del fondo incluso, se han puesto en desnivel para que nadie se pierda nada de ese modo de sufrir que tienen los gitanos.
El amor llega así de esa manera, cuando llegan los postres, y no tiene la culpa. Puede ser una noche de miércoles y puede convertirse en una noche como cualquiera que se goza. Desde la mitad de la semana hasta el domingo los tacones empezarán a estremecer el tablado, puntualmente, a las once y media. Después la noche se alarga como la reverberación de un temblor que no se apaga, brillando los ojos por encima de las copas, alimentadas no sólo por el alcohol sino por ese modo tan gitano de vibrar que no puede evitar empujar una palabra, una sola: Olé.