Lun 01.09.2003

PLACER  › PLACER

Placer

Como suele suceder con los elementos fundamentales, sólo es posible admirarse de su maravilla cuando falta. Pero el agua es mucho más que el líquido indispensable para calmar la sed, es también ese impulso que nos arrebata del sueño a la mañana, el espejo de los antiguos, la piel sobre la que se deslizan las naves. El medio del que venimos y al que siempre se termina volviendo.

› Por Marta Dillon

Sumergirse, dejar que el agua se convierta en el abrazo y el vestido, que llene lo que está vacío, que haga bailar el pelo como a una medusa. Contener la respiración. Soltar pequeños globos de aire que seguirán su camino ascendente hasta perderse en su mismo elemento, más allá del agua, como niños que buscan a su madre para hundirse en su seno como si así pudieran mezclarse otra vez en sus líquidos. Abrir los ojos y no ver claro, ver en cambio los bordes empañados, colores difusos, el verde o el azul del agua. Estar debajo del agua, eso es lo que ella más extraña de la vida en libertad cuando lleva casi veinte detenida. Lo dice en el patio de visitas de una cárcel desangelada y de inmediato escuchar el chorro de agua que llena la bañera, meter el brazo hasta el codo para probar la temperatura, agitarla para que la caliente y la fría se hagan una sola, tibia, a la misma temperatura del líquido que corre dentro del cuerpo, todo eso se convierte en un placer supremo. Es así la restricción, convierte las cosas de siempre en gemas. Sin la sed no habría nada de seductor en el sonido de un chorro transparente llenando un vaso, sin el calor que ciñe su corset en verano no sería tan mágica la zambullida, el desplazamiento del agua hacia los bordes de una pileta, la brazada que impulsa y permite volver a sentir el bochorno antes de hundirse otra vez.
Exceso y restricción son los pasos de la danza del agua. Del frío intenso del baño transpirado en el que debemos desnudarnos al sopor del agua que enrojece la piel y espesa la sangre. De la sed al estruendo de la glotis subiendo y bajando en la garganta mientras el agua la pone a danzar como el mejor remedio, el que nunca falla, el único que sacia. De la tensión del agua transformada en vapor por la temperatura extrema de un sauna a la ducha fría, estimulante, dolorosa como el pinchazo de pequeñas agujas que ponen el cuerpo a andar y estremecerse. ¿En qué consiste si no es en un súbito exceso el poder del agua fría para espantar los últimos jirones de sueño, dispersos por el lavado de la cara, las pestañas hechas pequeños triángulos mojados, la conciencia del día repentina, nítida, como dibujada por una pluma y tinta china?
Del agua venimos, debería decir la oración, y a la tierra vamos. Aunque en la entraña misma de la tierra también el agua haga sus surcos y sus laberintos y arrastre en ellos lo que se pensó destinado al polvo. De agua somos. Más de la tercera parte de cada uno, de cada una, casi todo agua, líquidos, fluidos, materia dúctil, sin forma o mejor, con la forma de aquello que la contiene. Basta herir la piel para que se desborde el agua que llevamos dentro, o se filtre lentamente acarreando con ella la vida misma.
La vida misma depende del agua. El planeta es celeste desde la luna porque está, en su mayor parte, cubierto de agua. Agua que se agita, agua capaz de quedarse con todo lo que los hombres y las mujeres construyen, agua que viene del cielo y agua que se mece en la tierra. La misma y siempre distinta, moviéndose inquieta en busca del llano, del mar, allí donde es posible entrar y salir, dejarse lamer por el contorno de esa masainconcebible, deshecha en espuma, donde nos dejamos caer cuando tenemos el cuerpo cubierto de otra agua que se escapa por los poros, la imagen más perfecta del descanso, saltar sobre las olas, construir castillos que el agua se llevará como se lleva casi todo lo que se le entrega. Las ofrendas de flores en febrero para Iemanjá, la reina del mar, las botellas con mensajes que consuelan a los ahogados, los barquitos de papel en las alcantarillas, la mugre entre el jabón y los dedos, el arcoiris en la estela de las cascadas y en las tardes que fueron de lluvia y el sol hiere y espanta desarmándose en colores, atravesada su luz por el agua para fijarla en el cielo como clavada. O pintada.
Sobre el agua el viento sopla distinto, es más frío, más voraz. Es motor de las naves que se aventuran sobre la piel inquieta del mar o del río. Esa piel que cuando descansa es espejo, primera sorpresa de los antiguos que se descubrieron en su superficie ¿más feos o más bellos de lo que imaginaban? ¿Habrán creído alguna vez que el sol eran dos cuando se espejaba en el agua, que el cielo se había sumergido cuando el arrebol de la tarde tiñe los lagos de rojo, de naranja, de violeta? ¿Habrán descubierto a Ofelia en el mecerse de las algas, dispersas como cabellos, ondeando al mismo ritmo que el agua? ¿Habrán contando los círculos concéntricos que dibujan las gotas de lluvia antes de perder su identidad en las masas de agua? ¿Se habrán bañado bajo las tormentas con la misma algarabía con que lo siguen haciendo los niños en verano, como si hubiera algún placer extra en tener agua arriba y agua abajo, como si el mundo se pudiera poner patas para arriba y seguir siendo el mismo?
Del agua venimos. Del vientre líquido de nuestras madres en donde hemos vivido sumergidos nacemos a este medio seco y hostil donde los ruidos lastiman y la luz dibuja cicatrices en la retina. Al agua volvemos todo el tiempo, agua adentro y agua afuera, agua que limpia y agua que alimenta, que despierta, que arrastra y arrasa, que modela a las montañas y las corta, que empuja las piedras y las desintegra junto a la mano del tiempo, su aliado y su detractor porque cuando está quieta el tiempo la corrompe, como a todo lo demás. Y la extingue, dicen ahora, aunque el responsable no sea el tiempo sino la mano que ensucia, que explota, que agobia, la mano de los hombres y las mujeres que todavía no han aprendido a fabricarla aunque puedan recitar su fórmula casi desde el mismo momento en que aprenden a leer: H2O. Tenemos los elementos, pero no podemos unirlos, sólo queda la resignación de encontrarla donde habita desde siempre: en los laberintos de la tierra, los ríos que buscan al mar, en el mar. En la sal de las lágrimas, en el cielo que a veces se derrama, en el milagro de los grifos que a veces cantan y otras veces lloran pero llenan las manos y limpian, y alimentan y despejan los ojos de los jirones del sueño.

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