Lun 08.09.2003

PLACER  › SOBRE GUSTOS...

La siesta

Por Fernando Pradeiro *

Antes, los domingos eran diferentes. La mayor parte de los partidos de la jornada (siete u ocho) se jugaban simultáneamente, a la hora de la siesta. Después de la opípara comida y la larga sobremesa, la radio reloj de la mesita de luz ofrecía un variado menú de opciones, todas ellas interesantes y conectadas entre sí. Con notable rapidez y coordinación, llegaban las noticias de Rosario, Córdoba, La Plata. Todos los 0 a 0 comenzaban lentamente a corromperse. Me gustaba dormitar, ser invadido por el sueño (como si éste fuera un goteo que va creciendo), al son de los relatos y las publicidades. Me fascinaban todas las variaciones que el tiempo infligía a los diferentes encuentros, durante los períodos alternados de sueño y vigilia. Afuera, en el patio, los perros jugaban, ladrando y corriendo entre los árboles. Todos los ruidos, los de la radio y los otros, se fundían en una suerte de maraña sonora compleja pero armónica, que no entorpecía en absoluto el placer inercial de los sentidos.
Suelo acostarme a dormir la siesta con la puerta entornada. Esa puerta da al comedor, donde casi siempre hay gente (mi casa es una casa muy concurrida). En los momentos preliminares del sueño, he escuchado con deleite y asombro pachorriento cómo las voces de los conocidos y los extraños se metamorfosean en sonidos nunca escuchados, pero de una rara autenticidad. He notado lo banales e inútiles que resultan las conversaciones ajenas, ante la somnolencia que viene y se retira de mi cama, y luego vuelve nuevamente. He percibido cómo la puerta de una alacena, los platos que tintinean, la heladera que se pone en marcha, manifiestan su verdadera esencia sonora, antes hábilmente disimulada y velada para mí. Esta sinceridad (o descuido) sólo dura un instante; después del sueño pesado, vulgar y convencional, todos los matices estarán perdidos y ni siquiera podrán ser recordados. La siesta, de todos modos, sirve para creer que siempre es posible volver desde el sueño, para confiar vanamente en que las personas y los objetos se reencontrarán con nosotros, una y otra vez.

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