Lun 29.09.2003

PLACER  › CURIOSIDADES

Extravagancias

Locos lindos, bichos raros, bella gente: los excéntricos han sido siempre motivo de escándalo de unos y al mismo tiempo de fascinación de otros. Su ubicación, fuera del centro, parece definir precisamente su apuesta: porque escandalizan a algunos, fascinan a los otros. Y viceversa.

› Por Soledad Vallejos

Dice un diccionario que la excentricidad es esa rareza o extravagancia de carácter, esa suerte de hecho raro, anormal, esa cosa que, por algún motivo, no termina de ser lo que sería de esperarse y sí luce, en cambio, otra gozosa apariencia. Dice también el diccionario que puede considerarse como excentricidad a “la distancia entre el centro geométrico de una pieza y su centro de giro”. Tal vez esa definición sea un poco más feliz: no es la rareza, la ruptura, no hay nada de condenable, digamos, en buscar una distancia mayor desde la que contemplar el paisaje tenga otro gustito. Sería nomás una cuestión de ser capaz de tomar envión, de alejarse un poquito más del centro, de animarse a rodar sin cinturón de seguridad más allá de la carretera de lo no-raro, lo no-extravagante. Sólo hay que jugar un poco.
A veces, la categoría de la extravagancia no es más que un estante cómodo donde guardar a personas que desestabilizan al diccionario con sus arranques. Sabía bastante de eso uno de los más memorables excéntricos nacionales: Federico Peralta Ramos, el autodeclarado “pedazo de atmósfera” que era una estrella porque salía de noche y cuya trayectoria artística fue reivindicada hace un par de semanas con una muestra en el Museo de Arte Moderno. Retoño de una familia tradicional y terrateniente como las de antes (de esas que se cuentan entre las fundaciones de ciudades, como Mar del Plata en este caso), de Federico se esperaban cosas muy claras: que siguiera una carrera universitaria, que se destacara en su profesión y mantuviera el decoro añejo del apellido. Lástima que él tenía otros planes: en plena fiebre del Di Tella y la vida pop, abandonó arquitectura (se dice que después de dejar anonado a Solsona en un examen contestando que de cierto arquitecto célebre no le iba a hablar “porque era muy mala persona”), siguió viviendo en la casa familiar (ocupando, apenas, la habitación de servicio, como para no molestar) y regalando guantes de box a su madre en pleno festejo de bodas de oro de sus padres. Se pasaba las noches en cabarets cantando canciones de Jorge de la Vega para los clientes y las chicas amigas. Eran misas paganas bajo las luces rojas, templos modernos, decía él, donde confraternizar de “coso” a “coso”, donde dejar flotar “la albóndiga psíquica” (uno de los mandamientos fundamentales de la “religión gánica” que había pergeñado en base a una voluntad férrea: hacer solamente lo que venga en ganas) para, simplemente, ser. Entre performance y performance, se daba el gusto de montar muestras maravillosas, como aquella en la que, metido de lleno en una corriente metaplástica, colgó una tela blanquísima como la nieve en una galería. Al lado, nada más que una pistola y un cartelito: “cuidado con la pintura”. ¿Cómo se vería el mundo desde esa distancia del centro? “Creo –explicó alguna vez– en un mundo fenomenológico que está más allá del libre albedrío cósico de la gente, que influye sobre todos los libres albedríos. Está ese mundo fenomenológico y los libres albedríos albondigares”.
Marta Minujín empezó a cultivar esa propia fama de excéntrica que amenaza con opacar su obra hace ya un largo tiempo. Estaba en Nueva York, reinaba en los salones y galerías Andy Warhol, el mundo era una Gran Manzana donde todos querían ser famosos y ella, una jovencita sudamericanacon beca y alma de artista, necesitaba su espacio propio. El mundo artístico sólo podía pertenecer a los excéntricos. ¿Qué hacer? Pues convertirse en uno... andando siempre en patines, como Tato Bores a la hora del monólogo. Marta iba a bailar en patines, salía a la calle sobre rueditas, tomaba café de la misma manera. Se ganó su rinconcito, si no de cielo, al menos de notoriedad entre la troupe del rey Warhol, y con esa alfombra de brillitos volvió a la Argentina, al Di Tella, y empezó a convertirse en lo que conocemos ahora. Entonces, excéntrica puede ser, pero ¿cuánta locura puede haber en tanta excentricidad meditada?
Se dice que Salvador Dalí escapaba de la mirada vigilante de Gala cada vez que podía. Costaba, claro, pero cuando lo lograba la libertad era total. Si de casualidad estaba en París, él podía elegir: o iba de copas a tugurios carísimos con jóvenes amantes del arte (Gala apenas le dejaba probar agua mineral, y eso por no hablar de las muchachas), o iba a cenar a Taillevent con uno de sus grandes amigos. Es decir, a veces, se caía por los salones con un leopardo, que no por simpático dejaba de ser bastante peligroso para la digestión de los demás comensales. Con el tiempo, los empleados del hotel le habían hecho entender que lo mejor iba a ser que él y el bicho se las arreglaran en un salón privado, en lugar de apoltronarse en el mismo lugar que los demás. Pero la cuestión de la comida no dejaba de complicarse: Dalí sólo quería lo mejor para su animalito, así que de alguna manera el chef se las tenía que arreglar para tener más o menos a mano un poco de carne de antílope (importada de Africa) para prepararle un bife tártaro. Pero el mundo de las excentricidades del dinero también puede ir más allá de la amistad. Durante los odiosos 80, una firma neoyorquina tenía una oferta capaz de tentar a unos cuantos millonarios. A cambio de una suma considerable, “Poorlife”, tal nombre del emprendimiento, se encargaba de dar un baño de vida real a los ricos con tristeza y culpa: nada menos que una semanita parando en un hotelucho de Harlem o el Bronx, trabajando de conserje y vistiendo harapos de segunda, porque a fin de cuentas “ocho días de pobreza valorizan el lujo cotidiano”.
Claro que si vamos a reivindicar la excentricidad como una de las bellas artes, mejor quedarse con una declaración de principios de Peralta Ramos: “El enemigo de alguien creativo es la vanidad, enfermarse de pomposidad y solemnidad, convertirse en un tronco cristalizado. Es bárbaro fomentar eso, porque lo que hace falta son creadores”.

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