Lun 20.10.2003

PLACER  › SOBRE GUSTOS...

Bailar

› Por Marta Dillon

Es cuando las gotas empiezan a caer por el escote como deslizándose ladera abajo, cuando el pelo se pega a la frente y un único vaso pasa de boca en boca, se vuelca un poco, se vuelve a cargar, cuando nos animamos a saltar como no lo haríamos en ningún gimnasio, es entonces cuando la fiesta está finalmente encarrilada. Antes hubo algo de zozobra, siempre la hay, es cuando arremetemos los valientes, casi siempre los mismos, nos conocemos lo suficiente como para saber que si no empezamos nosotros, tal vez naufrague el encuentro en una terraza cualquiera, en el fondo de un bar, en lugares no habilitados para bailar pero que se convertirán en pistas ardientes donde se derretirán todas las pasiones, las buenas y las malas, los antiguos rencores, los viejos amores, los que quedan a pesar de todo, los que se inician. Hay algo de exorcismo en esa forma de bailar cantando a voz en cuello los éxitos que ya sabemos y alguno que aprendimos hace poco, total en el fragor nadie nos va a escuchar desentonar, ni siquiera se notarán las miradas que se cruzan de soslayo, como perdonándose, reconociéndose, volviendo a recrear el antiguo rito que llamaba a la lluvia o al sol porque casi siempre amanece en ese trance de cuerpos agitados, mojados, cuerpos que son otros cuando pierden el personaje que llegó a la misma fiesta, compuesto y arreglado, sediento del alcohol que suelta amarras y nos deja galopar, desbocados, jinetes en la música que expropia las vergüenzas. Es cierto, hay gente a la que no le gusta bailar, que prefiere el margen oscuro de la pista, voyeurs del placer ajeno, moviendo una patita sobre el piso porque es inevitable rendirse al rítmico danzar de la tribu que lo suspende todo y se entrega a un saber que nadie tiene y es de todos. Entre mis amigos bailamos, poseídos, desarmados, entregados. Bailamos aunque no haya nada que festejar, bailamos porque siempre hay algo que festejar, porque así nos reconocemos y nos queremos y nos sentimos parte de lo mismo, conjurando al tiempo y sus maleficios, gritamos cuando entre disco y disco se hace un silencio, resoplamos por un trago más, como si así pudiéramos protegernos de todos los males del mundo, desafiar las tormentas, honrar las lunas llenas y las nuevas. Porque esa es nuestra manera de resistir, de ser siempre los mismos, de querernos sin decirnos nada, porque en esas gotas que pegan las camisas al cuerpo, que caen como un torrente por los escotes, en esa agua que sobra se van los males y navegan las fantasías de lo que todavía está por venir, aun cuando no haya nada en el horizonte.

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