PLACER
› NOSTALGIAS
Sólo una mujer (pacata)
Aunque Isabel Sarli hoy sea una abuela, la televisión sigue regalando las imágenes de su cuerpo en el esplendor de la juventud y en películas de guiones desopilantes con las que cientos de adolescentes –hoy más que adultos– hicieron sus primeras armas en el placer. El canal Retro le hace un merecido homenaje, los lunes de diciembre a la medianoche. Imperdible.
› Por Soledad Vallejos
“¿Qué pretende usted de mí?” Una y mil veces en algún canal del cable estará sonando esa frase. Una y mil veces, en algún lado estarán pasando esas escenas memorables de la Coca encerrada en un camión frigorífico, despechugada, con ese frío, despeinada como si hubiera acabado de levantarse, y una y mil veces va a haber alguien dispuesto a mandar al demonio toda la programación del mundo para entregarse a ver cómo esa criolla de cuerpo fuerte era toda docilidad ante las estrambóticas ideas del hombre que amaba y que, casualmente, era un director de cine casado y con hijos. Es de una obviedad inconcebible reivindicar a la Coca a esta altura del partido, pero no por eso es menos cierto que prácticamente nadie (excepción hecha de Maradona) pudo, puede ni podrá igualarla como fuente de pasiones en la Argentina y alrededores. La Coca despertó la curiosidad admirada de Perón, que exigió tenerla como visita oficial en la Rosada apenas ella ganó su título de Miss Argentina (“él me dijo una cosa muy laudatoria: ‘Usted vale más que 20 embajadores, porque es embajadora de buena voluntad de la belleza argentina’. No sabés lo comprador que era, era como Armando Bo... Era fabuloso hablando, mi mamá siempre decía que a Armando, si hablaba, nunca se lo llevaban preso. Bueno, a Perón tampoco”). Fue el anticristo para las señoras recatadas que no soportaban la idea de que ella animara las enfervorizadas tardes de sus maridos en los cines. Fue Venus para esos hombres, haciendo de amante esposa capaz de convertirse en puta con tal de quedar embarazada, jugando a ser una burrerita de Ipacaraí o como mujer de un intendente tan inverosímil como Enrique Muiño. Fue el peligro de terrorismo intelectual y artístico para la Triple A, que la conminó, junto con Armando Bo, a abandonar el país a fuerza de amenazas. Fue la que horrorizó a un grupo de hombres de uniforme por pegarle un cachetazo a un cura en plena gala del Círculo Militar. (Su explicación, como no podía ser de otra manera, fue inapelable: “Con el dedo así, por poco me lo mete entre las tetas, me gritó ‘¡mire cómo anda, no tendrá perdón de Dios!’. Y bueno, me enceguecí, le di una cachetada a mano abierta y cayó sobre todos los sandwiches, las masitas... para atrás cayó”.) Durante el menemismo, la Coca fue la mujer por la que sus antiguas enemigas, fuertemente reconciliadas con ella (quizá, conmovidas ante esa reina del celuloide que prefirió permanecer solterísima y adoptar niños, antes que traicionar la memoria de su Armando casándose con otro), velaron día y noche a las puertas de un sanatorio cuando estuvo internada, dieron varias vueltas a la manzana portando una virgen y le llenaron el respaldo de su cama de enferma de rosarios. Hace no demasiado, quien escribe ha visto una escena que hubiera hecho rabiar de envidia al mismísimo Armando Bo. Erase una vez un bar clásico de Corrientes y Callao, una noche, un montón de mesas ocupadas por señores de su casa, y un televisor encendido, evidentemente por azar, en un canal que estaba dando Carne (la del frigorífico). Advertido de que la escena que se venía (un obrero con lascivia kitsch a punto de arrojarse sobre la Coca), alguien desde la barra prefirió cortar por lo sano y cambiar de canal... sin siquiera sospechar que iba a desatar la rebelión de hombres y mujeres. Golpes enlas mesas, cucharitas contra los vasos y una exigencia planteada a los gritos: “¡Coca, Coca, Coca!”.
La Coca es esa señora que desde hace algunos años opta por recluirse en esa casa inmensa de Martínez para disfrutar de su zoológico privado, hablar por teléfono, ver a sus hijos y asombrarse porque todavía hay quienes la llaman para invitarla a algún homenaje. Retirada del trono del hot criollo, siempre fue chica de una sola palabra: “Yo, la Coca en casa y nada más. Además, mi mamá nunca me dio importancia... más bien me retó”. Y era por eso que ella, cuando le proyectaba en el living de su casa las historias que había filmado con Bo (con un proyector de 16 mm), hacía su propia censura cuando veía venir escenas comprometedoras. Tosía, desenfocaba, hablaba en el momento preciso. “A mamá no le gustaba. Decía ‘Coooca, dejá el cine, venite conmigo, un día te vas a arrepentir’, y así siempre. Ella era muy celosa”. Pero Isabel tenía memoria, todavía recordaba lo difíciles que habían sido los tiempos antes de que el modelaje la llevara al concurso de belleza, a las películas y a un futuro económicamente más tranquilo, y seguía para adelante. No quería, dijo más de una vez, volver a sentir la impotencia de soñar con paredes empapeladas de fiambre y comprobar, al despertar, que era imposible comprarlos. Y entonces fue que siguió. Trascendió poco, pero ella misma se encargaba de la producción y las finanzas de todas las películas que la tenían como estrella, sugería temas (la burrerita de Ipacaraí, por ejemplo, fue realizada porque ella, una y mil veces, le dijo a Bo cuánto le gustaban los trajes de las burreritas paraguayas), se reía de los guiones y todavía recuerda cómo la censura terminó con su personaje subiendo a un tren que la dejaría en Europa.
Qué pretenderán los y las fanáticas de ella, de la Coca emblema de la ingenuidad porno criolla, la Coca institución del cine y esposa sin papeles del hombre que la hacía desnudarse en películas de culto. Ella suele decir: “Yo tengo el cariño del pueblo, que es lo más importante”. Y las reposiciones de sus películas se siguen y seguirán esperando y mirando (como la retrospectiva que se viene los lunes de diciembre a la medianoche en Retro: La tentación desnuda el 1º, La mujer de mi padre el 8, Carne el 15, Embrujada el 22 y Fuego el 29).