PLACER
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Una por vez
¿Por qué angustiarse por algo que de todos modos va a suceder? ¿Por qué no entregarse al sopor de los espumantes sin pensar cómo estaba el año pasado a la misma hora? Anímese, libere el lugar común de su tristona presencia y, sobre todo, decida dónde va a pasar la Nochebuena. No hay nada peor que hacer dos citas al mismo tiempo.
Por Claudio Zeiger
Las fiestas me deprimen. Las fiestas me dejan agotado. La familia se reúne y terminan todos peleados, un chistecito va, una copita de más viene, y entonces se arma la rosca (no la navideña, precisamente). Para las fiestas nos vamos afuera así no tenemos que tener el dilema de con quién las pasamos, nos borramos.
¿Quién no escuchó alguna de estas quejas? ¿Quién no las profirió alguna vez? Los especialistas sostienen que las fiestas angustian a los que padecen problemas de plata, agudizan la depresión del que está solo/a, por no hablar de los presos, los ancianos en los geriátricos, los que están en la calle, los febriles, los desesperados, los abandonados de la mano de Dios. Las fiestas del 2001 ¡mamita!, qué sabor amargo que tuvo esa sidra, que tensión entre petardo y petardo. Y no falta el fundamentalista que se atrinchera solo en su departamento munido apenas de un vino blanco y una pata de pollo dispuesto a sufrir, a estar solo, a hacer el desastroso balance de su año y de su vida hasta que decide matarse o se queda dormido. Pues bien: frente a este cuadro desolador, de mentes arrasadas, familias devastadas, cuerpos destrozados en las guardias de los hospitales, uno no puede menos que preguntarse azorado: ¿No era una fiesta?
Así que por una vez, y sin caer en las edulcoradas postales navideñas donde Papá Noel baja por una chimenea inmaculada, nieva en La Matanza y el arrolladito de la abuela nunca se deshace, hagamos una reflexión placentera sobre la Navidad y, por extensión, eso que hemos dado en llamar las fiestas. Más allá del aspecto religioso, las fiestas como celebraciones laicas son para todos los credos, razas y pelajes. Y son eso: fiesta, baile, alcohol, chicos excitados y mucho ruido, perros asustados, abuelos y tíos con cachetes colorados, hermanos reconciliados, un poco de desborde general pero es como la ola que en algún momento empieza su descenso y nos devuelve a la orilla sanos y salvos aunque hayamos tragado más agua de la aconsejable. Hay que ser realmente desaforado o tener mucha mala suerte para morir en un entrevero durante las fiestas. Si bien no es del todo cierto eso de que nadie muere en las vísperas, en general es posible sobrevivir hasta el comienzo del nuevo año.
Los riesgos más bien pasan por esa insatisfacción que nos invade y que sólo tiende a disolverse cuando ya estamos muy bien comidos y bebidos y empiezan a sonar los primeros acordes de un tema que nos arranca a la pista.
Hay algo muy argentino en eso de postular que las fiestas son para deprimirse y enroscarse en infinitos dilemas sobre a quién quiero más, si a la familia de mamá o de papá, de él o de ella. Por eso lo que propongo no es una alegría impostada sino una pelea noble por torcer ese lado adverso de nuestro temperamento y destino. ¿No será mucho? Intentémoslo al menos, al menos en estas fiestas que en cuanto a contexto socio-histórico parece venir más calmo que los anteriores.
Una buena premisa que se ha convertido en axioma entre mis amigos (gracias a una larga prédica) es la que reza: “No hagas dos citas al mismo tiempo”. En las fiestas se estila esa ronda que empieza por la familia de él, sigue por la de ella, luego a ver a los amigos en la casa de no sé quién, después hay que pasar por no sé dónde y al final nos reunimos en tal lugar con dj. Es mentira eso de antes y después de las doce. En realidad, son dos citas superpuestas. Hay que elegir. Pero a la larga se vive mejor, más sereno. No se puede ser toda la vida un muñequito Duracel. Hay que tomar una decisión. Familia o amigos. Me quedo o me voy a pasar fin de año a Cabo Polonio. No puedo estar al mismo tiempo en el cabo y en la vieja casa familiar de Turdera. La ronda de las fiestas es sinónimo de inseguridad y dispersión y eso es la base que finalmente lleva a una disposición depresiva. El otro aspecto importante –según aconsejaba hace poco Eva Giberti– es no hacer balances. Giberti argumentaba que al hacerlo se limita el resultado. Balance y balanza: dos platillos, el bien y el mal, y en medio, los grises de la vida, los matices, se pierden.
Como sea, aturdimiento y baile. Resumiendo: no hagas dos citas al mismo tiempo, no se te ocurra hacer balances, y ten poder de decisión, no digas sí cuando quieras decir no y viceversa.
No hay que darle tanta importancia. Matemos la depresión con la indiferencia. La joda, sola, se va armando. Al fin y al cabo son dos fiestas y dos resacas, unos cuantos cuetes al aire y un solo augurio de paz, felicidad y amor porque al fin y al cabo todos –por más villano o santo que se sea– queremos más o menos lo mismo.