PLACER
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Arriba el corpiño
Recién en los 50 se pusieron de moda las auténticas pechugonas: habían pasado varias décadas en las que los sujetadores solamente estaban destinados a sujetar. De ahí en más
modelaron y aumentaron el tamaño de los pechos femeninos, hasta que a alguno se le ocurrió: ¿y si operamos?
› Por Sandra Russo
¿Qué tenían en común Jane Russell, Marilyn Monroe, Elizabeth Taylor, Jane Mansfield, Brigitte Bardot o Carol Baker? No lo piensen mucho: ¡Tetas! Y no al estilo de Isabel Sarli, es decir abundantes de verdad, sino tetas marcadas, subrayadas, aumentadas y modeladas por los corpiños en boga en esos tiempos: fue hacia 1950 que los sujetadores femeninos explotaron como prendas cuya misión no era en absoluto la de sujetar, sino la de simular tetas casi cónicas, pechugas despampanantes y hasta desproporcionadas en relación con cuerpos que a veces quedaban empequeñecidos por semejantes atributos. Hubo un antes y un después de esa década, y hubo, en consecuencia, otros parámetros sociales para concebir la belleza de los pechos femeninos, y cada una de ellas fue acatada disciplinadamente por millones de mujeres cuya natural anatomía no coincidía con lo que se debía tener.
En los albores del siglo XX, según el aporte de los estudiosos de la lencería femenina Karen Bressler, Karoline Newman y Gillian Proctor, la incipiente moda del tango en Europa tuvo mucho que ver con la demanda, por parte de muchas clientas, de ropa interior que les facilitara una silueta contenida, visto y considerando que ya hacía varios años que el clásico corset había perdido vigencia. El primer corpiño propiamente dicho surgió en Francia, gracias al ingenio de Paul Poiret: el soutien gorge, no obstante, no era más que una delicada prenda de algodón, seda y encaje que se ataba por delante. Hubo modelos del soutien gorge que aumentaban el tamaño del busto, pero sus materiales eran tan laxos que no sujetaban nada. De todos modos, en los 20, la figura femenina de moda era la de la flapper, la joven independiente y proclive al alcohol y la danza, y oh casualidad: esos valores de independencia, diversión y sofisticación coincidían con un ideal de pecho más bien liso, más bien masculino, casi andrógino.
El primer corpiño célebre fue el Kestos, creado por la polaca Rosalind Klin en Estados Unidos. Era una pieza compuesta por dos triángulos cruzados. Las mujeres salían en grupo a comprar sus Kestos. Hacia 1930, ya con el crac económico en la puerta, cobró fuerza la obsesión por los corpiños y sus ocupantes: la industria puso manos a la obra para crear otros modelos, usar otros materiales y lanzar otro tipo de productos capaces de satisfacer la incipiente demanda de tetas más grandes.
En 1935, Warner’s respondió con sus corpiños de copa, lo cual significó para las mujeres de la época, y sin cirugías mediante, poder elegir si seguir siendo ellas mismas o convertirse en pechugonas de pura cepa. Las nuevas medidas de corpiños lo permitían: los rellenos estaban a la orden del día, se adaptaban a cualquier circunferencia y socialmente se imponía una figura de guitarra pero coronada por un buen estante. Desde París, las tendencias inpuestas por Vionnet y Madame Grès invitaban a llevar vestidos pegados al cuerpo, tendencia paradójicamente potenciada por el invento de las compresas higiénicas: la publicidad de las primeras toallitas mostraba mujeres con vestidos ultraadheridos al cuerpo para sugerir que la menstruación ya no era motivo para esconderse atrás de un batón o un delantal. Lentamente, Hollywood fue tomando nota de los cambios y las dos guerras mundiales contribuyeron, con la escasez de coquetería que impusieron, a que con la paz volviera un frenesí sensual nunca visto. Las sucesivas estrellas catapultadas por la pantalla grande, todas ellas, tenían tetas: era una condición indispensable para mostrarse deseable en una sociedad ávida de cuerpos vivos y de sangre en las venas.
Fue en los cincuenta que los corpiños explotaron como un arma de seducción irrefrenable. Frederick’s, de Hollywood, lanzó los suyos con la impronta de esas figuras cinematográficas: tasa armada, copa alta, relleno, pespuntes en hilera, una delantera avasallante. Se puso de moda, poco después, el half-bras, que sigue su reinado hasta hoy: el medio corpiño que levanta lo que hay que levantar y deja al aire lo que es digno de verse.
Pero llegó el flower power y, con él, una resignificación de los sujetadores. Estaba mal visto sujetar cualquier cosa, todo debía fluir, incluso caer. El corpiño fue, para el feminismo de la época, el símbolo de la opresión femenina. Se puso de moda el nudismo y esa moda también cubrió con un manto de piedad las imperfecciones femeninas.
Lo que parecía el fin del apogeo del corpiño fue en realidad apenas una tregua, tras la cual la intervención cultural sobre los cuerpos de las mujeres sería mucho peor. De los 70 en adelante, el simulacro de las tetas socialmente aceptables se extendió de lo público a lo privado, y a muchas mujeres ya no les alcanzaba “verse bien” gracias a un buen push-up: la ilusión debía ser sostenida incluso en soledad, frente al espejo. Y para eso fue necesario el bisturí. Cuánto más cálido era el encaje.
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