Soñabas. Caminabas por un pasillo blanco. Lo encontrabas después de un largo tiempo. Lo besabas en la boca. El beso te transportaba a otro sueño. En él, sus cuerpos se encontraban.
Estaban recostados en tu cama envueltos en una penumbra rosa de amanecer.
Su cuerpo cubría el tuyo. Su brazo derecho te atravesaba el pecho y acariciaba tu vientre; el izquierdo atrapaba tu costado y tu pierna que se acomodaba mansamente en ese espacio. Con su mano apretaba completamente tu pie. Así te sentías feliz. Podías pasar horas en esa concavidad perfecta. La que su cuerpo formaba.
Te sentías como una perla.
La ruta a su cuerpo era casi natural, como el camino que dibuja una estrella en el cielo. A ese sitio volvías una y otra vez con la certeza de un animal. Allí navegabas a la deriva de las emociones. Allí sentías tu cuerpo leve, pequeño, cuando dejaba de ser frontera de tu alma. Disfrutabas de ser el cauce de su destino secreto.
Su ánima te impregnaba como una sombra cálida y bienhechora. Percibías su respiración, su latido impactando contra tu espalda. No hacías más que quedarte así, ovillada, sintiendo su textura, su calor.
Te parecía comprender en aquel acto tu naturaleza más primitiva. Tu ser en otro.
El también disfrutaba abarcándote. Sosteniéndote en el espacio y el tiempo. Te contaba historias sin apuro.
Saboreabas sus palabras, pequeñas partículas de su ser.
Le gustaba estar así, embarazado de vos, protegiéndote del mundo. Te divertía esa emoción confusa de cuerpos y mandatos encontrados.
Repetían mil veces el ritual humano, ese juego de amor. Cuando estabas
así, deseabas permanecer para siempre. Onírica. Solías dormirte entre sus brazos, allí soñabas.
Caminabas por un pasillo blanco. Lo encontrabas después de un largo tiempo. Lo besabas en la boca. Y el beso te transportaba a otro sueño.
* Lectora.
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