PSICOLOGíA › LA ATENCIóN DE LA PERSONA EN RIESGO DE QUITARSE LA VIDA
El autor examina la atención de las personas bajo riesgo de suicidio, tomando en cuenta las perspectivas individual, familiar, comunitaria y social.
› Por Carlos Martínez *
Voy a dar por supuesta la existencia de un “discurso suicida”, en los términos del estudio exploratorio desarrollado en mi Introducción a la suicidología. Teoría, investigación e intervenciones (Lugar Editorial). Allí se intenta averiguar si existe algún tipo de estructura lingüística singular que avale la pertinencia de tal título, apelando a la aplicación de modelos matemáticos. Una de las provisorias conclusiones del mencionado estudio es la masividad de la comunicación suicida, directamente proporcional a su nivel de conflictividad y a la proximidad afectiva de los destinatarios del mensaje.
Primera conclusión, aunque obvia: para saber lo que verdaderamente le pasa a un suicida o qué comunica cuando dice, hay que estar cerca afectivamente. Algunos lo han definido y sistematizado en el constructo “empatía”. ¿Es sólo eso? Por ahora se podría afirmar: no hay comprensión del evento suicida si no nos adentramos en los meandros de su mundo afectivo, en el ánimus, en la psiqué.
Dicha tarea no es posible sin una estrategia, sin una dirección preestablecida –aunque flexible, no blanda–; no se puede dimensionar la magnitud del sufrimiento humano sin verificar algún modelo de valoración y/o cálculo. Eric Laurent y Françoise Leguile, hablando del trabajo en urgencias, manifiestan: “A estos seres hay que calcularlos”. En otros términos, se trata de la herramienta que denominamos análisis de la implicación. El análisis de implicación posibilita que, a través de la disociación instrumental, se produzca en terapeuta y paciente un constructo cognitivo singular y situacional que ayude a posicionarse a uno y otro frente al problema en curso y a los problemas en el futuro, a la manera de un indicador simbólico, un ordenador.
Este planteo transversaliza toda la sistematización sobre intervención en crisis que desarrollan Caplan (Principios de psiquiatría preventiva, Paidós, 1966) y Slaikeu (Intervención en crisis. Manual para práctica e investigación, México, ed. El Manual Moderno, 1996). También está presente en la obra de Estruch y Cardús (Los suicidios, Barcelona, ed. Herder, 1982), cuando, en los dos primeros capítulos dan cuenta de las diferentes teorías sobre los suicidios y se preguntan: si el suicidio es un problema (etimológicamente, lo que está por delante), ¿para quién lo es?
Esta operación permite dar cuenta de lo que se incluye en la intervención y conocer y justificar lo que se deja por fuera, aunque sea transitoriamente. El análisis de implicación posibilita que la intervención, aunque se nutra de firmeza, no se vuelva amenazante; otorga dirección y gradualidad en la tarea para disipar la masividad del discurso; genera un espacio comunicacional para el posicionamiento de la honestidad intelectual del profesional que cumple la función de ordenar y apaciguar la impulsividad, aunque el dolor y el enojo sigan drenando.
Hasta aquí se ha hablado de suicidio, de la atención del discurso suicida, pero no mencionamos la enfermedad ni la muerte. ¿Será verdaderamente el suicidio, el discurso suicida, un producto referido a la muerte?
Si escuchamos a Borges cuando dice que “la vida es muerte que viene viniendo”, se puede inferir que la vida es una dispersión de componentes mortales y mortíferos diseminados a lo largo de nuestros días por vivir, cuya resolución hace a la esencia de nuestra existencia. De eso está confeccionada nuestra naturaleza contingente. Hasta aquí no muy lejos del planteo pulsional freudiano de Eros y Tánatos o del “ser-para-la-muerte” de los existencialistas. Desde la filosofía, Ciorán (En las cimas de la desesperación, Barcelona, ed. Tusquets, 1991) proclama que lo importante en el suicidio lo constituye el hecho no poder vivir más –así– debido al desencadenamiento de una terrible tragedia interior. También les adjudica a los que viven en esta condición la creencia de que detentan el monopolio del sufrimiento, certeros de la percepción de lo absoluto de su tormento.
Para este autor allí reside la explicación de su alienación, de lo singular de su destrucción y su desagregación. Para él sí existe en estas personas una predisposición patológica hacia la muerte, a la cual terminan resistiendo sin poder suprimirla. También es pertinente preguntarse si tal disposición patológica, en este contexto, alude a una clasificación sanitaria o más bien a una descripción ontológica de lo que común y vagamente designamos coloquialmente como locura.
Un intento de respuesta y propuesta lo puede constituir el planteo que hace Nasio (El libro del dolor y del amor, Barcelona, Gedisa, 1998) sobre el dolor, cuando sostiene que atribuir un valor simbólico al dolor, que es pura emoción brutal, hostil y extraña, es el único gesto terapéutico que posibilita que se convierta en soportable para quien lo padece. En este interjuego coloquial y estratégico, no es forzando una explicación sobre las causas como vamos a poder producir tal translaboración.
El dolor mental no es necesariamente patológico, manifiesta. El tránsito por las crisis produce dolor; las separaciones, las exclusiones, las pérdidas son pruebas para nuestros recursos vitales que, a la vez que vulnerabilizan la cotidianidad y sus escenarios, permiten asegurar la fortaleza y la continuidad de la estructura, al menos por un tiempo. Hasta la próxima crisis, hasta el próximo dolor.
El abandono, la humillación, la mutilación, por ejemplo, se significan en dolor, y ese dolor se expresa en un corpus discursivo. Lo que amamos y sus manifestaciones son los propulsores de la emergencia del dolor. Es por esto que el posicionamiento terapéutico frente al discurso suicida (el ethos de quien interviene) se torna eficaz en la distancia corta, casi en el cuerpo a cuerpo, casi en la equivalente simbólica de la ecuación Eros-Tánatos. Algo de la ética/clínica con este tipo de pacientes marca recurrentemente que, aunque la escena se despliegue en el marco de una excitación psicomotriz y revoleando objetos, lo que tiene para decir –el texto– se torna casi inaudible, hay que arrimarse, introducirse en el discurso para poder escucharlo. Es como aquellos gritos de las pesadillas que no logran convertirse en palabra y que no dejan de emanar angustia hasta que nos son interpretados en y por el lenguaje, verbal y/o paraverbal.
En este punto Nasio, un psicoanalista, es muy preciso: otorgar sentido al dolor es entrar en concordancia con él, tratar de vibrar con él y, en ese estado de resonancia, marcar la presencia disuasoria del tiempo y la palabra que activamente vayan erosionando ese bloque de dolor.
¿Por qué llamo “ético” a este posicionamiento? Fundamental y conceptualmente porque no es neutro: si se sostiene, cura; si no se puede establecer, daña.
Desde ese lugar, ¿cuál es la implicación de un terapeuta, de un operador de salud mental, que ve, que entiende, pero que siente que por cuestiones personales, contextuales o de la otra persona, no puede intervenir? No tenemos por qué tener que poder con todo. Existen las derivaciones, los sistemas de alta complejidad, la conformación de equipos de emergencia. En este caso, cuando se habla de atención del discurso suicida se está abarcando toda una gama de operaciones que implican diversas acciones dentro de la asistencia: evaluación, prevención, posvención, orientación, psicoeducación, autopsia psicológica, investigación, y toda otra acción que favorezca el drenaje de ese dolor en el marco más favorable de elaboración para la persona, su familia, una institución o una comunidad.
Una dificultad frecuentemente presente en la instrumentación de los tratamientos es la identificación en los mecanismos de defensa fallidos entre terapeuta y paciente; por ejemplo, en la limitación de las estrategias de afrontamiento. Esta variable está recurrentemente presente en la ideación suicida a la cual el profesional –posiblemente sobrepasado– aplica la regla del lecho de Procusto: lo que no coincide con el esquema conceptual, especialidad o marco referencial, se corta, no se considera. Se puede observar aquí uno de los avatares de que lo que no cura, daña. Por si se necesita una verificación empírica, es bastante generalizado el conocimiento de que un intento inadecuadamente atendido suele reincidir en los próximos noventa días (el mismo tiempo que lleva disminuir un nivel de riesgo suicida alto o moderado medido por ISO 30). También se sabe, autopsia psicológica mediante, que muchos suicidas han concurrido a su profesional de cabecera en el último mes antes de consumar su acto.
En estos casos se da una relación especular donde el paciente manifiesta su estrechez simbólica achicando el mundo real a la medida de un mundo interno diezmado y fragmentado, creyendo que en esta operación produce un efecto de dominación sobre la realidad. El terapeuta, por su parte, hace una traducción del problema del paciente acorde con el alcance de su amplitud epistemológica, clínica y procedimental, acorde con su ideología terapéutica. La pregunta necesaria en cada una de estas intervenciones es si esa interlocución consiste y deviene verdaderamente en un acto terapéutico.
Reiteradas veces se presentan, por ejemplo en el marco de una supervisión, profesionales que reciben pacientes con este tipo de eventos autodestructivos, que se encuentran desbordados por la situación –sabiéndolo o no– debido a creencias, sentimientos o prejuicios, originados en episodios personales o familiares dolorosos que vuelven intolerable la escucha de este dolor del paciente.
El profesional que se enfrenta a la tarea de aliviar, acotar o revertir el dolor de un paciente, una familia o una comunidad, producido por la emergencia de una ideación autodestructiva, se verá fortalecido y posicionado en su intervención, cuando haya analizado su capacidad para, la pertinencia de y su implicación en, dicho acto terapéutico.
También tenemos comprobado que quien intenta suicidarse o padece una persistente ideación suicida no es necesariamente quien resulta evaluado con el mayor riesgo suicida en una familia (Martínez, ob. cit.). Por otra parte la Organización Mundial de la Salud (Prevención del suicidio: Un instrumento para docentes y demás personal institucional, Ginebra, Departamento de Salud Mental y Toxicomanías, 2001) sugiere que el abordaje suicidológico preventivo en instituciones educativas, por ejemplo, se centre tanto en el educando como en su familia y en el contexto educativo. Indicación coherente con la importancia que la misma OMS adjudica a la constitución y consolidación de las redes sociales en la enunciación de los factores protectores.
Si se eludiera tal amplitud de campo –en el sentido de Kurt Lewin–, se estaría reduciendo el planteo del problema, se estaría frente a otro riesgo de especularización identificatoria, ya que la intervención estaría fundada en una conceptualización que excluye la mirada micro y macrosocial del origen y desarrollo de tal sufrimiento. Así como acertadamente se afirma que el suicidio es un evento complejo multideterminado, su abordaje requiere un posicionamiento epistemológico interdisciplinario que habilite la multiplicidad creativa de recursos. Hasta podríamos extendernos, sin riesgo de caer en la temeridad, afirmando que la dimensión social del suicidio no está esencialmente en el escenario de producción de los eventos, lo cual podría tomarse como una consecuencia, sino más bien en la génesis representacional de ese dolor que transforma en intolerables, masivas y absolutas las condiciones indispensables para el sostenimiento de una vida. Abusos, maltratos, exclusiones, desamor, torturas y olvidos son modalidades vinculares micro y macrosociales que van tejiendo el entramado de ese dolor inolvidable, y a veces irrecordable, que cobra cuerpo en las heridas de las lesiones, cobra palabra en las modulaciones del discurso y manifiesta su potencia destructiva en la reproducción ad infinitum de relaciones asentadas en la crueldad y el odio. Terapeutizar los conectores de estos sentimientos requiere una capacidad, pertinencia e implicación adecuadamente analizadas y evaluadas en y por el terapeuta, conducentes al cuidado propio, del paciente y de los contextos vitales de ambos.
La eficacia de las intervenciones poblacionales y las programáticas de variado alcance –local, institucional, municipales y/o provinciales– ratifica que el modelo debe articular una multiplicidad de miradas y abordajes para resolver eficientemente la complejidad que plantea la multideterminación causal del evento autodestructivo. J. Bertolote (“Prevención del suicidio en el mundo”. Barcelona, World Psychiatry (ed. esp., 2004), desde la OMS y la Asociación Mundial de Psiquiatría, afirma que no se puede pensar que una intervención exitosa en un marco cultural, lo vaya a ser necesariamente en otra; ni siquiera que una intervención eficaz en un momento de una determinada comunidad, también lo vaya a ser en otro momento de esa misma formación colectiva.
Para reflexionar sobre la pregnancia de los mandatos establecidos acerca de los procedimientos determinados culturalmente, vamos a tomar el planteo de Baudouin y Blondeau (La ética ante la muerte y el derecho a morir, Barcelona, ed. Herder, 1995). Contrariamente al aserto borgeano, ellos describen e intentan explicar la disociación de la muerte en la sociedad actual a partir de cuatro factores.
- La pérdida de alteridad del morir se traduce en una negación del proceso y su desarrollo, aislando y expropiando su sentido del mundo de los vivos.
- El antagonismo de los valores socioculturales de la vida y de la muerte desintegra un evento crucial de la vida humana, marginando sus concomitantes. La muerte es vista como el fracaso de la tecnociencia, ubicando al paciente, su dolor y su contexto en un borde de semiinvisibilidad.
- La desacralización modifica la ritualidad, extirpando la idea de continuidad, aunque es generalizado el conocimiento de un paso inevitable para todos. La implicación que este precepto cultural impone al trabajo de duelo, a la vez que patologiza la tristeza, aísla a quien la porta, institucionalizando y medicalizando un tiempo que podría ser conceptualizado y vivido socialmente, como la síntesis de un eslabonamiento vital que concluye, en la intimidad de los seres queridos.
- La negación de la muerte organiza una particular disposición escenográfica de los protagonistas, donde paciente, familiares, allegados y profesionales juegan por lo general un rol preestablecido al servicio de una supuesta lucha por la vida, en contra de la implacabilidad de lo inevitable. Quizá la mascarada más burda de nuestra cultura al respecto la represente el ocultamiento, cuando no la mentira respecto del diagnóstico, dejando entrever las hilachas de un proceso donde se trata de llenar con poder la ausencia de saber.
Las ambigüedades y contradicciones de nuestra cultura respecto del padecimiento y la muerte, además de dejar solo a quien atraviesa esa crisis y a su entorno, por lo general obstaculizan las condiciones para afrontarla dignamente.
Como ya se dijo, estos constructos son dinámicos y variables tanto en su dimensión territorial como histórica. Los mismos autores, además de vincular la evolución de estas culturalidades con un concepto de humanidad, describen tres pasos que connotan el recorrido de la transformación. Antes de entrar en la citada enumeración, es importante destacar que bajo el nombre de eutanasia ellos ubican los actos voluntarios e involuntarios, tanto como los activos y pasivos, que desembocan en la muerte propia.
1. De la prohibición a la tolerancia: de la humanidad expropiada a la humanidad tolerada. Este pasaje está determinado por la aparición del cristianismo y el concepto de que la vida es un don de Dios; por lo tanto atentar contra ese don, en cualquiera de sus formas, constituye un pecado. Entre los siglos XIX y XX, aludiendo al suicidio como un error y un acto inexplicable e irracional por definición, se lo considera perdonable en tanto alienación o aberración de la mente. Allí junto con la inimputabilidad se instaura la idea de enfermedad. El que ejecuta dicho acto está loco, es un enfermo y debe ser tratado como tal, no castigado –al menos jurídicamente–.
2. De la tolerancia a la libertad: de la humanidad perdonada a la humanidad liberada. Con el advenimiento de las democracias y su consecuente reducción de las desigualdades, el sufrimiento deja de ser visto como algo inherente a la condición humana, y por lo tanto pierde vigencia aquella idea del cristianismo acerca de la sublimación del sufrimiento y su consecuente glorificación como vía de acceso a una vida superior. Se instaura una diferenciación más clara entre lo público y lo privado. Si bien el suicidio no deja de ser considerado jurídicamente un homicidio, queda dentro del ámbito de las libertades individuales, excluido del marco de las sanciones civiles y religiosas. Si bien se mantiene la condición de ejemplaridad, se considera que el hombre es libre de poner fin a su sufrimiento, tomando las riendas de su destino. No se legitima moralmente al suicidio, no se lo incluye como un acto conforme al orden público, y se ubica al saber sanitario, con sus procedimientos, en el lugar que antes ocupaba el precepto moral con sus sanciones.
3. De la libertad al derecho: de la humanidad liberada a la humanidad reivindicatoria. Al derecho de la persona a escaparle al dolor y al sufrimiento, el saber sanitario le ofrece una lucha constante contra el padecer y la muerte, intentando disuadirlo y ofreciéndole otras soluciones válidas. Tan reciente como la proliferación de cuidados paliativos es el reconocimiento del principio filosófico de autonomía y su correlato jurídico, el derecho de autodeterminación; por lo tanto, al mismo tiempo que el profesional está obligado civilmente a intervenir, el paciente tiene derecho a consentir las condiciones de tal intervención.
Los resguardos éticos en estos casos son los mismos que los de cualquier intervención en salud mental, con la salvedad de que en este tipo de atención el profesional está obligado jurídicamente a resguardar la vida de quien consulta. Esto no requiere torcer la voluntad de quien decidió dar fin a su vida, pero sí responsabiliza en el conocimiento y la instrumentación de todos aquellos recursos científicos disponibles, al servicio de la construcción del bienestar y la dignidad de quien consulta.
El consentimiento informado aparece como un requisito, a la vez moral y legal, a ser cumplimentado con el objeto de dejar constancia expresa de que tanto uno como otro polo de la relación profesional emprenderán juntos una acción sobre su psiquismo, de común acuerdo, esto es, estando el paciente moralmente capacitado para decidir, sin que medie coacción, y contando con toda la información relevante del caso antes de tomar una decisión.
- Un paciente que es evaluado en su riesgo suicida deberá ser informado, en primer lugar, del resultado de dicha evaluación.
- El profesional debería continuar explicando, en un lenguaje adecuado, comprensible para el paciente, la severidad del cuadro y su curso probable, con y sin tratamiento.
- Los pacientes también deben ser informados sobre las alternativas terapéuticas disponibles, es decir, sobre los tratamientos que hayan demostrado su eficacia, de acuerdo con el estado del arte.
Se considera legítimo que el paciente pueda ejercer su derecho a optar por el tipo de tratamiento que prefiera, siempre y cuando conozca los potenciales riesgos y beneficios. El consentimiento informado en psicoterapia reconoce el derecho del paciente adulto, como un ser autónomo y libre, a decidir sobre su propia vida, pero existe una excepción a esta situación que debe ser tenida en cuenta con sumo cuidado.
En las situaciones de urgencia, en las que la demora del tratamiento pudiera poner en riesgo la integridad física del paciente o de terceros, tal como lo consagra la legislación contemporánea sobre salud mental, la decisión de internación/intervención recae, en caso de no estar capacitado para tomar decisiones, en la persona que esté a cargo de la tutela de los derechos del paciente, por lo tanto el consentimiento informado deberá ser solicitado a quien tiene la tutela.
Dar información a los pacientes, sobre su trastorno y sobre la terapia, aumenta la adhesión al tratamiento, aumenta la efectividad terapéutica y reduce la tasa de abandono. Buscar el consentimiento del paciente incrementa su participación, lo hace agente del tratamiento, lo compromete con él, a la vez que hace más simétrica la relación con su terapeuta. La información hace que el paciente pueda controlar mejor el desempeño del profesional que lo trata. Además, la psicoeducación de los pacientes y de sus familiares y cónyuges ha demostrado ser sumamente útil en el plano sintomatológico y en el de la relación.
Cuando no se da información al paciente, se favorece un modelo que hace más probable el abuso de poder.
* Profesor de Suicidología en la Universidad de Palermo. Titular de la Asociación Argentina de Prevención del Suicidio.
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