PSICOLOGíA › PARA UNA “REFUNDACION DE LA AUTORIDAD”
Tomando los casos de la escuela y de la familia, y a partir de la crítica de “los resultados frustros y los mutuos reproches”, el autor sostiene una noción de autoridad que la aproxime a la construcción de un vínculo centrado en la admiración, antes que en una “razón de fuerza”.
› Por Claudio Jonas *
“Los hombres se atreven más a ofender al que se hace amar, que al que se hace temer, al paso que el miedo a la autoridad política se mantiene siempre con el miedo al castigo inmediato, que no abandona nunca a los hombres.”
Nicolás Maquiavelo,
El príncipe, 1513.
La escuela y la familia parecen haber llegado a un acuerdo en que ambas son las responsables de transmitir criterios sobre autoridad. También parecen confiar en que la sola enunciación, más o menos vehemente, instaura un molde que luego se irá llenando progresiva y coherentemente.
Sin embargo, a juzgar por los resultados frustros y los mutuos reproches, es razonable pensar que no todo está tan claro como dicen, o no es tan fácil su aplicación.
Un padre siente que tiene autoridad cuando sus hijos “le hacen caso”, cuando le obedecen; un docente puede llegar a convencerse de que tiene autoridad cuando sus alumnos siguen sus consignas sin cuestionamientos, sin interrupciones, sin distracciones; un directivo suele estar conforme y convencido de que ejerce una adecuada autoridad en la medida en que en su institución se aceptan sus directivas sin cuestionamientos; algún funcionario puede estar persuadido de que su autoridad se expresa en toda su potencialidad allí donde se cumplen sus órdenes.
Para algunos, “el poder”, las leyes, las normas y, sobre todo, las autoridades no deberían cuestionarse, lo cual es totalmente falaz: tanto las autoridades como las normas y las leyes han sido, casi siempre, el resultado de enfrentamientos más o menos violentos. Allí donde una tribu triunfó sobre otra o un país sobre otro las normas cambiaron: los vencedores impusieron sus leyes, sus normas, sus criterios y los sostuvieron a través de las autoridades que designaron. Es paradójico que en las escuelas, al mismo tiempo que se enfoca y reivindica una sucesión de hechos históricos en contra de las autoridades vigentes –algunos, indiscutiblemente violentos–, se quiera imponer la idea del statu quo.
Al mismo tiempo –y sin proponérselo– instalaron la idea de que ++las transformaciones (y las autoridades) dependen casi exclusivamente de la fuerza y, consecuentemente, realimentan la convicción de que hoy los atributos logrados por la fuerza los tiene un sector y mañana, cambiadas las relaciones de fuerza, los tendrá otro, y así sucesivamente.
Cuando un chico crece inmerso en estos criterios, es fácil que se haga a la idea de que en su relación con los mayores, su rol o su función sean bailar al compás de la música que tocan los mayores; primero en su casa, luego en la escuela y en su barrio, finalmente en el trabajo; la mayoría de las veces al redoble de “las obligaciones y las responsabilidades”.
El más fuerte –por contextura o porque tiene las armas o los instrumentos para hacer valer o imponer sus puntos de vista– es el que posee la autoridad, y esto, nos guste o no, en general tiene pésimas consecuencias. No solamente los pueblos conquistados, los líderes desplazados y los ejércitos vencidos masticarán la amargura de la derrota –con la convicción de que la próxima batalla puede ser la oportunidad para recuperar el lugar perdido–: también los jóvenes y los más chicos van incorporando esta creencia de que el más fuerte tiene derecho a imponerle sus caprichos al más débil. Se reinicia así el ciclo en el que el débil debe, a su vez, esperar el momento de la revancha.
Uno de los motivos de la violencia es la lógica consecuencia de estos criterios de autoridad y poder. La reacción a la coerción suele ser violenta. Esto no supone que la reacción deba ser directa e inmediata: a veces se desplaza y aparece en otros ámbitos; otras veces se demora en el tiempo y, en algunas ocasiones, en lugar de expresarse hacia otros, se orienta contra la propia persona.
Aunque no abundan las definiciones, los esfuerzos a los que se recurre revelan inmediatamente los criterios que se suponen definitorios de la autoridad: ejercer fuerza, imposiciones o prohibiciones desde un sector que ordena hacia otro que es el destinado a practicar esas acciones o a vivir de acuerdo con esos criterios que emanan autoridad y proceden de la autoridad. Para lo que se considera tradicionalmente “autoridad”, la obediencia es esperada como la confirmación de su existencia.
Ese es, a mi juicio, el déficit que se arrastra: hay una definición implícita, que no ha sido revisada ni actualizada ni mucho menos fundamentada, por la cual los argumentos esgrimidos resultan viciados de incoherencia e ineficacia. Y, revisando las acciones a las que se apela, resalta un supuesto –que no comparto– sobre qué es la autoridad y cómo se la impone.
La instalación de este debate es imperiosa. La escuela lo necesita y se lo merece. Porque en muchos casos se puede observar la coexistencia de criterios contrarios y excluyentes, en los que están involucrados desde los funcionarios con cargos más altos hasta el docente de aula. Cada uno, en su ámbito de competencia o de trabajo, ejerce y transmite “su” criterio de autoridad.
Todos los adultos hemos conocido docentes esmerados, pero francamente inseguros, tratando de convalidar con nuestro silencio un ilusorio lugar de omnisapiencia o de pastor indiscutible de buenas costumbres.
Que un chico imagine que los adultos lo saben todo es esperable. Es comprensible que los adultos vivencien complacidos esta admiración infantil. Que este vínculo se aproveche para desalentar el pensamiento crítico de las nuevas generaciones, si bien es comprensible y esperable, no resulta necesario y es francamente perjudicial. La insistencia porfiada por este camino no hace otra cosa que desanimar la participación activa, para mudarse en un tractor de voluntades apáticas. ¿Es posible imaginar un soporífero más efectivo y más peligroso para la construcción de la inteligencia?
Entonces, ¿habría que abandonar la idea de imponer autoridad?
Si entendemos autoridad por su etimología, nos sorprenderá encontrarla mucho más cerca de: autor, alguien capaz de criar, generar o transmitir algo nuevo o ignorado por nosotros. Esto sitúa a la autoridad mucho más próxima a la construcción de un vínculo –cuya cualidad principal es la admiración– que a una razón de fuerza o de imposición.
Imaginémonos que alguien descubra algún elemento que pudiera mejorar en algún aspecto nuestra calidad de vida: ya fuera en el área de la salud, la política, la ecología o la comunicación. Ese innovador se convertiría de hecho en autor: autor de un cambio. A su vez, su posibilidad de difundir, acompañar u orientar a otros lo transforma en alguien con autoridad. Está autorizado por sus conocimientos.
Sólo así es pertinente refundar el concepto de autoridad como una función necesaria, útil para el conjunto de la sociedad, tanto para el que la ejerce como para los que se la confieren.
Volviendo a la preocupación que parece ser motivo valedero de desvelo: ¿no sería anárquico postular que la autoridad se independice de la fuerza? La respuesta es afirmativa cuando las ideas y la práctica de la autoridad quedan ligadas a la idea del poder emanado de la fuerza. Pero por qué juzgar anárquica una redefinición del concepto y de la práctica de la autoridad que se reconoce, se realimenta y se sostiene en su verdadero y concreto accionar por el bien común. Redefinición que, además, interpela, tanto al que ejerce o pretende ejercer un lugar de autoridad, como al que está en la posición de reconocerlo en tal lugar de autoridad.
Así, la autoridad ya no sería pura formalidad ni descalificaría a una de las partes; desvalorizaría la pretensión de los violentos y la de quienes se creen con derechos adquiridos –familiares, raciales, religiosos, culturales, económicos, y, sobre todo, situaría los esfuerzos en una dimensión más cercana al amor que a la violencia.
* Psicoanalista. Director de Moebius Transformaciones Educativas.
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