PSICOLOGíA › EL TERRORISMO DE ESTADO Y SUS VíCTIMAS
“En el encuentro con una verdad como la de saberse ligado afectivamente con quienes fueron cómplices de la muerte de los padres, ¿con qué responde el sujeto? ¿A qué significantes apela ante la pregunta ‘quién soy’?”, plantea la autora y, al emprender el camino hacia una respuesta, advierte que “las apropiaciones dejaron marcas en toda una generación”.
› Por Fabiana Rousseaux *
“Entra en el orden de lo inhumano asistir a la experiencia del campo de concentración y exterminio, donde además nacen niños. Creo que lo escribo, pero no entiendo lo que estoy escribiendo.” Alejandro Kaufman,
Nacidos en la ESMA
Gracias a la lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo, la de- saparición de sus hijas e hijos –real, imposible de significar– dio lugar a la producción de un nuevo discurso en la Argentina. La experiencia que atravesaron, fuera de todo lenguaje, estuvo marcada por el encuentro con el horror de saber que los bebés que habían nacido mientras sus hijas estaban detenidas-desaparecidas eran literalmente apropiados por los genocidas; que, como mecanismo sistemático, esos bebés eran ocultados de la vista de sus familiares, anotados como propios, cambiadas sus identidades y ubicados en el lugar de trofeos. El pasaje de esa frontera da cuenta de una de las marcas actuales, que no cesan de interrogarnos cada vez que se restituye un/a nuevo/a nieto/a a la sociedad.
Si la filiación se sostiene en la transmisión de tres generaciones y en la articulación del deseo de la madre y el nombre-del-padre, ¿qué tipo de transmisión puede darse en la apropiación? En la transmisión se juega un nombre y una imagen; se trasmite un enigma a descifrar. Aquí, al imponerse una verdadera supresión genealógica, que –bajo coordenadas muy particulares– trastrueca el impacto estructurante de la filiación simbólica, el efecto de la transmisión falla. La literalidad trágica de esa supresión dificulta la construcción del enigma, quedando más del lado de la certeza con su consecuente renegación.
El derecho a la identidad emana de una necesidad básica del hombre, la de tener un nombre, una historia y una lengua. La lengua es esa voz de la familia que, al transmitirse, nos humaniza como sujetos y nos da un lugar en un linaje. Estos/as niños/as fueron inscriptos/as con un falso nombre que oculta el verdadero, y, aunque el aparato jurídico haya estado al servicio de utilizar la letra de la ley para imponer una falsa identidad que arrase la historia, no ha logrado garantizar el olvido. Hay un saber sobre esa historia que estos/as niños/as han tenido, un secreto que produjo efectos en sus subjetividades. Existen modos de inscripción que ninguna ley puede borrar.
Por eso, cada vez que se concreta una restitución, el efecto de verdad tranquiliza, pues lo que fundamentalmente se restituye es un sentido, un nombre, una historia. Este momento no puede darse sin dolor, porque lo que verdaderamente causó ese dolor inenarrable es lo que nunca debió haber sucedido: la apropiación de niños/as. Allí se quebrantó el límite de lo humano y por lo tanto el límite del lenguaje. La restitución de niños/as desaparecidos/as se sostiene en un deseo, el de los familiares que los buscan; y también hay un sostén social de ese deseo.
Esto indica que el reclamo no se agota en la exclusiva legitimidad de los lazos de sangre. Sin embargo, la obligatoriedad de las pruebas de ADN puede constituirse en la antesala del acto necesario para el advenimiento de una reescritura de estas historias; y es, por otra parte, la única vía probatoria para el Estado, que debe restituir la identidad jurídica a estas personas. Pero, además de ser una obligación, es también la necesidad de un gesto reparatorio que otorgue a esta tragedia social toda su dimensión, ya que fue provocada por el terror de Estado. Lo que se restituye en estos casos es la transmisión de un deseo que no fue anónimo.
El padre de la filiación es el que, desde el psicoanálisis, definimos como el padre simbólico. En el derecho romano, el pater se autodesigna como padre de un hijo por adopción, al alzarlo en sus brazos; la filiación biológica (genitor) apenas es considerada si no es seguida por un gesto o una palabra que demuestre que el padre consiente públicamente en tomar a ese hijo como tal. De ese ritual se deriva la posibilidad de mando del padre en la familia y la sucesión, donde se juega una doble transmisión: sangre (semejanza) y nombre.
La Ley, como organizador institucional-social, impacta también en la legalidad constitutiva de lo psíquico. El efecto de realidad que instaura la letra de la ley, lo escrito, es insoslayable. Algo es sólo a partir de que recibe algún modo de inscripción. Los latinos llamaban Genius al dios al cual todo hombre es confiado en tutela en el momento de su nacimiento. Y consagrado a Genius era el día del nacimiento. Los regalos y los banquetes con los cuales celebramos el cumpleaños son un recuerdo de la fiesta y de los sacrificios que las familias romanas ofrecían al Genius en el natalicio de sus integrantes. Vemos cómo aquello que constituye la paternidad debe estar ligado a algún modo de ritualidad que haga público ese acto y, además, donde el padre y la familia puedan ofrendar un sacrificio, es decir, entregar algo como gesto de renuncia. Se trata de una renuncia a la pulsión de apoderamiento –tal como planteaba Fernando Ulloa, precisamente con relación con estos casos–. La clandestinidad que atraviesa las apropiaciones deja por fuera esta condición de la paternidad.
El padre simbólico es el que ordena las filiaciones, ofrece el linaje, transmite una herencia. El padre, como función, significa que hay en juego una lógica y un lugar donde el sujeto está enlazado al Otro. Por esa misma razón, no es lo mismo transmitir que suceder. Sucedere, en latín, significa “entrar bajo”, “entrar en”, “someterse a”, “sustituir”. En la transmisión existe una ligazón entre generaciones. La herencia y la transmisión se juegan en dos órdenes distintos. Lo que se hereda es del orden de un objeto calculable, imaginario-simbólico. En cambio, en la transmisión se juega un objeto inestimable, escondido, enigmático, real. De allí, de la función del equívoco, la transmisión extrae su eficacia. Sin equívoco no hay transmisión. Lo que el padre transmite es la posibilidad de que el hijo pueda ir más allá de él, sirviéndose de lo que él inscribió como marca.
Ahora bien, las fisuras filiatorias, presentes –de muy diverso modo– en las apropiaciones de niños y niñas, ¿pueden suturarse? “Ser hijo” es entrar en el linaje. En una entrevista, Macarena Gelman refería: “La identidad no es una u otra. Nadie puede ‘resetearte’ para volver de cero. Vas incorporando un montón de cosas y te acomodás de acuerdo a cómo se van dando. El contacto con la familia biológica, con los amigos, me parece súper importante. Al principio estaba toda la historia de mis padres, el bebé... yo cuento esto y en realidad me pasó a mí. Eso es lo que más cuesta. Cómo sentirse identificado. Más porque yo tenía dos meses y medio cuando me dejaron en la casa de mis padres. Es toda tu vida. No tenés ningún recuerdo de nada. Me pasó de contarlo y hablar del bebé. Y el bebé del que hablan soy yo, el bebé era yo”. El principio formal de la identidad, la certidumbre del yo soy yo de la pura autoconciencia se ve profundamente conmovida frente a la irrupción de esta verdad. El sujeto comienza a transcurrir en ese entre-dos.
La identidad del sujeto es su particular división y sus síntomas. Ese es el derecho que se recupera. Derecho a tomar la palabra. La identificación del sujeto es al significante, advierte Lacan en el Seminario 9. En el encuentro con una verdad trágica e inapelable como es la de saberse ligado afectivamente con quienes fueron cómplices de la muerte de los padres para luego ocupar ese lugar, ¿con qué responde el sujeto? ¿A qué significantes apela para dar respuesta a la pregunta “quién soy”? “¿Soy éste o soy otro?” En esta disyunción alienante, se trata de una elección indecidible. Un tránsito inevitable por la destitución subjetiva que podemos pensar en términos de excripción de los significantes que lo determinaron, expulsión de una inscripción perversa, para poder hacer lugar a una reinscripción de la novela familiar. Este revelamiento de una verdad insoportable toca no sólo la identidad del sujeto apropiado, sino también la de sus padres.
“Jamás podrá ser conquistada una identidad plena ni por la reflexión de la conciencia, ni por el dominio del yo, ni por el ‘autocontrol’. La existencia siempre construye su casa o refugio desde el temblor de las huellas de lo imposible.”
Jorge Alemán
La identidad remite fundamentalmente a la diferencia. Si la identidad se sostiene en aquello que instaura la diferencia entre un sujeto y otro, aquello que lo ubica en una alteridad radical respecto de otro, ¿qué sería sino lo que se presenta como lo más propio del sujeto? Pensar las consecuencias de la apropiación en la particularidad de este contexto es intentar ubicar qué pasa cuando lo que constituyó nuestra propia identidad se nos presenta como siniestro, y el cuerpo, convertido en territorio testimonial, emerge como prueba.
La apelación a las pruebas genéticas es en muchos casos la única vía posible para el acceso al develamiento de una verdad biológica e histórica del sujeto apropiado. Esa verdad hallada, la genética, se podrá inscribir efectivamente como significante del nombre de los padres. De estas madres y padres que –como declaró María Eugenia en el juicio contra sus apropiadores– sólo a la fuerza pudieron ser separados de sus hijos. Unos pocos días atrás, en una audiencia en Comodoro Py, en el marco del juicio por la megacausa ESMA, una sobreviviente relataba que le había tocado asistir a varias embarazadas y relató que una de ellas, médica, había pedido a sus verdugos que no le cortaran el cordón umbilical, que ella lo quería cortar para de ese modo seguir ligada a su hijo un poco más, sabiendo que se lo iban a sacar y que a ella la iban a matar.
¿Hay desinscripción posible del feroz acto de apropiación?
Si bien sabemos que el acceso a la identidad no está garantizado por el dictamen jurídico, sabemos también que ese dictamen puede ser el punto de partida para el reconocimiento de ese acontecimiento trágico de la vida de una persona, que además contribuye a la cancelación del delito y produce incidencias reales en el cuerpo. Todo esto puede abrir las vías para comenzar un proceso de reescritura de la historia.
Aquí es insoslayable la responsabilidad que le compete al Estado: esa responsabilidad no recae ni en los jóvenes que fueron apropiados ni en las familias que reclaman su restitución. De lo contrario se cae en una falsa discusión respecto de quién porta la verdad sobre lo ocurrido: si los familiares que reclaman o los jóvenes que no pueden o no quieren hacerse los estudios y aceptar la restitución. No se trata de una verdad u otra, sino de la posibilidad de encontrar una salida que corra el eje imaginario de ese saber, desde donde construir un acceso a la verdad. La negativa de algunos jóvenes a realizarse las pruebas de ADN para acreditar su verdadera filiación, según lo indica la norma jurídica que nos atraviesa a todos, debe ser interpretada en términos sintomáticos: como negación.
* Psicoanalista. Coordinadora del programa “Consecuencias Actuales del Terrorismo de Estado en Salud Mental” y del Centro de Asistencia a Víctimas del Terrorismo de Estado Fernando Ulloa, de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Extractado del trabajo “Identidad: ¿una justa medida?”.
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