PSICOLOGíA
› SOBRE “SENTIMIENTOS PERTURBADORES” DEL ANALISTA
“Sus trabajos me parecieron más interesantes que usted”
Se habló siempre de los fallidos, olvidos, equivocaciones del paciente, pero, ¿qué pasa cuando quien los protagoniza es el analista? El autor afirma que, en algunos casos, pueden obedecer a la “comunicación de inconsciente a inconsciente” que postuló Freud, y que expresan las demandas y exigencias de un Otro que, para el paciente, una vez fue decisivo.
Por Luis Vicente Miguelez *
En El porvenir de la terapia psicoanalítica, Freud introduce la noción de contratransferencia como aquello “que surge en el médico bajo el influjo del enfermo sobre su sentir inconsciente”, y agrega que, como norma general, es necesario su reconocimiento y su vencimiento. La contratransferencia en este plano tiene valor resistencial. La situación transferencial, cargada de pasiones amorosas y asesinas, mueve en el analista sentimientos que deberá poder manejar para poder continuar con la cura. La hondura alcanzada por el propio análisis es puesta en juego por esa turbulencia transferencial. Es necesario avanzar lo más posible en el análisis del analista, pues la resistencia pasa fundamentalmente por lo no analizado de éste.
Otra dirección se fue imponiendo a mediados de los años 50. Entonces, se consideró a la contratransferencia como el reflejo de los sentimientos, de las intenciones o de los deseos inconscientes del paciente. Los sentimientos contratransferenciales le informarían al analista sobre los impulsos pulsionales inconscientes que le dirige el paciente en calidad de objeto de transferencia. La imagen del analista como un espejo se va cristalizando: puro reflejo de los impulsos conscientes o inconscientes del paciente. Esta concepción transformó en abuso un posible uso de la contratransferencia. Las consecuencias de este abuso devinieron en una falsa implicación del analista en los análisis que conducía. En estos términos el concepto de contratransferencia fue criticado correctamente en su momento por Jacques Lacan, por el abuso que se hacía de él y por la concepción del análisis que reflejaba, y cayó en un total descrédito entre los analistas.
Voy, por mi parte, a aportar otra interpretación del fenómeno contratransferencial. Una dimensión distinta a la de resistencia del analista y diferente también a la de respuesta especular de los deseos reprimidos del paciente. Se trata de extraer nuevos alcances de la postura freudiana de comunicación de inconsciente a inconsciente en el interior de una cura analítica.
Para avanzar en esta dirección es necesario recordar brevemente en qué condiciones se desarrolla un análisis. Si bien en un tratamiento analítico estamos en una relación de dos, no se trata de una situación dual. Es un acontecimiento en el que participan dos personas pero cuya estructura determinante no es dual: no se desarrolla en el campo de la interactuación de dos personas, fundamentalmente porque la subjetividad de la que se trata es la del paciente, es ésta la que se va a desplegar en el análisis. El trabajo sobre esa subjetividad conlleva una puesta en juego de una trama donde intervienen los otros significativos del paciente. Este despliegue se produce en el marco de una escena transferencial donde el analista queda fundamentalmente tomado, no como sujeto de una relación intersubjetiva, sino como objeto de la transferencia en una dimensión fantasmática.
En este contexto vale preguntarse de qué manera los sentimientos contratransferenciales que se despiertan en el analista pueden ser aprovechados por el trabajo del análisis.
Mencionaré una viñeta clínica del analista Donald Winnicott (Realidad y juego, capítulo V, editorial Gedisa, Barcelona, 1979). Se refiere a un paciente que presentaba el síntoma de considerarse inauténtico; todo lo que le sucedía en la vida estaba marcado por ese carácter de profunda inautenticidad. Me interesa recortar del caso la intervención que hace Winnicott, y subrayar que, a mi juicio, surge de un buen uso de la contratransferencia. La intervención de Winnicott puede ser dividida en dos momentos. El primero es cuando dice al paciente: “Lo veo y lo escucho hablar como una mujer refiriéndose a la envidia del pene, sabiendo que en mi diván hay un varón”. Luego de un silencio, el paciente comenta: “Si yo hablara de esta mujer a alguien, me tratarían de loco”. Entonces Winnicott concluye: “No, el loco soy yo, porque estoy viendo y escuchando un hombre y sin embargo se me presenta a mi mirada una mujer”.
Parafraseando al poeta Fernando Pessoa, podemos decir que se trata de una interpretación en drama, que pone al descubierto un lugar de enunciación que no es ni del paciente ni del analista. Esta enunciación corresponde al lugar desde donde es visto el paciente: pone en juego una peculiar mirada materna, aquella que desmentía la realidad del nacimiento del paciente como varón, sostenida por un deseo extremadamente poderoso de tener una nena.
La intervención del analista viene a poner al descubierto que es bajo el imperio de esa mirada como toman sentido los sentimientos de inautenticidad del paciente. Mirada loca a la que permanecía aferrado respondiendo, con su inautenticidad, a la demanda materna.
La segunda parte de la intervención de Winnicott, cuando Winnicott enuncia “el loco soy yo”, hay que tomarla al pie de la letra: introduce aquello por lo que el analista se encuentra afectado, la mirada de la madre del paciente que ve una mujer donde hay un hombre. Con su intervención, va a dar a ver esa mirada del Otro del paciente, y por un momento se siente verdaderamente loco.
Lo que posibilita ese dar a ver tiene presentación contratransferencial. El analista se deja tomar por lo que la palabra del otro le produce con relación a la enunciación en la que esa palabra se sostiene. El dar a ver esa mirada, a la que el paciente permanece alienado, se precipita en el analista juntamente con la afirmación “el loco soy yo”. Uno intuye que éste queda sorprendido de lo que acaba de decir, que le plantea cierta incomodidad, cierta extrañeza, pero que al mismo tiempo adquiere mucha consistencia. Como si algo pugnara por encontrar una formulación y la formulación es esta enunciación que hace.
Es ésta una característica importante a destacar del fenómeno, el que se presente como algo perturbador, una incomodidad con algo de extrañeza y que sin embargo se imponga al decir.
Otros ejemplos para sumar al de Winnicott son de mi propia clínica.
Había una paciente a la que desde el principio del tratamiento yo tuteaba, ya que la había conocido en circunstancias de una actividad docente. Pero de pronto se me imponía tratarla de usted. Tuve algunos fallidos en ese sentido, que la paciente me hacía notar con cierta gracia. Pero, fallido tras fallido, la situación se volvió embarazosa. Me resultaba fastidioso el hecho de que, cada vez que le hablaba, debía acordarme de que tenía que tutearla. El “usted” se me imponía, y terminé por interrogarlo, junto con la paciente. Ella, que se quejaba de que en su trabajo tenía dificultades para relacionarse con los demás, tuteaba a todo el mundo y poco menos que exigía que la trataran igual. Ella tenía más de 40 años. Yo le dije que sospechaba que en esa actitud había algo de niña.
Esto produjo una asociación, un recuerdo de su infancia donde ella escuchaba o creía escuchar a su madre –era la última de una larga secuencia de hermanos– diciéndole que fuese siempre una nena pequeña. Durante su infancia ella pensaba que, si crecía, su madre se iba a morir pronto, ya que era mayor que las madres de sus compañeras.
Otro ejemplo es el de un paciente de 19 años, inteligente pero encerrado en sí mismo, todo el tiempo inactivo, sin poder desarrollar nada de lo que era capaz de hacer. En un momento de su tratamiento, se le planteó traerme algo de lo que producía: una carpeta con cuentos, dibujos y poemas. Eran realmente muy buenos. En la sesión siguiente me preguntó mi parecer y le dije que me habían interesado, me habían gustado. El insistió: “¿De verdad te gustaron, te parecieron interesantes?”. Y me encontré diciéndole: “Sí, me parecieron más interesantes que vos”.
Horror, de mi parte. Pero él, tras un momento de silencio, dijo: “No sabés el alivio que me da”. Y confesó que todo el tiempo se daba cuenta de que él quería hacer de sí mismo una obra de arte. Contó además que tenía guardado todo lo que había hecho desde que tenía dos años. Los dibujitos de sus dos años los tiene todos juntos en esa carpeta de la que a mí me trajo una parte. Los dibujitos de los dos años, la composición del colegio primario y estos trabajos actuales, todo indiscriminado. En el plano de ser él una obra de arte, todo estaba puesto bajo la mirada materna.
Ese me interesan más que vos que me encontré diciéndole separaba la obra de arte de su producción. Le permitió, de alguna manera, escindir su obra de sí mismo. De la exigencia superyoica de ser una obra de arte pasó a poder trabajar en el objeto que se desprende de él. En poco tiempo publicó un comic, siguió escribiendo y ordenó sus escritos para darlos a publicación, separando lo que consideraba bueno de lo que no lo era a su juicio.
Por último, otra viñeta que se refiere al olvido de un nombre. Comenzaba un tratamiento y me olvidé totalmente del nombre del paciente. El, por su parte, no se nombraba a sí mismo, así que yo no tenía forma de llegar a saber su nombre si no se lo volvía a preguntar. Para colmo, una queja del paciente era por falta de reconocimiento. Era una situación de veras incómoda. Pero, luego de un tiempo, se me presentó la idea de que mi olvido tenía vinculación con lo que para él era su propio nombre; sin saber por qué, esto se me impuso y le pregunté, casi intempestivamente, cómo le habían puesto su nombre. Supe así que el nombre que llevaba era el nombre del abuelo al que detestaba. Era un nombre que él rechazaba porque expresaba el sometimiento de su propio padre al abuelo. Además, y esto es lo más peculiar, él, sin que prácticamente nadie lo supiera, se había inventado un apodo con el que se hablaba a sí mismo; de esta manera, en silencio, rechazaba ese nombre que no podía asimilar ni hacer suyo.
Estos recortes clínicos describen sentimientos perturbadores que me encontré soportando durante los análisis. En uno, el fastidio ante el fallido reiterado; en otro, la sorpresa y el desconcierto por lo que yo le había dicho al joven y, en el último, la turbación ante el olvido del nombre de mi paciente. Estas emociones se revelaron como algo a lo que había que darle un lugar. Presentía que estaban referidas a puntos nucleares de los análisis en curso; puntos que no podía localizar, pese a lo cual tenía la seguridad de que no provenían de conflictos propios.
La intervención que se precipita funciona a la manera de la construcción, en el sentido freudiano del término: una elaboración del analista, en estos casos no consciente, destinada a reconstituir parte de la historia infantil del sujeto. Pero, ¿qué parte de la historia infantil? Fundamentalmente aquella en la que se encontró inerme frente a una demanda imposible de un Otro significativo.
El sujeto, en el momento en que consulta, se encuentra atrapado por una mirada o una demanda que es para él inconsciente y a la que responde con su síntoma.
En el caso que presenta Winnicott, la inautenticidad del paciente viene a sostener la mirada loca de la madre.
Lo que el analista trae al presente, haciéndose eco del indicio contratransferencial que se le manifiesta, es el lugar desde el cual el paciente está siendo interpelado por el Otro. El analista trae al aquí y ahora de la cura una enunciación que permanecía oculta. No olvidemos que el discurso retorna, constituyendo al sujeto, desde el Otro al que se dirige. Ciertas emociones y conductas contratransferenciales presentan al analista la pista de lo que la demanda de goce del Otro está provocando en el paciente.
En un sentido distinto de lo teorizado hasta hoy, sugiero que lo que el fenómeno contratransferencial puede poner al descubierto no es el reflejo de impulsos inconscientes del paciente dirigidos al analista, sino lo que el Otro pretende de él. Esto, que es inconsciente, se presenta de manera ectópica en el analista. En tanto en el analista resuenan los ecos del Otro del paciente, es que se siente poseído de un sentimiento extraño, de un fuera de lugar, de una perturbación que pulsa por un acto, por un desembarazarse de eso.
Hacer oír al paciente lo que lo habita en tanto demanda del Otro permite que su discurso retorne desde el lugar al que verdaderamente va dirigido. Instala en acto una enunciación verdadera. Si la intervención es acertada, tiene una fuerza realizativa, performativa, que no refiere a algo del contenido sea éste manifiesto o latente, no apunta a algo del orden del enunciado sino que señala al Otro al que el paciente está respondiendo sin saberlo. Es decir, pone a cielo abierto una enunciación elidida.
* Coordinador de “Reuniones de la Biblioteca: red de investigación en psicoanálisis”.