PSICOLOGíA › SACRALIZACIóN POPULAR DE UN FEMICIDIO SERIAL: EL CASO BARREDA
“El primer punto reside en ponerle nombre específico a este delito –advierte la autora–. Nominarlo femicidio significa rastrear la mano masculina detrás del crimen. Implica verbalizar, politizándola, la vocación misógina asociada con tradiciones patriarcales, que consiste en apropiarse de la vida y la muerte de las mujeres.”
› Por Eva Giberti *
El primer punto reside en ponerle nombre específico a este delito. Nominarlo femicidio significa rastrear la mano masculina detrás del crimen. Implica verbalizar, politizándola, la vocación misógina asociada con tradiciones patriarcales, que consiste en apropiarse de la vida y la muerte de las mujeres. Al decir de Celia Amorós: “Lo que ahora está sobre el tapete son las ventajas epistemológicas y políticas de singularizar conceptualmente el femicidio idiosincrático”. Se trata entonces de avanzar, como se viene sosteniendo desde el feminismo, en una teoría crítica de la sociedad que se ocupe de las relaciones entre los géneros globalizados y posglobalizados. Para lo cual precisamos abrir otro canal: hoy se mata en otro mundo. Es un mundo en el cual los transgéneros están en superficie y los dualismos bipolares han caducado. O sea, cuando afirmamos “un hombre mata una mujer” mantenemos esa polaridad convencional que la presencia de las subjetividades e identidades de los transgéneros han desordenado. No obstante, al decirlo de ese modo incorporamos, en la semiosis social, mediante ese estrechamiento discursivo (el que produce la bipolaridad), el giro lingüístico claro y rotundo: un hombre mata a una mujer. Es la palabra compaginada para que nos escuchen. Lo llamaremos asesino, por convención semántica. Pero no se trata de asesinar, sino de matar mujeres, que no es un giro lingüístico intercambiable con mentar el asesinato.
El femicidio como delito con entidad propia visibiliza, de manera estridente, la relación simbólica que anuda al homicida con las ideologías patriarcales de la ciencia del derecho. Por una parte, acerca del disvalor de las mujeres que impregna intensamente la codificación de nuestras leyes y los contenidos de las sentencias. Por otra parte, la relación simbólica del homicida con esas sentencias y deslizamientos del Derecho que se cotizan en impunidades, “falta de pruebas” y libertades condicionales.
Paralelamente, precisamos irrumpir mostrando las estadísticas que evidencian la cantidad de mujeres asesinadas, estadísticas con las que no contamos si se exceptúan los aportes de las agencias periodísticas, pero la cifra arriesga opacar la mirada y la acción sobre el imperio que la misoginia ha construido. Porque en esta índole de relación entre hombres y mujeres se reproduce el fenómeno antiguo de la caza reiteradamente asociada con la violación.
El varón en tanto cazador está decidido a verter la sangre de la víctima. La sangre es un capital de las mujeres, ceñido al ciclo menstrual y a la pretensión del himen virginal. Se establece entonces el isomorfismo entre la sangre que producimos las mujeres y el derramamiento mortal del femicidio.
Al matar, el femicida irrumpe en este circuito vital de la intimidad corporal creando su propio vertedero de sangre que habrá de coagularse con el transcurrir de las horas y genera de este modo una interfase, ya que expone brutalmente a su víctima a las miradas de la policía, los médicos y el periodismo. Interfase que no se menciona como tal y en la que se ingresa mediante las miradas de las fotos que ilustran los hechos. Es el triunfo maníaco de su obra que, con las fotografías escaneadas en la intimidad de los laboratorios de criminología o públicamente, multiplica de manera obscena el efecto de las heridas resecas. Triunfo maníaco porque consolida su último dominio: “Mío es su último sangrado”.
Las teorías y aportes sociológicos y psicológicos acerca del femicidio reconocen el abuso de poder, el despotismo, la misoginia y sus derivaciones sociopolíticas. Precisan, aunque no todas lo mencionen explícitamente, la presencia de un cuerpo de mujer que siempre fue la prenda para el triunfo masculino. En violación y femicidio, los dos ataques máximos a la integridad de un ser humano. Ambas penetran de manera irreparable en el cuerpo de la mujer.
Teniendo en cuenta el valor de símbolo que acompaña la presencia o mención de la sangre en la mujer a la que históricamente se le instituyó valor de maleficio, también se la describió como suciedad adosada al misterio de esa fuente escondida.
El género masculino se campeoniza en lograr lo irreparable dentro y sobre esos cuerpos de mujeres que constituyen el cebo para el triunfo: no hay vuelta atrás una vez que violaron y mataron. Una vez que se vertió sangre algo está roto. No en vano, los griegos prohibían el derramamiento de sangre al matar a una mujer. Así lo escribe Nicole Loreaux: “Para la mujer, la sangre es cotidiana; al morir debe evitar derramarla (...). y suspenderse en el aire, estrangulada, como Yocasta. El hombre muere en la batalla, escindido por la espada y vertiendo su sangre: Jamás un hombre elige colgarse, aunque alguna vez lo pensara, siempre en la tragedia griega, un hombre se mata como hombre. Para una mujer, en revancha, la alternativa queda abierta: buscar en el nudo de una cuerda un final bien femenino o apoderarse de la espada –como Deyanira– para robarles a los hombres su forma de morir...”
¿Cuál es y cómo es la rabia y el terror de quien no es asesino, sino es aquel que elige matar a una mujer? Con uno que mata ¿cuántos otros gozan?
¿Cuántos comparten esa pulsión de poder con perspectiva femicida? Imposible conocer el venero masculino, pero sí es posible analizar la obscenidad que determinadas producciones en Internet consagran. Por ejemplo: En mi país se creó un modelo que concentró la caza dentro del territorio del victimario (su casa) cuando asesinó, sucesivamente y en los parámetros del mismo horario a su esposa, a su suegra y a sus dos hijas de 24 y 26 años, respectivamente. Asesinato serial y doméstico. Suficientemente conocido en nuestro país.
En sus declaraciones ante el juzgado sostuvo que estaba harto de padecer humillaciones provenientes de estas cuatro mujeres, quienes lo apodaban, diariamente, con el sobrenombre de “Conchita”, para humillarlo. Es decir, lo “transgeneraban” ofensivamente otorgándole rango anatómico vulvovaginal. Lo transformaban semánticamente en mujer, fatalmente, sin menstruación.
El apelativo Conchita asocia el nombre de este genital de la mujer con una sexualidad denigrada, abarcativa de todas las funciones genitales. La enlaza con la pasividad y con la castración, que serían las descalificaciones con las que sus víctimas lo humillarían. Lo cual no deja de resultar extraña, tratándose de cuatro mujeres que eligieran, para agraviarlo, una extensión de sus propias anatomías. Nunca sabremos si realmente Conchita era el insulto que recibía. Eso fue lo que declaró. Y el imaginario social y popular entendió que había sido agraviado por esas cuatro mujeres que al nombrarlo sustituían el falo por la hendidura.
Buscó silenciar las voces que, según sus dichos, le habrían ordenado “andá a podar la parra que es para lo único que servís”. Parra, la vid que crecía en el patio posterior de la casa. Buscó la tijera podadora y al hacerlo encontró, guardada, la escopeta calibre 16.5 que su suegra le había regalado al regresar de su viaje a España. En ese momento –dijo– decidió el asesinato serial.
¿Sucedió de este modo? ¿Por qué la parra se introduce en esta escena? ¿Cuál fue la bíblica función de la hoja de parra? Cubrir los genitales de Adán y los de Eva, después de haber violado la ley divina.
¿Existió realmente ese mandato en la voz de las mujeres? La parra sin duda existía y si la menciono, se debe a que en la imagen de Barreda en la estampita que lo glorifica y circula por Internet, la tijera de podar ocupa un lugar privilegiado. Forzar las coincidencias excede esta presentación, pero los genitales alterados (conchita refiriéndose a un varón) en la discursividad que Barreda organiza y selecciona para presentarse entre el tribunal, se enreda con los rizomas de la vid, que no es una presencia ingenua en el mito bíblico que aparece como transfondo bizarro en este múltiple femicidio. Porque al fin y al cabo, la vulgarización del mito bíblico apuesta a la parra en relación con los genitales. Y la genitalización –verbalizada como “conchita”– forma parte de los documentos periodísticos con los que contamos para informarnos acerca del delito. Escopeta y tijera de podar son los dos atributos que exhibe en sus manos el femicida, gracias al talento imaginativo de quien diseñó esa estampa de San Barreda, que transparenta mucho más de lo que quizá se propuso. Y que resaltaría muy extenso desanudar interpretativamente. Además de riesgoso.
Desde este análisis sólo tendríamos un asesino serial y cuatro femicidios agravados por el vínculo. La novedad, en territorios de la icónica y de la discursividad social, reside en la estampita, la imagen santificada del sujeto que comenzó a circular por los medios y en Internet utilizando su foto, añadiéndole una oración, y solicitándole “protección” contra las mujeres despóticas. Además de las listas y “clubes” dedicados a sacralizarlo. (Cabría reflexionar si no estamos ante el delito de inducción al femicidio.)
El objetivo es crear una representación mental que naturalice el crimen, teniendo en cuenta que las representaciones se producen y recrean en la interacción social, de allí el interés en difundirlas por los medios e Internet.
La novedad que implica este cuádruple femicidio se asimila al sistema de significaciones y significados que tienen quienes crearon la estampita acerca de las mujeres, dicho de otro modo, esta novedad femicida verifica el discurso dominante acerca de las mujeres, particularmente acerca de lo insoportables y violentas que somos. De quienes es preciso defenderse al precio del homicidio.
Cabe interpolar la idea del goce corporal que puede haber suscitado el conocimiento de este cuádruple crimen en determinados sujetos, la resonancia corporal, por identificción masiva con el acto de matar mujeres, quizás anticipando en el deseo de algunos. Pero este resonador personal no sería suficiente para intentar una descripción y explicación en un nivel más abarcativo la creación de una representación social que aliente los femicidios al naturalizar el hecho de matar porque “ellas me maltrataban”. La comunidad instala un valor ajeno al preexistente: no matarás, sustituyéndolo por “siempre y cuando que no se trate de mujeres molestas”.
Tanto la pléyade de opiniones a favor y en contra del sujeto, propiciada por los medios de comunicación, así como la circulación de la estampita instalan un proceso de familiarización con el crimen de mujeres a punto de tornar inteligible lo sucedido porque “ellas lo maltrataban”, según las declaraciones del homicida.
¿Habría contraprueba posible?
La santificación popular del asesino promueve al femicida al rango de protector de los varones frente a los ataques malévolos de las mujeres. Ante lo extraño e incomprensible y aun intolerable del suceso, la comunidad busca adaptar lo ocurrido creando debates alrededor de lo intolerable y organiza respuestas –la estampita es una de ellas– desde el discurso misógino. Lo cual la transforma en una comunidad peligrosa para las mujeres. A pesar de las legislaciones referidas a sus derechos.
La estampita podría considerarse un hecho fortuito y coyuntural, si no contáramos con las evidencias de femicidio. Y las conductas que podemos considerar anticipatorias atentas/os al incremento de pedidos de ayuda que recibimos en la línea 137 y el contacto cotidiano con mujeres amenazadas de muerte. O sea, tanto los debates cuanto la estampita constituyen una periferia de los femicidios cuya importancia reside, justamente, en su construcción como periferia acompañante del crimen instituido por algunos miembros de la comunidad.
Al decir de Carlos Rozanski: Esa cultura histórica de violencia e impunidad es la característica más importante del femicidio, que la diferencia del resto de los homicidios. Eso, a su vez, condiciona a los operadores, que influenciados por aquellos mitos, estereotipos y prejuicios de género que atraviesan el fenómeno realizan intervenciones que con frecuencia favorecen a los asesinos y contribuyen a la impunidad. Una de las maneras más tradicionales en que se evidencia esa tendencia es tratar los casos e investigaciones como si fueran delitos comunes y sin características tan específicas (...) Cada vez que se comprueba que la mayoría de los femicidios tienen atrás una historia previa de denuncias y pedidos desesperados de ayuda nunca respondidos por quienes tienen la obligación de hacerlo, el acto se repite.
* Este texto recorta alguno de los temas expuestos en la conferencia “Femicidios en Argentina. Aportes y análisis de la sacralización popular de un femicidio serial: el caso Barreda”. Lo expuse en el Congreso Género. Feminismo, diversidades, invitada por la Facultad de Filosofía y Letras. Universidad Nacional de Costa Rica, Instituto de Estudios de la Mujer. 20 de junio de 2011.
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