PSICOLOGíA › EL “MOMENTO INCONFUNDIBLE” DONDE SE JUEGA EL DESTINO
A partir de la historia de la chica que, luego de haber sido demasiado “bancada” por su padre, hubo de salir sola bajo la lluvia, el autor examina la noción de repetición, esa que “se concentra en un segundo, donde todo parece detenerse, y luego se desencadena”.
› Por Raúl A. Yafar *
En este ejemplo clínico se trata de una situación ocurrida hace muchos años, en un análisis que llevaba tres años de duración, poco más o menos. Es una muchacha de veinticinco años, bastante dependiente de su padre, en el sentido narcisista y no deseante del término, es decir, ocupada en ser aquella que sostiene su demanda de amor: ella es la compinche perfecta, lo entiende mejor que nadie a nivel de sus necesidades y, a cambio de ello, es cuidada por él, especialmente del aspecto “agresivo” de los hombres, en una coparticipación cómplice y secreta. Juntos, de este modo, se comunican agradablemente, permaneciendo apartados del tercer personaje, la madre, un ama de casa bastante obsesionada por la limpieza.
Terminaré estos datos introductorios resaltando el valor del significante dinero en este análisis, ya que el padre es quien le “banca” todos los gustos. La joven era, entonces, mantenida por su padre, quien le daba mensualmente una suma fija, digamos, en aquel lejano momento, de cien pesos. Al no alcanzarle ese dinero, su novio, con quien tenía una relación de tipo fraterno-adolescente, agregaba una donación de diez pesos más. Tenemos: ciento diez pesos mensuales.
Un día llega a sesión bastante retrasada, en una tarde muy lluviosa. Llega realmente empapada. Es el último día del mes. Ha salido de casa antes de que comience a llover, es decir, sin su paraguas, y con poco dinero, que ha ido gastando en apuntes, en su almuerzo y en varios taxis. El último taxi le ha permitido llegar a sesión, gastando el último dinero que le quedaba ese día, exactamente hasta el último centavo. En relación con el dinero llega, entonces, como llegó al mundo, es decir, sin un peso.
Al entrar me dice que voy a tener que prestarle dinero –dando por sentado, además, que no ha de pagar su sesión ese día– para el colectivo de regreso. Pensemos que la lluvia arrecia, los relámpagos y truenos son realmente infernales y que el pedido, después de todo, es bastante “razonable”, nos genera una empatía instantánea. Por supuesto, el sentido común indicaría llevar la mano al bolsillo y darle, con toda educación, lo que “simplemente” pide.
No cabe duda, por otro lado, de que se trata de una transferencia amorosa y de que soy colocado en el lugar de un complemento paterno: dándole un peso para el colectivo, ella podría habría recibido ese mes... ciento once pesos.
Observemos, además, dos cosas que se concentran en ese instante, superpuestas a la razonabilidad anecdótica. Primeramente, claro, si ella no se sabe desenvolver sola en el mundo es porque tiene un padre idealizado al que sostiene para que la sostenga. Entonces, ella, bajo la lluvia –en una especie de rito de iniciación, de esos que permiten el pasaje de la adolescencia a la adultez–, se enfrentaría al dolor y al misterio de la extinción potencial de ese padre: él no llega a todos lados en su vida. Pero, en segundo lugar, se trata de la calle, con sus peligros y fascinaciones; la calle, donde algunas mujeres –asocia– se ganan la vida, mujeres que compran el sustento con el goce de sus cuerpos; la calle donde todo fantasma de prostitución se hace escenografía, donde los misterios de la sexualidad femenina tratan de contestarse una y otra vez, infructuosamente.
Durante esa sesión el tema, como suele decirse, se “trabajó”: perfectamente, con completo entendimiento de la situación. Pero, a la salida, ella volvió a pedirme el dinero, como si todo lo trabajado no hubiera existido. ¿Un analista habría de arrojar a esa pobre muchacha, sola y sin dinero, en ese atardecer cruel e inhóspito, a la calle? Pues bien, fue así. Tuvo que ser así.
Se va furiosa. Tras esta experiencia donde le negué el dinero, ella faltó tres sesiones seguidas en las que no la llamé –ni pensaba hacerlo si no venía más–, luego regresó y continuó su análisis, confesando que casi abandona. Su análisis duró doce años más.
Está claro que, en la transferencia negativa el sujeto ataca el intervalo donde se aloja el deseo del Otro; la angustia, el “¿qué me quieres?” y el “¿puedes perderme?”. Todos los temas de la separación se presentan allí.
Y vemos en este caso, al calor de la transferencia, la repetición de un encuentro edípicamente fallido –en tanto que no separador–, la respuesta fracasada de un padre a la sexuación de su hija, respuesta que la idealización, la exacerbación imaginaria, sustituye.
A la angustia del momento se trataba de contestar con un “No”, que fuera marca de su destino mortal y sexuado, seguramente lo que su padre jamás hubiera hecho; un “No” que no fuese un castigo ni un desprecio, sino algo que recordara un límite, una legalidad, y al mismo tiempo la posibilidad de una apertura a su deseo singular.
Porque, a través de los relámpagos –quizá sólo con buscar un taxi que la esperara en la puerta de su casa mientras subía a buscar dinero; quizá caminando hasta la casa de una amiga que le prestara–, ella hubo de encontrar, solitariamente, su destino; libre, enfrentada al resplandor verdadero de las cosas, a la suerte que le tocara vivir, tan trágico como las lágrimas del cielo, tan cómico y humano como cualquier transeúnte empapado. Algo pequeño, ínfimo, inaugurador de una marca que le abriera el mundo, dejándola experimentar un sentimiento de soledad, quizás algo de orfandad. Al fin y al cabo, en un punto, todos somos huérfanos en relación con el Otro.
En la clínica psicoanalítica hay un momento inconfundible. El analizante ha asociado y asociado, pero llega un momento en que ya no rememora más. El saber tiene entonces sus límites. Hasta ese momento el saber surgente había producido una sensación de logro, reinaba una sensación de expansión y crecimiento, debida al recorrido positivo del trabajo. Hablamos entonces de transferencia positiva: ese amor por las palabras que une a dos parlantes durante el breve espacio de las sesiones. La atmósfera amorosa es tangible a los fines de la labor. Pero tarde o temprano se produce otro clima. No es ya el discurso fracturado que había permitido, inicialmente, la producción de un saber. Esta encrucijada, este final de la secuencia discursiva, es una debacle que se produce cuando el saber se agota.
No se trata de cualquier silencio, sino de uno muy especial. Es un clima rarificado el que se presenta cuando hay una transferencia negativa. Hay una atmósfera de amenaza, también. Algo ominoso parece estar por precipitarse; hay una tensión de alerta previa. Parecería que todo se concentrase y transfigurase allí mismo. Acontece algo indisoluble, totalizado, único... que es una casi nada, inaprensible; algo sobrante, estorbante, pero que se acompaña por la sensación de que allí se juegan muchas cosas importantes, que dependen de una respuesta. Descriptivamente parece no tener importancia: es un detalle, una tontería, algo efímero y lateral. No pasa casi nada, o pasa muchísimo. Porque en esa pregunta se juega todo el mundo de la transferencia y de la repetición, de la relación de ese sujeto con el fantasma que gobierna su mundo; pero no como un saber dialectizado, de asociaciones y combinatoria, sino como un punto opaco, ominoso, denso. Todo el análisis ha ido a parar ahí, concentrado en un segundo de detención eternizada, hasta que, un instante después, aparece la urgencia centrífuga hacia la actuación: se lanza el resorte del fantasma, se enciende la repetición, nadie sabe qué pasa, cuando quieren darse cuenta ya es tarde. El silencio insoportable lo auguraba. Lo que se había detenido, concentrado, se desencadena por completo: la escena. Pues lo que se desencadena es siempre muy escenográfico, es una vieja acción repetida. A veces se dice que la rememoración transcurre en la juntura de lo imaginario con lo simbólico: en esta escena está lo real de lo imaginario.
* Psicoanalista.
Texto extractado del trabajo
“La opacidad de la transferencia y el acto analítico: ese momento inconfundible”, que se publicará en el próximo número de la revista Imago-Agenda.
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