PSICOLOGíA › ACERCA DEL PROGRAMA DE TELEVISIóN EN TERAPIA
› Por Carlos D. Pérez *
En terapia titularon en nuestro país la emisión de una serie que comenzó en Israel, luego siguió con alto impacto en Estados Unidos y ahora nos ha llegado en la versión que su director, Alejandro Maci, dispuso para nuestra televisión. Es de notar que Alejandro –supongo fue él– decidió llamar Guillermo al analista: ha de ser un secreto homenaje a su padre, Guillermo Maci, recientemente fallecido, notable analista que enseñó, difundió con impar agudeza las obras de Freud y de Lacan a generaciones de colegas.
En los capítulos que tuve la posibilidad de ver, noté que, si bien el clima está logrado, son desparejos; no podría ser de otro modo tratándose de un paciente distinto cada día. Me refiero principalmente al de-sempeño del actor que tiene a su cargo el rol de analista. En las sesiones con sus pacientes duda, vacila, se desconcierta: esto, para quien tenga experiencia clínica, no puede ser novedad; el asunto es que de inmediato aparece esforzándose por “entender”. Lo dice más de una vez, y aquí viene la cuestión: quiere entender lo que le pasa a cada paciente y al cabo de un rato lo encontramos profiriendo algo del estilo de “Lo que a usted le pasa es que...”, y se embarca en contraargumentaciones sobre lo que ha escuchado. “¿Por qué no?” podríamos preguntarnos. Es que toda intervención de un analista –por lo menos, si es freudiano– debe tener en su horizonte la problemática de lo inconsciente. ¿Es cosa del analista “entender”?
Cuando un paciente nos pregunta “¿Me entendés?”, es preciso ponernos en guardia contra su apelación y fundamentalmente contra nuestra propensión a entenderlo. ¿Con qué noción de inconsciente se dirimen las intervenciones de este analista de ficción? (Cierto que de algún modo todos lo somos.) Podemos suponer no consciente lo que a veces inferimos y decimos en términos de “crees amar a Fulano o Fulana, pero secretamente lo/la odias” (o viceversa) o “te crees decidido a proceder de tal o cual manera, pero en verdad... en esa vilipendiada verdad te carcome la culpa”, o (lo que es peor porque roza la caricatura) “quieres coger conmigo, pero no soy más que la imagen distorsionada de tu padre” (madre, hermano, hermana, tía, vecino, etcétera) o (lo dice el analista en la serie) “también yo quisiera acostarme contigo, pero no lo hago por tu bien” (¡Freud mío, por tu bien!). Y así sucesivamente. Por esto, el desvaído personaje del terapeuta cobra fuerza cuando, desolado, busca explicaciones para sus psicológicas actitudes con la analista-supervisora y se convierte en paciente.
Con Freud aprendimos que lo inconsciente se insinúa en los márgenes de lo dicho, en minucias del olvido, en fallidos, en contrasentidos que no quisiéramos que fuesen tales, en los contrasentidos del soñar, en enigmas que por suerte, para nuestro pensar congruente, se revelan resistentes a las producciones de sentido que en tanto pacientes pretendemos y en tanto analistas frecuentemente queremos argüir. El caso es que el paciente, hombre o mujer –se me disculpará, pero decir “pacienta” no viene al caso–, está en su derecho: lo que está en cuestión es la lógica analítica. La práctica del análisis tiene una regla, la del llamado “asociar libremente”, para que en algún momento desatinadamente feliz nos descuidemos y, desatendiendo la producción racional, algo de otra modalidad tome la palabra, la del, por una vez, poder hablar.
En una película de Akira Kurosawa, dos ancianas permanecen calladas, en un momento una está por decir algo y la otra interviene: “Que tu palabra sea más valiosa que el silencio”. Estimo que el analista que nos entrega En terapia también debiera tenerlo en cuenta, entre su anonadamiento cuando no entiende y cuando habla decidido a decir lo que le pasa al paciente de cada día a la semana.
El programa es exitoso, Alejandro Maci ha sabido conducir la escena generando interés en la audiencia. No obstante, queda flotando aquello que dicen que Freud le dijera a Jung como respuesta a su comentario acerca de que había dictado una serie de conferencias en los Estados Unidos con pleno éxito y no le había sido necesario hablar de la sexualidad infantil, Freud le respondió: “Si no hubiese hablado de lo inconsciente le habría ido todavía mejor”.
Dejo abierta la polémica haciendo constar, por último, que en el programa los pacientes no se recuestan en el diván. Previsiblemente, ha de ser porque dificulta el manejo de la escena, que requiere movimiento actoral; el desafío de poner el análisis en escena muestra aquí por qué es más afín a la escritura que al desplazamiento concreto. ¿Cómo escenificar el devenir inconsciente? Es un problema, un enorme y valioso problema, porque quien tendido sobre el diván alguna vez comprende que su palabra, dedicada al señor o la señora analista, transferencia mediante, concluye, cuando el análisis toca su fin, su finalidad, en un poder hablar que, manteniendo en suspenso al referente se abre a la impropia oreja de uno, de nadie, en la solitaria ocurrencia ante quien sostenga el silencio o ante la anónima audiencia despabilada. ¿En televisión? ¿Por qué no? Como diría Borges, todo es tan raro que aún eso es posible.
* Psicoanalista.
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