PSICOLOGíA › EL BOLERO COMO DISCURSO DEL AMOR
La autora analiza “el genuino lenguaje del amor en Hispanoamérica”: el bolero. “Mejor que otros géneros musicales, éste viene al lugar de lo indecible, de lo que guarda el enamorado cuando calla, cuando ya nada dice, y no porque no tenga nada que decir.”
› Por Laura Palacios *
El registro simbólico del bolero abarca la dicha y el desengaño, el abandono y la incertidumbre. El despecho y el perdón infinito. La certeza del amor único y la imposibilidad del olvido. Su discurso es democrático, en su podio hay lugar para el celoso y el despechado, para la mujer perdida y para la que puede hablar con Dios. Y es, sin duda, el genuino lenguaje del amor en Hispanoamérica. De mejor forma que otros géneros musicales, éste viene al lugar de lo indecible, de lo que guarda el enamorado cuando calla, cuando ya nada dice. Y no porque no tenga nada que decir. El discurso del bolero –donde todo es deseo, imaginario y declaración– se escribe en la huella del andar amoroso. Mejor dicho: del amor pasión. Su anhelo es dar representación a las mociones que no siempre llegan a la palabra, y a las que es difícil dar un nombre. Claro, “Amor es un algo sin nombre/ Que obsesiona al hombre/ Por una mujer...”
Es que a menudo el hablante amoroso balbucea. Su tema es candente, su contenido huidizo. Y en esa confesión, la palabra, que es traicionera por naturaleza, puede jugarle una mala pasada. Conducirlo a la banalidad o al ridículo. En ese trance, cuando los demonios de la lengua amenazan con el abandono, hay algo que levanta la cabeza y se pone a hablar. Situaré en este lugar al discurso del bolero. Discurso que brinda un florido amparo simbólico. Que se ofrece a decir por mí lo que yo jamás diría. Por pudor, por vergüenza o impedimento natural. Por eso siempre existirá mi bolero especial: “Ese bolero es mío/ Desde el comienzo hasta el final:/ Qué importa quién lo haya hecho,/ Es mi historia y es real./ Porque yo soy el motivo/ De su tema pasional” (Mario de Jesús). Uno que me representa y me presta su osadía. Y el préstamo, además de solucionar problemas expresivos, despierta mi respeto y una secreta admiración. Porque esos dichos provienen del arte musical y, de algún modo, de la poesía.
Y la poesía, que hace hablar al amor –el amor, que, según Novalis, es mudo–, no es ajena al origen de este elocuente fenómeno. Los investigadores suponen que las raíces más profundas del bolero deben buscarse en lejanas fuentes (Iris Zabala, El bolero. Historia de un amor, ed. Alianza; Rafael Castillo Zapata, Fenomenología del bolero, ed. Monte Avila; Carlos Monsiváis, Amor perdido, ed. Era). Se refieren a la Provenza de los siglos XI y XII, por los tiempos del amor cortés. “El que no sabe de amores/ No sabe lo que es martirio...”, dice “La llorona”, tema mexicano muy popular, y la frase podría figurar en una antología del amor cortés.
En el Seminario “Aún”, Jacques Lacan, para hablar del erotismo y de ciertos “artificios duraderos” del “amor interruptus”, recurrió al enigmático fenómeno de la poética cortesana. Allí encontró un punto de apoyo para revisar lo que llamó una escolástica del amor desgraciado. Por la vía del obstáculo –término al que da categoría de concepto–, él centra su atención en la retórica de la cortezia. En esa retórica que usó el trovador para conquistar a la Dama de sus Pensamientos, Lacan ve tal vez “la única manera de salir airosos de la ausencia de relación sexual, (...) fingiendo que somos nosotros los que la obstaculizamos”. ¿Acaso la invención de obstáculos y rodeos no es función del erotismo? Escribe Denis de Rougemont (El amor y Occidente, ed. Sur): “¿ Qué es la poesía de los trovadores? (...) La exaltación del amor desdichado.(...) No se trata aquí del amor feliz, colmado o satisfecho (tal espectáculo no puede engendrar nada), sino del amor perpetuamente insatisfecho; en suma, que hay solo dos personajes: el poeta, que ochocientas, novecientas mil veces torna a formular su queja, y una bella, que siempre dice no”.
Ese objeto femenino vaciado de toda sustancia real, esa Dama inaccesible está “en el centro del sistema de los significantes, en la medida en que esa demanda última de ser privado de algo real está ligada esencialmente a la simbolización primitiva que cabe enteramente en la significación del don de amor” (Lacan, Seminario “Etica del psicoanálisis”). Don de amor que, sabemos, linda con cierto vacío. Y el bolero también lo sabe. Sabe que quien está en posición de amante sólo tiene para dar lo que no tiene. Como dice Lacan, “lo que va a buscar en el amado es algo que darle” (Seminario “La transferencia”); algo de lo que él mismo carece. Por eso, cuando canta, siempre está en situación de desposeimiento, dispuesto a regalar lunas y estrellas. Pero el acmé de ese arrebato lo obliga a un máximo desprendimiento. A no reparar en gastos para ofrendar las tres “cositas” que constituyen su tesoro: “Esas tres cositas nada más te doy./ Porque no tengo fortuna/ Esas tres cosas te ofrezco/ Alma, corazón y vida y nada más./ Alma para conquistarte/ Corazón para quererte/ Y vida para vivirla junto a ti”.
Así como cantó su infortunio, el caballero provenzal cantó mucha alabanza: es que la conquista de la amada dependía de la belleza de su homenaje musical; de su capacidad para decir bonito acerca de su falta. “Lo que el cuerpo me niega, su alma me lo otorga”, dijo complacido, acerca de sus amoríos con cierta castellana, Jaufré Rudel, príncipe de Blayne. Pero no hace falta ser un trovador medieval para poner en juego el alma cuando se trata del don amoroso. Resulta que el alma, ese íntimo huésped flotante que fue materia del pensamiento filosófico y cuya esencia es constancia, permanencia y duración, es un bien muy preciado. Podría objetarse que esta entidad resulta ajena al interés del psicoanálisis. Lacan no pensaba lo mismo: “Sólo podría llamarse alma lo que permite a un ser soportar lo intolerable de su mundo” (Seminario “Aún”).
El amante también ofrece el corazón, imagen del dialecto amoroso que siempre latió en la historia de la poesía: metáfora del sentimiento que se comparte, se roba, se apuesta, se inflama, y, ¡sobre todo!, se destroza. Y dado que en el verdadero amor-pasión no hay intercambio de posesiones, este don inmaterial es lo primero que se entrega.
Un tema de Ema Valdemar deja oír hasta qué punto el corazón puede ser objeto de intercambio y donación, y refleja la básica discordia que reina en la comedia de los sexos: “Yo no vengo a que me quieras/ ni a cantarte una canción:/ sólo vengo a reclamarte/ que me des mi corazón”. Y la despechada no parece conformarse con migajas: “Ya veo que me lo devuelves,/ pero yo te lo di entero:/ en pedazos no lo quiero,/ te puedes quedar con él”.
¿De qué se ocupan los boleros? Eligen la vicisitud individual. La letra, no la melodía, es el centro de operación de cada tema. Y casi siempre se le canta a alguien. Conocemos al principal receptor de ese llamado persuasivo, del amargo reproche o la remembranza. Es el tú del bolero, tan a menudo asimilado a una persona gramatical indeterminada. Se trata de un tú opaco, que amplía los márgenes del ya generoso discurso del amor. Ni hombre ni mujer, ni hétero ni homosexual, ese tú es osadamente andrógino. Se presta al mensaje cifrado, al decir a medias, a los códigos secretos y a la ambigüedad. Cuánto sugiere quien dice, por ejemplo, “Soy lo prohibido”: “Soy ese nombre que jamás/ Fuera de aquí pronunciarás”. A qué ritual, a qué complicidades alude ese “Tú me acostumbraste/ A todas esas cosas/ Y tú me enseñaste/ Que son maravillosas...”.
Las imágenes poéticas del bolero pretenden ignorar el impedimento. Su lógica puede, sin reparar en las contradicciones, cantarle a una improbable “nieve tropical”, o al “negro azabache de tu blonda cabellera”. Porque este escenario de pura voz está hecho para imaginar hechos extremos: “Que se quede el infinito sin estrellas y que pierda el ancho mar su inmensidad”. Cataclismos que resultan insignificantes al compararse con el impacto de ciertos ojos negros, con cierta Piel Canela que llega a desesperar. Así, el bolero, reino de la pulsión invocante, se transforma en el susurrante realizador de intenciones exageradas.
Además de clamar por el bien perdido, muchas letras se complacen en cantar catástrofes hermosas y romances que florecen en jardines clandestinos; fuera del matrimonio consagrado y lejos, muy lejos del concepto de “hogar”: el verdadero amor sólo estalla en la profundidad de la noche, y a escondidas de los demás. En este género, más que en otros, el oyente es invitado a completar los detalles ambiguos. Si algo de lo dicho queda en la duda o en la sombra, el escuchante de un bolero siempre es llamado a rellenarlo con su imaginario personal. Cada tema es un relato que busca ser revelado con cierta urgencia. La novela atesorada por irrepetible y singular (“Es la historia de un amor/ Como no hay otro igual...”) consigue encarnarse en una melodía. Aunque, apartada de la resolución feliz, deba cantarle a las peores cosas. Traición, desdén, olvido. Es que este género no sólo moja su pluma en los amores inconclusos de la tinta cortesana: también lo hace en la estela romántica que le dicta intuiciones oscuras y un desenlace infeliz. Pero el alma del sujeto amoroso, expulsada del Paraíso, como dice Goethe, no permanece desnuda. Se arropa con las frases del mejor corte bolerístico. Motbrum Ocampo –en espejo con Goethe– cita: “Amar es empapar el pensamiento /En la fragancia del Edén perdido”.
* Miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA). Textos extractados del trabajo “El bolero, discurso del amor”.
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