Jue 26.07.2012

PSICOLOGíA  › EFECTOS DE LA CAIDA DE UN OPERADOR CENTRAL EN OCCIDENTE

Eliminación del mal

La noción del mal desempeñó –según el autor de esta nota– un papel central en la cosmovisión occidental; la modernidad ofrecía la promesa de ponerle fin y, al mismo tiempo, lo señalaba como indicador negativo del bien. Pero, en la sociedad actual, “el mal aparece como sinrazón, como accidente que es necesario eliminar”, y esto produce síntomas.

› Por Miguel Benasayag *

Caída y expulsión del jardín del Edén (1509-10), por Michelangelo Buonarroti.

Si bien la cuestión del mal evoca inmediatamente un territorio teológico, místico, la diferencia reside en el hecho de que siempre hizo falta mucha tinta y mucha fe para creer en Dios y que, por el contrario, nadie duda de la existencia del mal. Pero ¿qué es el mal? y ¿cómo podemos pensar hoy, en 2012, esta cuestión? En la tradición occidental, incluso desde sus lejanas raíces griegas, la cuestión del mal inquietó a los humanos: ¿cómo era posible que el mal existiera si la creación era fruto de divinidades?, ¿cuál era entonces la función y los orígenes del mal?

Los maniqueos consideran que la existencia del mal es producto del Angel Caído. Por lo tanto, habría dos fuentes de acción en el mundo: la fuerza del bien y la fuerza del mal.

Para Leibniz, el mal será engendrado en el pasaje de los múltiples posibles en teoría a los que llama “composibles”. El mal nace en este pasaje a la existencia de los composibles; puesto que en él hay conflicto: dado que los posibles en teoría no son todos composibles en la existencia, entonces el conflicto es –como ya lo había advertido Heráclito– “padre de todas las cosas”. Si el conflicto entre los composibles era el padre de todas las cosas, el mal es, ni más ni menos, necesario.

En síntesis, hubo una manzana, hubo una mujer que era demasiado atractiva como para negarse a compartir con ella una manzana; pecado de nacer en el pecado original, pecado de existir. El resto ya se conoce: trabajar y, sobre todo, a soportar el mal como vecino del bien. La carne es pecado, los deseos son pecado, la materia es pecado, el Occidente nace de un pecado original y, como el Occidente es la cultura que se “autodenomina universal”, toda la humanidad queda capturada por este dispositivo.

El mal es inherente a la existencia, pero, y aquí está la cuestión, los hombres y el progreso se prometieron erradicarlo.

La pregunta sería: ¿es cierto eso que piensan los occidentales, que ellos son los únicos que existen y que las otras culturas son sólo escalones “en vías de desarrollo”, es decir, en vías de llegar a ser como ellos? ¿O bien las otras culturas son, tal vez, civilizaciones en serio? Fray Bartolomé de las Casas había defendido, en la famosa controversia de Valladolid, que ¡los indios eran humanos! Salvo que... eran humanos con la humanidad incompleta. El colonialismo, el imperialismo, la normalización disciplinaria, pero también la cura, la educación, el urbanismo, iban a ocuparse de completarles la humanidad a los indios, a los africanos, a los asiáticos, a los marginales, a los locos, a las mujeres..., a todos los “incompletos” del mundo.

Occidente, fundado sobre el mito teleológico de un progreso convergente y final, marchaba hacia las luces, hacia la luz del fin (auto) prometido de toda negatividad, de todo mal: a los otros, los incompletos, seguirlos y obedecerles. Al final de la historia, en el punto omega del padre Teilhard o bien en el comunismo científico de Marx, el mal debía desaparecer.

El médico, el maestro, el colono podían así hacer el mal en nombre de un bien final: civilizar, educar, curar. La promesa de un mundo sin mal, de un mundo donde todo lo negativo debía desaparecer, estructuró las prácticas y el pensamiento de Occidente. El mañana, el futuro, fue por lo tanto, desde la gran historia hasta los ínfimos detalles de las pequeñas historias personales, lo que ordenaba y daba sentido a nuestras vidas: digamos, “hoy no se fía, mañana sí”.

Pero sucede que esta gran cultura occidental se encuentra en crisis terminal y profunda. Y una de las consecuencias más graves de esta crisis reside en el hecho de que ese mal, eso negativo que debía desaparecer, nos vuelve sobre la cara con la fuerza vengadora de lo que habíamos querido reprimir, dominar, eliminar y que nos dice cruelmente: “Aquí estoy”, el mal está aquí, lo negativo no desaparece.

Ahora bien, si intentáramos una rápida distinción entre las diferentes culturas, desde el punto de vista del trato que le han dado a la cuestión del mal, no dejaría de sorprendernos que la cultura occidental sea la única que haya apostado, que se haya estructurado alrededor de esta promesa de la desaparición final del mal. “La única diferencia que existe entre Dios y los hombres –escribía el astrónomo y filósofo Kepler– reside en el hecho de que Dios conoce todos los teoremas desde la eternidad y que el hombre no los conoce todavía todos.”

“No conocer todavía todos”, es la frase que describe la modernidad, ese recorrido temporal hacia la completud. Si el universo está escrito en lenguaje matemático (Galileo), quien conoce “todos los teoremas” controla lo real, la vida y lo existente: puede eliminar el mal.

Ninguna otra cultura que haya existido o exista apostó a esta eliminación del mal; las culturas animistas, totemistas o analogistas corresponden a sociedades que tenían una relación orgánica entre el mal y el bien. No se trata de que en estas culturas no se diferencie el dolor del placer o la alegría de la tristeza; por supuesto que sí. Sólo que esos contrarios se conciben y experimentan como parte de una unidad indivisible. Aun los maniqueos de la Mesopotamia, en el siglo III, si bien dividían claramente y oponían el bien al mal, consideraban al mal como inevitable, incluso necesario para la armonía del universo.

“Doctor, estoy mal”, enuncia el paciente frente a su terapeuta, y aparentemente todo está dicho,: “Usted está mal, debo actuar”. Nadie viene para decir: “Doctor, estoy bien”: el bien, un bien que se pretende separado y separable del mal, nos parece ser la condición necesaria y justa de nuestras vidas.

“No te pregunto a qué raza o religión perteneces; si tú sufres tú me perteneces y yo te aliviaré”: tal es el credo, el dogma de Pasteur que está escrito en el frontispicio de los hospitales parisinos. De esta manera, los cuerpos y los pueblos que sufren “pertenecen” a los doctores que los aliviarán. El mal, el sufrimiento, la tristeza, son síntomas que deben ser eliminados. Y las nuevas tendencias en psicofarmacología y terapias breves adhieren a este credo, “el mal debe desaparecer”.

Una pregunta estúpida me viene a la mente: si el mal desaparece en las curas disciplinarias de los psicofármacos o en las terapias comportamentales, ¿desaparece para dejar lugar a qué? Una vida ordenada solo en el “bien”, ¿sería bien con respecto a qué? ¿Qué es una luz sin sombras? ¿Un día sin noche? ¿Una vida sin muerte?

Nosotros somos los contemporáneos de la pérdida de la gran promesa según la cual “el mal debe desaparecer”. Hemos pasado, sin darnos muy bien cuenta, del historicismo como promesa y fe en el futuro, a la supuesta eliminación del mal posmoderno. Huérfanos de esa ilusión totalizante y evidentemente totalitaria, esa negatividad que no desaparece nos pone en pánico, inseguridad y amenaza. Lo otro, lo inquietante, el extranjero, el vecino, mi propio cuerpo como otro, me asusta. Todo participa de la amenaza.

Donde hubo promesa aparece la amenaza, el futuro radioso dejó lugar a un porvenir cargado de oscuros presagios, muchos de los cuales ya están aquí en el desastre económico, ecológico y demográfico.

¿Cómo se puede vivir con la amenaza? ¿Cómo se puede reestructurar una otra y nueva relación con el mal, ese mal que habíamos creído poder separar de un puro bien inmaculado? Por el momento la primera respuesta es un pánico generalizado: se danza y se juega en un transatlántico, pero se debe quedar uno quieto, paralizado en una chalupa que hace agua.

A falta de lograr ser felices nos contentamos con evitar la desgracia, escribía ya hace un siglo Freud. Es decir, renunciamos a una vida para aceptar la sobrevida disciplinaria. La promesa de seguridad que reemplaza la vieja promesa teleológica nos hace desear la ciudad panóptica, el control permanente de nuestras vidas. Lo que en épocas recientes fue un castigo, deviene hoy algo deseable.

Nosotros mismos construimos nuestras vidas como un conjunto panóptico: Facebook, Twitter, el celular, así como una serie de blogs y otros horrores, están a nuestro servicio para que tratemos de construir vidas transparentes, ya que en la transparencia el hombre postmoderno encuentra la ilusión de seguridad. El mal, ya se sabe, ama los pliegues y rincones oscuros: seamos entonces transparentes.

Scanner y control del propio cuerpo y, al volver a casa, escribir en nuestro blog rápidamente todo, toooodo lo que hemos hecho, publicando en Facebook las fotos que lo prueban: quizás así el mal no pueda poseernos.

Pensemos simplemente el uso del hoy tan corriente celular: el hombre posmoderno se pasa el día informando, a quien sea, de cada paso, de cada embrión de sentimiento o de pensamiento que lo atraviesa. Jeremy Bentham no hubiera soñado mejor que esto, la torre de vigilancia en la cabeza es deseada y pagada en cuotas. Es decir, en cierta manera, el suicidio como prevención a toda enfermedad.

En las culturas no modernas, una de las formas más corrientes de “tratar” la cuestión del mal era realizar prácticas sacrificiales, el don y contradon (potlatch). Los modernos reían de estas prácticas: matar a un pollo en el patio no lo percibían como garantía para evitar el mal. En realidad, las prácticas del don, del sacrificio, no implican un manejo imaginario de lo real, sino más bien la aceptación, por una parte de la sociedad, de la existencia de una pérdida: de que hay mal y que esto forma parte orgánica del bien. Más concretamente, de la vida.

La hipótesis según la cual la modernidad debía lograr una racionalización tal de la existencia que llegaría a erradicar la pérdida, no evitó que el capitalismo, y aun más el neoliberalismo, destruyeran la vida bajo todas sus formas. Todo ocurre como si el deseo de no perder provocara pérdidas inevitables y mayores.

La diferencia entre la modernidad y la posmodernidad en la apreciación del mal es que en la modernidad, autoconcebida como camino no terminado, el mal existe, es incluso necesario, ya que se transforma en un indicador del bien. Por ejemplo, para Hegel o Marx, la negatividad, el momento de lo negativo en la dialéctica, es absolutamente necesario para avanzar hacia una síntesis superadora y positiva. Es en la postmodernidad, “fin de la historia” como la bautizaron los sofistas posmodernos, el mal aparece como sinrazón, como accidente que es necesario eliminar.

De esta manera, el desafío de esta época nos resulta más claro: no es cuestión de competir con las tendencias neoliberales posmodernas en las técnicas de “eliminación del mal”, sino que se trata en realidad de lo que Jacques Monod presentaba como la creación de una “nueva alianza”. Nueva alianza quiere decir una relación orgánica con la vida, con la sociedad y con el medio ambiente, en donde no se separe artificialmente el mal del bien.

–Doctor, me siento mal en la vida.

–Sí señor, es normal sentirse a veces mal en la vida –Más aún, es la actitud de intolerancia hacia este mal lo que hace de él algo insoportable y aún más doloroso.

No hay bien sin mal y, una vez que comenzamos a dejar atrás los dictámenes totalitarios del utilitarismo actual, esa separación nos aparece incluso como ideológica e imposible.

Ni bien ni mal, ni fuerte ni débil, sino fragilidad. Tal es la condición, ya no sólo humana, sino de la vida misma: allí es donde una resistencia a la crisis actual puede comenzar.

Q Texto extractado de un artículo que aparecerá en el número de agosto de la revista Topía. El autor –psicoanalista y filósofo– visita la Argentina en estos días.

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