PSICOLOGíA › ORíGENES DEL RACIONALISMO QUE NOS HABITA
› Por Guy Le Gaufey *
“Libertino” es una palabra equívoca. No hay que confundir al libertino del siglo XVIII “un Choderlos de Laclos, un Marivaux, un Crébillon hijo” a los que se imagina, con razones o sin ellas, revolcándose en la frivolidad o en los salones de la lujuria, con el libertino del siglo XVII. A comienzos del siglo XVII, el libertino es casi lo contrario de lo que se imagina de su colega del siglo siguiente. En sus comienzos, el “libertinaje es una licencia del espíritu que rechaza las creencias religiosas”. El movimiento aparece alrededor de 1620 en un medio muy particular, el de la juventud cortesana que rápidamente reconoce a un jefe que se volvió célebre: Théophile de Viau. Según un movimiento social fácilmente calculable, ese movimiento muy aristocrático alcanza a la juventud burguesa de una generación inmediatamente posterior, hacia 1650. El Don Juan de Molière (1665) pone en escena a un personaje entonces conocido por todos y, según lo dice la duquesa de Orleans en 1699, “la fe está extinguida en este país, al punto de que no se encuentra ya a ningún joven que no quiera ser ateo”.
Ciertamente hay mucha exageración en estas opiniones, pero señalan hasta qué punto los mismos contemporáneos vieron en esa corriente algo durable. Porque no se trataba de un simple relajamiento de las costumbres. Esos libertinos, en su mayoría, no tenían nada que envidiarles a las personas impregnadas de devoción, en lo concerniente a la moral y a la virtud (uno de los más conocidos, La Mothe le Vayer, fue, por ejemplo, durante algunos años preceptor de Luis XIV). Sobre la base de la renovación humanista del siglo precedente, fueron primero materialistas a la manera de Demócrito o de Epicuro, se entusiasmaron por Giordano Bruno y fueron “ateos” en un sentido bastante delicado de definir. Un libelo escrito contra ellos en 1624 por el padre Mersenne se titulaba “Impiedad de los deístas, ateos y libertinos de este tiempo”: curiosa mezcla para nuestras orejas de hoy, que no confunden más a los “ateos” y los “deístas”.
Sólo un Cyrano de Bergerac merece todavía el calificativo moderno de “ateo”, él es quien parece haber llegado a sostener una verdadera ausencia de todo Dios, sin más espiritualidad ni inmortalidad del alma. Pero, para la mayoría de los otros libertinos, se mantenía la idea de un Dios, tan vago sin embargo, que no estaba en concordancia con ninguna de las religiones reveladas y, por lo tanto, dejaba libre el espacio para la crítica de esas mismas religiones. Dos nombres emergen todavía en ese movimiento crítico: François de la Mothe le Vayer (1588-1672) y Gabriel Naudé. Sus trabajos y los de muchos otros debían culminar en ese monumento que fue el Diccionario histórico y crítico de Pierre Bayle, biblia de las críticas “racionalistas” dirigidas a la religión en el siglo XVIII.
De acuerdo con los buenos principios aplicados en la física galileana, los libertinos consideraron que todo lo que ocurría sobre esta tierra podía recibir una explicación natural. Desde ese punto de vista son nuestros antepasados, y no es sin emoción que nos aproximamos a ellos. Pero, al mismo tiempo, una cierta repartición del mundo mental que se realizó en esa época continúa pesando sobre y en nuestras cabezas de una manera tal que merece ser revisitada. No para recomponer lo que se quebró y recrear una supuesta armonía entre lo natural y lo sobrenatural como ya se la había conocido en el siglo XVI, encontrándosela a veces en un espíritu tan agudo como el de Michel de Montaigne. Aunque, por el contrario, no es imposible saber un poco de lo que le ocurre a la razón cuando comienza a arrogarse el derecho “que no le cuestiono” de disponer de lo divino, sobre todo bajo la forma de la crítica de sus manifestaciones más espectaculares: los milagros.
La “Gran repartición de los locos”, operación de policía social comparada por Michel Foucault con una cierta asepsia inaugural del cogito cartesiano, tuvo enorme importancia. La gran repartición racionalista que aísla al fenómeno de la fe para reducirlo “especialmente en su crítica de los milagros” a una especie de excrecencia supersticiosa y vulgar, es uno de esos pensamientos en los que estamos todavía inmersos masivamente, nosotros. Ya que somos todos libertinos, con menos valentía, puesto que las mismas multitudes se han convertido en libertinas sin saberlo.
* Fragmento de El objeto a de Lacan, que distribuye en estos días ed. El Cuenco de Plata.
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