PSICOLOGíA
› LA EXPERIENCIA DEL GOCE Y SU RELACION CON EL DESEO
Acerca de las misteriosas lágrimas de la felicidad
Ese llanto que acontece en momentos felices, en reencuentros, quizás en un orgasmo, puede ser la clave para entender eso que todos conocen y de lo que nadie sabe: el goce. De esa experiencia que es como el placer –pero no–, que parece traumática –y sí–, habla esta nota.
Por Norberto Rabinovich*
Nada nos interroga cuando las lágrimas brotan de una experiencia de sufrimiento, pero otras lágrimas no son fáciles de explicar: las que surgen ante situaciones felices. Lágrimas que aparecen en un reencuentro largamente esperado o cuando una prolongada y penosa búsqueda se ve coronada con el éxito. Un orgasmo particularmente intenso, a veces, desencadena el llanto. Se presentan, estas lágrimas, como signos de algún desgarro doloroso, ignorado, en el seno de una profunda experiencia de satisfacción. Las llamamos lágrimas de lo real, y ponen de manifiesto la estructura bicéfala –placer y dolor– de lo que en psicoanálisis se designa con el término “goce”.
El goce constituye la meta final en la búsqueda de satisfacción del sujeto pero, al mismo tiempo, se presenta habitualmente bajo el rostro de un peligro a su integridad, cuyas causas ignora. Por ello el sujeto se encuentra profundamente dividido ante el goce: busca alcanzarlo y se protege de su proximidad. Como experiencia subjetiva, el goce no se alcanza sino cuando se atraviesan las barreras de protección. De ahí que gozar esté acompañado del dolor que provoca un peligro consumado. Las lágrimas de lo real son un índice de esta paradójica coincidencia.
El goce tiene una contracara que, en general, no se muestra simultáneamente: el sujeto siente desdicha o culpa por haber gozado y teje un manto de olvido al goce experimentado. Otras veces la conciencia ignora que una situación dolorosa sea el disfraz visible de un goce oculto. Es lo que aportó Freud a la comprensión de la estructura del síntoma neurótico: el sujeto sufre con su síntoma sin saber que ahí goza.
El goce es imposible alcanzarlo en la realidad, pero a veces el encuentro del sujeto con lo imposible se produce más allá de lo que se denomina “principio del placer”. Por relación con la búsqueda compulsiva del goce, el principio del placer define su función. Jacques Lacan escribió: “El principio del placer mantiene un límite en relación al goce”; “El principio del placer nos indica que, si hay un temor, es el temor de gozar, siendo el goce, hablando con propiedad, una abertura de la que no se ve el límite y de la que no se ve tampoco la definición”; “...Es lo que se llama el principio de placer: no nos quedemos allí donde gozamos, porque Dios sabe adónde nos puede conducir” (Seminario 17: “El reverso del psicoanálisis, Ed. Paidós).
El principio del placer es también búsqueda de goce, pero opera como un diafragma que sólo permite el paso de “muestras representativas” del goce. Dentro del principio del placer, lo real del goce sólo es obtenido por intermedio de sus símbolos y la satisfacción lograda resulta parcial, incompleta. Lacan utiliza términos como “goce fálico”, “goce del lenguaje”, “goce del saber”, para las satisfacciones que se producen dentro del principio del placer.
El goce traumático es lo que se realiza cuando el principio del placer fracasa; cuando el “bla, bla...” tropieza y se produce un desborde más allá del goce fálico.
Las situaciones que he citado al comienzo, en torno a las lágrimas del goce, tienen en común que remiten a una experiencia límite donde, por un instante, el sujeto experimenta haber logrado lo más deseado, haber alcanzado una meta que se le presenta como el absoluto de la satisfacción esperada, haciendo así presente la pérdida de los límites que habitualmente separan la satisfacción esperada de la satisfacción obtenida. Por agotar la sed del deseo, esas experiencias cobran la significación de un pasaje, de un atravesar las barreras del principio del placer que mantenían el goce como cofre inalcanzable.
Goce y deseo
No es posible definir el estatuto del goce sin ponerlo en relación con la estructura del deseo. El deseo se traduce subjetivamente como búsqueda, esperanza, proyecto, promesa. Surge del sentimiento de que algo falta. Participa de la experiencia de un vacío e impulsa a hallar aquello que lo llene. Para desear es preciso que “eso falte” y lo que falta al deseo remite a la “cosa de goce”, causa última de la estructura deseante. Pero el deseo se presenta, además, como una defensa ante el goce.
Sucede a menudo que cuando un sujeto está por alcanzar la meta de su deseo, resulta invadido por una extraña inquietud y queda envuelto en una suerte de parálisis que termina por anclarlo en la frustración, la derrota o el fracaso. En otros casos la conquista de lo deseado, en vez de aportarle al sujeto la felicidad prometida, termina generando un profundo derrumbe físico o psíquico.
Están quienes evidencian comportamientos destinados a impedir, no ya el acto conclusivo de un deseo, sino la propia búsqueda. Por lo general encuentran razones que justifican la necesidad de permanecer alejados del camino de su deseo e, incluso, se sienten enaltecidos de tener que sacrificar su satisfacción personal para atender las obligaciones de la vida. Aceptan resignadamente que esa dicha no les está destinada y admiten con natural resignación la renuncia a cualquier “exceso”.
El obsesivo se comporta de manera inversa a la zorra de Esopo: apetecerá las uvas cuando le resulte imposible alcanzarlas pero, si el impedimento se desvanece, dirá: no quiero esas uvas porque están verdes. La histérica, por su parte, podrá destinar tremendos esfuerzos en reclamar a su amo lo que desea para reaccionar luego con violencia si su demanda es complacida.
Un deseo muy intenso puede ser rechazado de la conciencia al punto de no quedar casi huellas de él. Lo deseado, entonces, llega a convertirse en objeto de un exaltado rechazo. Lacan llegó a construir una especie de nosografía psicoanalítica al distinguir las diversas tácticas defensivas del sujeto en la preservación de su deseo como deseo incumplido: en la histeria, la defensa reside en mantener el deseo insatisfecho; el neurótico obsesivo sitúa a su deseo como imposible; el fóbico lo conserva con técnicas evitativas.
Todos estos ejemplos ponen de manifiesto que el deseo encierra algún peligro para el sujeto. Sin embargo, si miramos más de cerca, advertiremos que el deseo como tal no necesariamente es rechazado: la connotación de peligro solo está en relación con la posibilidad de cumplimiento del deseo. El eje de la cuestión no es el deseo sino ese otro término que estamos distinguiendo de él, el goce. La diferencia entre deseos prohibidos y deseos permitidos o incluso ordenados, es secundaria. La propia estructura del deseo se manifiesta renuente a que “eso deje de faltar”. Es la función del principio del placer mantener al sujeto a resguardo para que una dosis de insatisfacción sea preservada, que siempre haya un pedacito de goce que falte y que el deseo insaciable persista su inacabable búsqueda. Las satisfacciones permitidas por el principio del placer son de nunca acabar y, cuando el deseo alcanza su término, la dicha puede acarrear incómodas consecuencias.
* Extractado del libro Lágrimas de lo real. Un estudio sobre el goce, de próxima aparición (editorial Homo Sapiens).
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