Jue 11.07.2013

PSICOLOGíA  › ACERCA DE LA FIGURA DEL SOBREVIVIENTE

La condición posthumana

Al examinar la figura del sobreviviente, “no queremos referirnos a quienes sobreviven a tal o cual ataque: se trata del sobreviviente como figura sociopolítica”, señala el autor, y advierte que “en la guerra entre sobrevivientes aparece una nueva modalidad: el suicidio como arma de guerra”.

› Por Alejandro Kaufman *

En nuestro tiempo se manifiesta de modo oscuro, pero consistente, una figura estructurante de lo histórico social: la del sobreviviente. La figura del sobreviviente evidencia una verdad acerca del testigo. El testigo es un sobreviviente, en tanto que no siempre el sobreviviente es un testigo. Somos sobrevivientes, pero no por ello testigos. Somos sobrevivientes en tanto transitamos un lapso vital, existencial, cuyo desenlace da fin a la supervivencia. Somos siempre sobrevivientes respecto de alguien, pocos o muchos, que ha muerto, sea o no nuestro familiar, sea o no nuestro conocido, sea o no nuestro antepasado. Vivimos después de los muertos, y por ello somos sobrevivientes.

Pero nuestra intelección sobre la figura del sobreviviente no procede de este reconocimiento de algo que en sí mismo podría considerarse simplemente evidente –sin perjuicio de que enunciarlo nunca supondrá una revelación sino una puntualización destinada a señalar consecuencias– sino del sentido que impone cierta genealogía precisa. Reconocer la figura del sobreviviente ofrece significaciones que interesan a la discusión sobre lo que especifica la actualidad.

El sobreviviente –en cuanto lo paradigmático de la figura– es primero y antes que nada quien estuvo destinado al exterminio. El sobreviviente ofrece testimonio sobre el suceso con su sola existencia, y sienta las perspectivas de la vida tal como puede tener lugar después del exterminio. El crimen contra la humanidad es aquello a lo que el sobreviviente ha sobrevivido.

Sabemos tanto y cada vez más sobre el sobreviviente, a la vez que advienen también los flujos supersticiosos que sustituyen al saber por un conjunto de enunciados cuya calidad y consistencia se asemejan a los términos usuales de cuando se crearon las condiciones que hicieron posible el exterminio.

Es perceptible el estado de discrepancia, malestar y rechazo que se produce en forma creciente alrededor de la cuestión del sobreviviente. Podría todo ello entenderse meramente en relación con el trauma y la culpa, pero los sobrepasan.

Al sobreviviente, la condición de la supervivencia le otorga un manto de inmunidad respecto de la violencia, así como de una inversión de su potencia en relación con la violencia. El sobreviviente no ejerce violencia, no practica la venganza, el sobreviviente es inmune a la experiencia de la guerra. Que la guerra se haya vuelto extraña a la experiencia resulta afín al extrañamiento del sobreviviente respecto de la violencia. Sorprende que el sobreviviente no ejerza violencia ni venganza, pero se instaló durante años una aceptación tanto explícita como tácita de su condición de inmunidad.

La figura del sobreviviente antagoniza a la categoría agambeniana del homo sacer. Si el homo sacer puede ser asesinado, el sobreviviente es quien no puede ser asesinado, porque de algún modo ya fue asesinado en la forma del crimen contra la humanidad, y no puede ser objeto entonces ¡nuevamente! de violencia. Es también esta inmunidad la que inhabilita al sobreviviente para el ejercicio de la violencia.

La dinámica descrita no sustituye ni deniega otras razones por las que el sobreviviente se abstiene de la violencia. No obstante, es esperable y verosímil que todas ellas acompañen lo decisivo de su figura. El crimen contra la humanidad confiere al sobreviviente una cualidad transpersonal, una adscripción a la masa infinita de la humanidad, lo une con todos los seres humanos, en tanto había sido separado de ellos por el acto del exterminio. La supervivencia, al haber fracasado en separarlo de la humanidad, y al ponerse en evidencia la operación que se había ocultado y luego fracasado, procede en forma invertida: consolida la unión del sobreviviente con la humanidad. Esta unión es concomitante con la necesidad colectiva de articular el lazo social que se había desenlazado en forma general al haberse cometido el crimen contra la humanidad.

La condición del sobreviviente, en tanto estructurante del lazo social, instituye en forma también general un conjunto de notas matriciales que determinan profundas transformaciones en relación con el ejercicio colectivo de la violencia, es decir: la guerra sobre todo, pero también la represión social y la guerra civil.

Estos cambios no tuvieron lugar en forma simultánea y conjunta en 1945, sino durante el transcurso de los años sucesivos hasta el presente. Fue necesario que se produjeran desde entonces los profundos cambios históricos que conocemos para que adquiriera inteligibilidad interpretativa la figura del sobreviviente.

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, las prácticas de la violencia presentaron sucesivas transformaciones de índole radical. Algunas de ellas son las más evidentes, como ocurre respecto del armamento nuclear, y más en general con las llamadas armas de destrucción masiva. La noción de destrucción masiva, sustitutiva del combate y la confrontación entre destrezas y voluntades encarnadas, condujo al escenario que habitamos, en el que el ejercicio de la violencia cuenta con la condición de practicarse contra un colectivo de dimensiones inconmensurables, de manera intrínseca, estadísticamente genocida, y sin que la supervivencia tenga relación alguna con destrezas y voluntades. Sabíamos, a partir de Walter Benjamin, que el combate se había desvinculado de la experiencia y que era por ello que quienes retornaban del campo de batalla “no tenían nada que relatar”, pero no pudimos saber del mismo modo que los sobrevivientes, dado que la distinción de su figura se produjo años después –fue necesario el exterminio para originarla–, tampoco tenían ni tienen relación alguna con la experiencia. Es lo que nos relata Primo Levi.

Sabemos asimismo que el extrañamiento de la experiencia que alumbra al sobreviviente es parte integrante de las condiciones de la violencia y el exterminio, pero no podríamos saber desde el principio de qué manera la condición específica del sobreviviente iba a extenderse a las formas vigentes de la vida en común.

Digamos que si la filosofía y la literatura pueden ayudarnos en la intelección del sobreviviente, su derrotero está marcado por la historia, por la historia reciente, dado que solamente a partir de los devenires colectivos es que podremos intuir su presencia y su participación en las actuales relaciones de poder y en las presentes prácticas sociales.

Después del crimen

El crimen contra la humanidad se ha convertido, de excepcional que se concebía, en rutinario. Ha ocurrido con la suficiente asiduidad, no tanto como para naturalizarse, dado que guardamos la esperanza voluntarista de que tal normalización finalmente nunca impere, sino porque en cambio se ha instalado en el horizonte perceptivo de nuestro aparato cognitivo. Y, sin duda, una condición ineludible de ese estado de las cosas es la asociación entre armas de destrucción masiva –casi todas las que poseen, construyen y crean las sociedades contemporáneas lo son– y población demográficamente concentrada e inconmensurable.

El ejercicio de la violencia sometida a designios políticos, algo que ni por un instante ha dejado de pertenecer al ethos de los estados nacionales, cuyo número, como el de las poblaciones, no ha dejado de crecer, prosigue su incesante tarea. Pero ahora el afán tanático de la guerra, en el marco de la tanatopolítica, ya no procede como combate, ni siquiera como confrontación, sino como ciego estallido de fuerza física destructiva sobre una población. Solamente está en discusión la magnitud del blanco y el número de víctimas. Un interminable rosario de enunciados especula vanamente sobre las delimitaciones de los estallidos, los daños colaterales y las opciones normativas.

No obstante, en todos los casos se nos aparece la figura del sobreviviente. No queremos aquí referirnos a quienes sobreviven efectivamente a tal o cual ataque, dado que en ese caso estaríamos tratando algo harto conocido. De lo que aquí se trata es del sobreviviente como figura sociopolítica. El sobreviviente es un actor sociopolítico involucrado en el devenir histórico, y por lo tanto practicante habitual de los modos actuales de la violencia.

Ese mismo sobreviviente inhibido de ejercer la violencia, e inmune frente a su descarga, es quien ahora interviene en conflictos en que se ejerce la violencia, por razones de Estado, dominio territorial o económico, defensa de derechos étnicos o sociales, por las razones que impulsan los diferentes conflictos que se suceden ante nuestros ojos.

No es solamente un eufemismo cínico el recurso a la salvación de vidas que se emplea como justificación del ejercicio de la violencia en la actualidad, ni tampoco la referencia a la “defensa”. Habituados como estamos a ver en estas palabras solamente su falacia, no vemos asimismo su verdad. Vemos lo obvio: que quien “salva vidas”, en realidad mata, y que quien se defiende, en realidad ataca, y mata. Atribuimos estas contradicciones a las distorsiones que habitualmente la guerra ejerce sobre el lenguaje. La clausura que nos impide advertir la intervención de la figura del sobreviviente nos lleva a imponernos la clasificación aparentemente ineludible de victimarios para unos y de víctimas para quienes sean sus oponentes. Como disponemos de esa distinción binaria, decidimos primero (en un sentido meramente alegórico, el que la precedencia sea “primera”, dado que no es por raciocinio que se establece la distinción, aunque se la justifica argumentativamente) la identidad del victimario, y por lo tanto la de la víctima. El carácter dual de los conflictos entre dobles masas guerreras define el sustrato de la distinción.

Sin embargo, la presencia matricial de la figura del sobreviviente en nuestra época convierte la disputa por las palabras, alegadamente referida a falacias y eufemismos, en una pendencia de otro tipo. Ambos bandos se autoconstituyen como sobrevivientes, en tanto la condición que nos define, posthumana, es de sobrevivientes, impotentes para el ejercicio de la violencia, y sin embargo –y en ello reside una de las claves de la figura del sobreviviente– comprometidos con dar cumplimiento a la obligación de sobrevivir. Dado que la figura del sobreviviente conlleva en su corazón una forma de antiheroísmo: la lucha es por la supervivencia, en tanto desfallecer en esa lucha implicaría dar curso al crimen contra la humanidad. El sobreviviente, entonces, no puede ser confrontado con la mera violencia, ni se puede esperar de él el mero ejercicio de una violencia ofensiva ni defensiva. Ejercerá su violencia si se ve amenazado en su supervivencia, no ya en su dominio, soberanía o voluntad de poder, no obstante que esas sean las categorías de que disponemos para describir los acontecimientos, y todavía no hemos advertido adecuadamente que están ocurriendo otro tipo de sucesos que los que conocíamos.

En una confrontación violenta entre sobrevivientes, al menos uno de los dos debe hacer algo inusual en la historia de la guerra, inusual como subjetividad guerrera dispuesta a la violencia. En la historia de la guerra era tan necesaria la disposición a matar como la disposición a morir. En la guerra entre sobrevivientes aparece una nueva modalidad: el suicidio como arma de guerra. El suicidio espanta en la guerra por su ineluctabilidad, y porque parece extraño a la representación de la guerra que aún conservamos, y lo es. Anuncia formas nuevas de la guerra y la violencia. El suicida no renuncia a su vida, dado que todo soldado de alguna manera para ser soldado debe renunciar a su vida, en tanto la pone en manos de sus comandantes, al convertirse su cuerpo en arma de guerra del colectivo en confrontación. El soldado no muere necesariamente, puede sobrevivir: el suicida renuncia a esto, renuncia a la supervivencia. La renuncia a la supervivencia, valor central de la figura contemporánea del sobreviviente que nos constituye, es lo que nos espanta si no estamos preparados. Sin embargo, no es ajeno a la lógica de la violencia, que implica modalidades de subjetivación destinadas a la muerte.

La paradoja constitutiva de la figura del sobreviviente es que éste no puede matar ni puede ser asesinado, y no obstante debe matar y morir, porque la historia prosigue su curso después del crimen contra la humanidad al que hemos sobrevivido, y el ejercicio de nuevas formas de guerra reclama para sus fauces nuevas formas de subjetivación.

El combatiente confrontado con quienes han renunciado a la supervivencia asigna en forma correlativa un valor desproporcionado a su propia vida, de modo que se convierte en denegación de su impotencia para matar, en una máquina extremada y desproporcionadamente letal, con lo cual ofende la conciencia de la humanidad, sobreviviente al crimen cometido contra ella misma, e impaciente de una paz perpetua que no sabe ni puede alcanzar.

* Fragmento de “¿Reparar el mundo? Notas sobre la supervivencia”, incluido en La pregunta por lo acontecido, de reciente aparición (Ed. La Cebra).

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