Jue 10.07.2003

PSICOLOGíA  › CLINICA DE LA MARGINACION, LA EXCLUSION, EL HORROR

Psicoanalista en la trinchera donde se enfrenta el horror

Las autoras denominan “psicoanálisis en la trinchera” al que apuesta a operar “en los bordes de lo social, allí donde se cruzan las lacónicas voces de los pibes de la calle, el sonido desgarrado de quienes sobrevivieron a los centros clandestinos de detención, la impotencia de los desocupados”. En esa zona lindante con el horror, “muchas veces quien se siente arrasado es el analista”.

Por Elena Nicoletti y Fabiana Rousseaux *

Luis, de 15 años –en el contexto de un proyecto de trabajo con chicos en situación de calle–, quiere ver a un psicólogo porque está “muy nervioso”. Refiere que su madre, quien lo dejó cuando nació y volvió a buscarlo a los 6 años, le pega mucho y lo obliga a quedarse en la casa cuidando a sus hermanos.
Relata que abandonó un tratamiento anterior porque, cuando contaba sobre el maltrato materno “...la psicóloga decía: ‘Hay que ir al juez’”. En relación con esta intervención de aquella profesional, corresponde observar que la apelación al discurso jurídico, encarnado en la figura del juez –que puede ser necesaria en un contexto de ruptura de las reglas comunitarias y sociales–, importa un riesgo: confundir la compleja relación entre los sujetos con las figuras ideales del padre y de la madre y, en consecuencia, operar judicializando los desvíos. Es mejor, sin dejarse apabullar por la dureza de una historia terrible, sostener el alojamiento en la escucha.
Las entrevistas con Luis permiten ubicar un reclamo a la madre por su abandono, que funciona obturando la falta en ser. Un lapsus, “no puedo decidir pero no me dejan”, abre la posibilidad de pensar sobre su dificultad para hacerse cargo de sus decisiones. El responde al enigma del deseo materno con la ubicación fantasmática de la propia pérdida, que toma la forma de un pedido de ir a vivir a un “Hogar”.
El analista escucha esta demanda y algunos actings –se junta con un grupo de chicos que roban, hay maltrato a los hermanos, descuido personal– como intentos de ser alojado en el Otro. La eventualidad de concretar esa ida a un hogar, a través de la intervención de una asistente social, permite un acercamiento de la madre a Luis y la manifestación de un afecto antes inhibido: ella no sabe qué hacer con él pero no quiere que se vaya.
Luis abandona la idea de irse, la pelea con la madre deja ser el tema excluyente y comienza a incluir en sus sesiones algunas cuestiones sobre su relación con las mujeres y la sexualidad.
Apelamos a la responsabilidad del sujeto. Es preciso hacer lugar a aquello que el sujeto sabe de sí mismo y a lo que él desconoce pero que tiene sus efectos: la repetición que lo conduce nuevamente al lugar donde se estrellan sus buenas intenciones y a la chispa que le permite, justo ahí, esa vez, hacer algo diferente.
La interrogación que nos atraviesa es cómo operar desde una posición que reconozca las determinaciones estructurales pero sin congelarlo en un lugar de víctima impotente, y cómo hacer lugar a la responsabilidad subjetiva sin cargar en esa mochila el peso de su lugar en la estructura social.
Las prácticas de los profesionales que intervienen en las instituciones son consecuencia de una posición ética, que produce efectos en la nominación de quienes allí se alojan.
Una intervención que permita particularizar algo de lo que les sucede a los sujetos implica producir un espacio donde la palabra cobre un valor diferencial respecto de los enunciados monolíticos de la lógica institucional. En esos pliegues podemos apostar a la emergencia de nuevas significaciones, para quebrar algo del destino de exclusión que suele acompañar a los que ya han sido marginalizados.
Cuando el psicoanalista está en este lugar, está en la trinchera. Es decir, en aquellas zonas donde parece que lo imposible se torna posible —en el sentido que Giorgio Agamben describe el despojo de la condición humana en los campos de concentración nazis–; en los bordes de lo social, allí donde se cruzan las lacónicas voces de los pibes de la calle, el sonido desgarrado de quienes sobrevivieron a los centros clandestinos de detención, la impotencia de los desocupados. Allí donde las coordenadas de la miseria, la exclusión y el dolor se cruzan con un sujeto que, todavía, puede pregunrarse qué hacer con eso.
Así, la trinchera se define como borde de lo real, límite ante el horror, ese lugar donde Sigmund Freud (Más allá del principio del placer) ubica la angustia como la última protección. ¿Qué puede hacer un psicoanalista en la trinchera?: generar una clínica que opere produciendo nuevo lazo que permita al sujeto incluirse en otro discurso, o ser testigo de lo que viene a decir.
Cuando trabajamos con la miseria extrema o con la violencia o con situaciones donde el sujeto no fue alojado en ningún lado, muchas veces quien se siente arrasado es el analista. ¿Cómo desenmarañar las cuestiones preliminares para el abordaje del sufrimiento particular de cada uno? ¿Dónde ubicar la subjetividad? Sabemos que, para que un sujeto pueda emerger, hace falta un deseo que no sea anónimo, pero es necesario sortear el arrasamiento de las condiciones sociales para no confundirse y suponer, a priori, un sujeto arrasado; esa producción de un nuevo lazo es a condición de saber escuchar.
Quienes nos encontramos en contacto cotidiano con los sectores de mayor vulnerabilidad, y enfrentamos a diario el arrasamiento de sus derechos humanos más elementales, reconocemos fácilmente la responsabilidad que le cabe a la sociedad, principalmente a los grupos de poder económico y político. Sin embargo, constatamos que aquello que lo limita, lo determina, no sólo es de orden social.
Si Agamben plantea que en Auschwitz –como paradigma del horror– se trató de hacer posible lo imposible, en nuestro recorrido analítico la operación se invierte, y se trata de hacer imposible lo posible: es decir, introducir una interdicción que acote el goce del todo-posible. El dispositivo analítico como instancia de agotamiento de lo posible. Esta sería la lógica de bordear el horror. Hacer alguna otra cosa con eso. Hacer ficción con lo real.
Nadie desaparece
Entre los efectos fundamentales que la política de la desaparición, durante la última dictadura militar, instaló en las personas afectadas, uno de los más decisivos fue la incertidumbre. Por cierto, este modo de la incertidumbre no es del mismo estatuto que la fórmula “no hay certidumbre toda para el ser”. El mecanismo de la desaparición toca un punto de in-creencia: nadie desaparece; la desaparición desafía uno de los principios fundantes de la existencia humana.
Ya no se trata de lo que los analistas proponemos como el encuentro con lo imposible de significar que atraviesa a todo sujeto en tanto tal; el registro en juego es más bien un atravesamiento brutal al otro margen de la existencia. Si la muerte es un agujero que se produce en lo real; si el duelo es un agujero que se abre en lo simbólico y el comienzo de un trabajo de movilización significante para intentar bordear algo de ese agujero abierto, la desaparición, en cambio, se instala en ese espacio que va de la incertidumbre a la construcción de una muerte. Es lo que no hace serie.
Cuando en el trabajo clínico escuchamos a quienes sobrevivieron de los campos, la pregunta que se impone es, ¿cómo se sanciona, a nivel subjetivo, haber atravesado esta experiencia?
En La escritura o la vida, Jorge Semprún dice: “Pues la muerte no es algo que hayamos rozado, con lo que nos hayamos codeado, de lo que nos habríamos librado, como de un accidente del cual se saliera ileso. La hemos vivido. No somos supervivientes, sino aparecidos”.
Un paciente que durante los años de la dictadura estuvo desaparecido en un centro clandestino de detención, en su primera sesión dice que, luego de contar su historia, cree haberlo dicho todo. La experiencia del campo se anuda a todo, le da sentido a todo, nada queda por fuera de este sentido. ¿Qué más habría para decir luego de esa experiencia? “La vida en el campo es lo más cercano a la muerte”, dice él.
“El horror no era más que el envoltorio, la apariencia, en definitiva. Cabría pasarse horas testimoniando acerca del horror cotidiano sin llegar a rozar lo esencial de la experiencia del campo”, escribió Semprún.
Este paciente ya había atravesado distintos tratamientos; esta vez la consulta se disparó a partir de una estafa, un engaño, por parte de un amigo. La pregunta que promovió su consulta es: “¿Por qué me engañó?”; escena que él ubica como insoportable.
Ante una intervención de la analista en relación con la posición de engañado, se produce un efecto de destotalización del significante “desaparecido”. La inclusión de una verdad no-toda, no todo desaparecido. Esto permite abrir otra dimensión diversa del estatuto de “desaparecido”.
Ha sido necesaria una operación que agujereara, no ya el vacío de significación, sino su exceso. Jacques Lacan dice que la verdad sólo puede ser dicha a condición de no extremarla, de sólo decirla a medias. Se trata de producir un acto de nominación, ya que la nominación instaura un recorte de sentido: “engañado” abre una nueva dimensión. Y esto abre la posibilidad de quedar sujetado a la palabra, donde se aloja la singularidad de cada historia.
En la experiencia del campo no se trata de la confrontación con lo fantasmático sino de la confrontación brutal con el horror. Es un horror hecho de otra estofa que el horror a la castración. Allí este paciente, “tachado del mundo de los vivos” (así Lacan, en el Seminario VII, define la posición de Antígona), quedó privado de otros sentidos que también le eran propios. Aquí, “estafado” permite hacerlo consistir en otra verdad, una media-verdad que ahora lo tacha del mundo de los muertos, poniendo a circular el efecto coagulante de la desaparición.
Y “ése es precisamente el trabajo al que hay que llevar al sujeto en el análisis, sin querer hacerlo por él: el trabajo de rodear de forma conveniente el agujero del Otro del lenguaje que llamamos castración” (Miquel Bassols, “La interpretación como malentendido”, revista Uno por Uno, Nº 44). Sostener el lugar del analista implica sortear la fascinación paralizante que producen estos rostros de lo imposible. El desafío en este campo es trabajar con lo que de entrada no se sintomatiza. ¿Cómo no enmudecer frente a la Gorgona? ¿Cómo sostener la palabra cuando la mirada queda capturada por el horror? Y, si la decisión no es mirar para otro lado, qué hacer cuando la pulsión se presenta descarnada y cuando la vida, tanto propia como ajena, es despojada de valor.
Si, en la práctica analítica, el desciframiento es nodal, se trata ahora de otra operación que podríamos describir como posibilidad de cifrar: donde la palabra opere como límite; o la posibilidad de un sostén para la palabra del sujeto aunque éste no pueda proferirla, aunque sea una conjetura.
Nos alejamos así de la precipitación de sentidos que otorgan las nominaciones “con que la época intenta suturar las incertidumbres del hombre” (Juan Dobón, Lo público, lo privado, lo íntimo. Consecuencias de la ley en el sujeto, Editorial Letra Viva): bulímica, toxicómano, víctima.
La ubicación del sujeto como víctima dificulta su reconocimiento como deseante, como capaz de reconocerse en sus determinaciones inconscientes, en su lugar en el deseo del Otro. Muchas veces la pregnancia imaginaria de la miseria, la magnitud de la distancia de los sujetos respecto de los ideales de la cultura, lo que se considera pobreza intelectual o falta de estímulos, no permite escuchar, no permite reconocer el deseo del sujeto –por ejemplo, en la transferencia–, lo cual lleva a la imposibilidad de un tratamiento porque se interpreta como falta de recursos una negativa ahablar propia de quien requiere asegurarse del otro antes de abrir una pregunta sobre su padecimiento.

* Psicoanalistas; coordinadoras del Area de Derechos Humanos y Psicoanálisis del Instituto de Investigaciones del Campo Psi-jurídico.

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