PSICOLOGíA › “DAñOS COLATERALES” DEL DIVORCIO
La autora examina las nuevas redes familiares que se originan como consecuencia de los divorcios y nuevos matrimonios: concluye que “el conflicto y la falta de comunicación suelen perjudicar la crianza de los hijos” y sostiene que “la mejoría vendrá de cambios culturales que promuevan una parentalidad más reducida, selectiva y responsable”.
› Por Irene Meler *
El malestar vincular que existe hoy entre mujeres y varones no se manifiesta, como lo hacen otras tensiones sociales, mediante disturbios en la vía pública, destrozos y quema de neumáticos. Por el contrario, transcurre en la intimidad de los hogares, generando tendencias sociales que afectan en la actualidad a todo Occidente. Los divorcios son cada vez más frecuentes, las uniones conyugales duran poco, por lo que marido y mujer se separan aunque en el hogar haya niños pequeños. Por este motivo, los sectores medios, antes formales y respetuosos de leyes y rituales, hoy están dejando de casarse. Esta tendencia ha sido denominada en Francia como démariage, algo así como “desmatrimonio”, y evidencia que el matrimonio, como institución, atraviesa por una profunda crisis.
La consulta psicológica recibe a muchos de los participantes en estos conflictos, que con frecuencia adquieren un nivel elevado de confrontación. No es fácil definir si el odio destructivo que circula en el antiguo vínculo amoroso se debe a patologías individuales de uno o de ambos cónyuges o si los trastornos psíquicos evidentes son efecto de la crisis vital y podrán revertirse en un futuro. A veces se observa la primera alternativa y en otros casos, más benignos, cuando se dirime el conflicto por los bienes y por los hijos, la situación vincular y psicopatológica mejora.
Recientemente me ha interesado estudiar las relaciones de género en los ensamblajes familiares (Meler, I: Recomenzar. Amor y poder después del divorcio, Buenos Aires, Paidós, 2013), pero he dedicado estudios anteriores a la crisis del divorcio (Meler, I: “El divorcio. La guerra entre los sexos en la sociedad contemporánea” en Género y familia, de Burin, M. y Meler, I., Buenos Aires, Paidós, 1988). En esas indagaciones opté por poner en foco el vínculo que se establece entre los integrantes de la pareja en conflicto, considerándolo no sólo desde una perspectiva psicodinámica sino, de modo simultáneo, como la expresión de las luchas por el poder que se entablan entre los géneros en las sociedades contemporáneas. Los he analizado en su carácter de conflictos políticos.
Existe un nivel intermedio para el análisis. Entre lo individual y lo social media la red familiar, que debe ser analizada para dar cuenta de la efectividad de los eventos transgeneracionales. Un ejemplo de la eficacia de este enfoque puede ilustrarse mediante un hallazgo de investigación. En estudios de casos, encontré cómo algunos hijos de matrimonios de-savenidos, que habían permanecido unidos cuando el divorcio representaba un estigma social y la monogamia indisoluble era imperativa, han recibido el mandato implícito de hacer efectivo un divorcio no consumado entre sus padres. Así realizan, de modo paradójico y contradictorio con los afectos y representaciones manifiestos, un deseo de sus progenitores. Este es uno de tantos ejemplos del modo en que la soberanía del yo resulta ilusoria.
Una cuestión central en la mayor parte de los divorcios y de las nuevas uniones es la relación que se establece entre las generaciones, o sea, entre padres e hijos, y el modo en que los hijos, partícipes a pesar suyo del conflicto, padecen los efectos de los procesos de disolución y de recomposición familiar. Existen estudios longitudinales, prolongados durante un cuarto de siglo (Wallerstein et al., Wallerstein, J., Lewis, J. y Blakeslee, S., El inesperado legado del divorcio, Barcelona, Atlántida, 2000), según los cuales los hijos de padres divorciados tienden a oscilar entre dos tendencias. Algunos evitan establecer parejas y familias, mientras que otros se precipitan en uniones impulsivas que deshacen de modo sucesivo, para finalizar también en un estado de aislamiento respecto del vínculo amoroso.
Como toda categoría conceptual, la denominación “familias ensambladas” –o “recompuestas”– ordena el pensamiento y, a la vez, violenta la realidad a observar. Existe en su interior una gran diversidad, que se refiere tanto a la relación que se establece entre los cónyuges como a la condición de los hijos que viven en esas redes familiares. En esta ocasión me refiero a la situación de los hijos, niños o adolescentes, cuya existencia ya no transcurre en un núcleo familiar, sino que circula en el interior de una constelación, o sea que migra entre los diversos núcleos generados por el estallido del núcleo originario y por la nueva composición de otras organizaciones familiares.
No es igual convivir con una madre que ha pasado a ser cabeza de familia y que debe desempeñar los roles de cuidado que antes correspondían a ambos padres –a lo que suma la necesidad perentoria de garantizar la subsistencia económica del hogar–, que habitar el hogar del padre, o el de una madre que se ha unido a un nuevo compañero y tal vez ha tenido con el mismo otros hijos. Estas situaciones generan dificultades y ventajas específicas, pero generalmente tienden a ser decodificadas como desventajosas en el contexto de la añoranza del modelo familiar nuclear, que parecía brindar mayor estabilidad. Por ejemplo, un niño que convivía con su madre, el nuevo esposo de la misma, sus hermanos, y dos hijos nacidos de la nueva unión, visitaba además el hogar paterno, donde vivían dos medio hermanos por parte de su padre. En el curso de un diagnóstico psicológico, al solicitarle que dibujara una familia me pidió: “¿No podría dibujar una familia normal? Esas de madre, padre e hijos...”.
Más allá del prejuicio, en las redes familiares actuales se observan algunos problemas específicos. Estoy lejos de compartir el optimismo de Elisabeth Roudinesco, quien considera que las nuevas familias en red desempeñan sus funciones de cuidado de modo adecuado. Puede ser que esta meta haya de lograrse en un futuro, una vez que exista una mayor aceptación cultural de estos arreglos familiares. Por ahora, el conflicto y la falta de comunicación que se registran con frecuencia entre los segmentos de la red afectan de modo desfavorable la crianza.
La confrontación que se ha planteado entre los antiguos cónyuges no termina con el divorcio, sino que, en muchos casos, se prolonga durante años. El progenitor que no convive con los hijos difícilmente logre desempeñar su rol de modo eficaz. Los padres varones son quienes se encuentran con mayor frecuencia en esta situación, aunque la proporción de las madres que han perdido la convivencia con sus hijos está en aumento. Los aportes económicos del progenitor no conviviente suelen ser discontinuos, cuando no caducan totalmente. Los cuidados escasean y hay muchas situaciones de abandono parcial. Los hijos con quienes no se comparte lo cotidiano son objeto de un régimen mixto que combina la seducción, para retener su cariño, con el descuido por falta de contacto habitual con el sistema educativo y con el sistema de salud. A esto se agregan los celos con respecto al cónyuge no progenitor que comparte la existencia con los hijos, y la envidia y el resentimiento contra el ex cónyuge, sobre todo si disfruta de una situación económica y social que aventaja la propia. Surgen entonces las instrucciones contradictorias en desafío a la cultura familiar del hogar donde los niños residen, y así se genera anomia, que es un caldo de cultivo para las trasgresiones adolescentes.
Las madres que quedan a cargo de los hogares monoparentales padecen una sobrecarga que conspira contra su aptitud maternal. Esto favorece que busquen o acepten nuevos contratos conyugales donde hipotecan parte de su autonomía, que tan gravosa ha resultado de mantener. La ilusión de protección a veces se cumple, al menos en parte, pero en muchos casos se transforma de modo siniestro, cuando la inicial actitud positiva del nuevo marido se torna en franca discriminación contra los hijos de otro hombre, a los que llega a experimentar como intrusos en su nuevo hogar. Si bien las mujeres también pueden, en algunos casos, discriminar a los hijos del marido, esta actitud es menos frecuente y de más baja intensidad. A esto contribuye el imperativo cultural maternal, que estimula los afectos positivos de las mujeres hacia los niños y jóvenes. Los varones, en cambio, mantienen a menudo sus aspiraciones posesivas sobre las mujeres y rechazan a quienes consideran como representantes de un rival, que, aunque derrotado, aún es temido.
Los hijos que viven con ambos padres suelen ser los que nacieron de la unión de un varón divorciado con una mujer soltera, quien se inicia como madre en el contexto de ese matrimonio. La diferencia entre su existencia y la de los hijos de matrimonios unidos en primeras nupcias se refiere a las visitas de los medio hermanos al hogar. Pero si bien el padre ha tenido escasa motivación para traerlos al mundo, porque ya tenía hijos, al ser propios y producto de un nuevo amor suele apreciar la oportunidad de construir otra vida familiar. Los sentimientos de culpabilidad respecto de los hijos de la primera unión pueden interferir en su relación con estos nuevos hijos, pero no es habitual que los varones sean particularmente vulnerables a la culpa. De esta tendencia epidemiológica da testimonio la prevalencia de las depresiones entre las mujeres, que duplica a las depresiones masculinas.
Cuando es el padre quien convive, en el contexto de una familia ensamblada, con algún hijo de su primera unión, he observado que éstos suelen ser niños adaptados, lo que se debe a la habitual vocación masculina para poner límites. El mayor poder económico y simbólico que muchos padres detentan en relación con sus compañeras les permite proteger a sus hijos en el nuevo hogar.
Hay niños que han nacido como prendas de paz en hogares complejos, donde conviven hijos de uno y de otro cónyuge. Las madres, que ya han tenido otros hijos, no tienen por lo común una especial vocación personal para cuidar de un nuevo hijo, pero los buscan como factor de unión en un hogar que amenaza estallar debido a los conflictos que lo atraviesan. Cuando sus padres varones no tienen otros hijos propios, el efecto buscado resulta paradójico. Un padre que se unió a una mujer que ya era madre, siendo él soltero, decía: “Ahora que tengo mi propio hijo, comprendo que nunca podré querer a los hijos de ella del mismo modo”. De manera que estas “palomas de la paz” suelen ser más queridas por sus padres que por sus madres y deben enfrentar además los celos de sus medio hermanos.
¿Quiénes son los hijos que están en mayor desventaja? Se trata de los hijos de las esposas, cuyo padre los ha abandonado y no aporta dinero ni cuidados. La madre se ha visto sobrecargada durante su período monoparental y no ha podido brindarles la atención adecuada. Estos niños suelen procesar la dolorosa pérdida del vínculo con su padre mediante una identificación melancólica. Así, pasan a encarnarlo en el interior del hogar en que ahora habitan, prestándose a representar a un enemigo interno. Si su padre es una figura desvalorizada, la nueva pareja conyugal puede depositar esta imagen sobre el hijo que se le parece. Este encuentro fatal, entre identificación y depositación, promueve la exclusión. Estos niños presentan con frecuencia problemas de aprendizaje y de conducta y pueden padecer impulsiones, presentar conductas antisociales y hacerse adictos a drogas ilegales.
Como puede advertirse, las actuales guerras privadas entre varones y mujeres dejan daños colaterales. Los terapeutas los asistimos, pero la mejoría estructural vendrá de modificaciones culturales que promuevan una parentalidad más reducida, más selectiva y asumida con mayor responsabilidad. Quedará atrás la tendencia a procrear porque todos deben tener hijos, sino que sólo se asumirá esa compleja tarea cuando exista una vocación genuina hacia la crianza. Algunos indicadores sugieren que esta aspiración no es tan utópica como parece: así lo señalan la reducción del tamaño de las familias entre los sectores medios y la actitud reflexiva que hoy se advierte entre los jóvenes frente al matrimonio y la parentalidad. La decisión de casarse y tener hijos ya no es percibida como un mandato, sino como una de tantas opciones posibles para un proyecto de vida.
* Directora del Curso de Actualización en Psicoanálisis y Género (APBA y UK) y codirectora de la Maestría en Estudios de Género (UCES).
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