Jue 05.06.2014

PSICOLOGíA  › HISTERIA, OBSESIóN Y DESENCUENTRO DE LOS SEXOS

Medias naranjas no me quedan...

La cultura en Occidente ha sostenido durante siglos la ilusión del “alma gemela”, la “media naranja” que completaría a la mujer o al hombre, pero “los hechos la refutan una y otra vez –advierte la autora–: quienes hablan del amor no dejan de referirse a la desdicha, los encuentros son seguidos por desencuentros”. Aunque “quizá pueda emerger un nuevo amor más advertido de la no relación que está en su base”.

› Por Silvia Ons *

“No hay relación sexual” es una afirmación de Lacan, célebre ya, y que en su momento causa escándalo y da lugar a numerosas réplicas: “¡Pero claro que hay, si es evidente!”. ¿Cómo es posible que alguien tenga la osadía de desmentir este hecho tan certero? Pero Lacan no niega con tal aforismo el acto sexual, sino una relación que pueda escribirse: entre el hombre y la mujer, nada está inscripto de antemano, no hay brújula preestablecida. El acercamiento entre los sexos no está programado como el del óvulo con el espermatozoide. Todo encuentro trae aparejado un desencuentro estructural, dado por la heterogeneidad entre el goce de uno y el del otro. No hay “media naranja”.

El mito del andrógino –ser que es dividido y luego busca en el mundo la unidad que le falta– atraviesa la cultura occidental y sella cada una de las ilusiones amorosas. La idea de un alma gemela, la media naranja, el príncipe azul, la mujer ideal, el hombre perfecto, son las maneras en que el mito pervive después de tantos siglos. Los hechos lo refutan una y otra vez; quienes hablan del amor no dejan de referirse a su desdicha, los encuentros son seguidos por los desencuentros, los malentendidos inevitables. El amor eterno lo es en cuanto no se realiza. Lacan dice que, si hay un encuentro serio entre un hombre y una mujer, se pone en juego la castración. Para Lacan, la castración no remite solamente –como en Freud– al temor a perder el pene en el caso del varón o a la desolación por no tenerlo y a la envidia consiguiente en el caso de la mujer. La castración es, para Lacan, la inconmensurabilidad radical entre el goce femenino y el masculino.

Lacan considera que el goce genital masculino está marcado por la impronta de la tumescencia y detumescencia del pene. Un orden discontinuo signa ese placer que se consuma al llegar al límite; se trata de un goce acotado por el órgano. Prontamente advertimos la diferencia con el goce femenino: éste es un goce envuelto en su propia continuidad, impreciso e impenetrable, que hace que la mujer se experimente extraña aun para sí misma. Tal continuidad hace que la mujer no “acabe” aunque llegue al orgasmo, ya que éste no implica un corte. El verbo “acabar” expresa la cercanía del orgasmo con el fin y, al igual que “consumar”, indica que algo se realiza encontrando un límite. Se dice que la mujer puede ser “multiorgásmica” y con ello se indica que el orgasmo femenino no implica un cierre, como el del varón. Así, mientras que el hombre vivencia la experiencia del corte, en la mujer la vivencia es la de la abertura, que necesita recubrir con palabras de amor: es común la tristeza que las invade si el compañero no llama al día siguiente. Pero este simple ejemplo vale para mostrar la disimetría entre los sexos, que no solo se manifiesta en el acto sexual, sino que, en todo caso, lo ilustra de manera paradigmática.

El goce de cada uno entra en disyunción con el amor y así constituye su obstáculo más poderoso, su límite, su más cara objeción. Respecto del amor en su particularidad, el goce del partenaire lo pondrá siempre en jaque, y acaso en el instante en que en el baile de disfraces los amantes se sacan las máscaras es cuando emerge su verdadero rostro: él no es él y ella tampoco. La caída de la idealización es coetánea con la manifestación de esa cara del otro, extraña a la propia; quizás allí pueda emerger un nuevo amor más advertido de la no relación que está en su base.

Según concluye Lacan, inevitablemente la relación sexual no cesa de no escribirse. Y sin embargo, o tal vez por esa dificultad, se ha escrito tanto y tanto sobre el amor, como si su naturaleza insondable inspirase una y otra vez a los poetas de todos de los tiempos. “Puesto que con tanto calor exaltas el poder creador de poeta –declara Johann Wolfgang von Goethe a Bettina von Arnim–, creo que leerás con placer una serie de poemas que va aumentando en las horas propicias. Cuando más tarde aparezcan ante ti, verás que mientras tú estimas necesario reavivar el pasado en mi memoria, yo procuro elevar a estos dulces recuerdos un monumento.” Pero no sólo escribe cartas el literato o el filósofo o el célebre, sino también el hombre común. Y hay algo tan singular y al mismo tiempo tan ordinario en toda correspondencia amorosa que el propio Borges se reconoce en sus cartas a Estela Canto como un “horrible prosista”, quizá porque todo enamorado padece de los mismos desvelos.

A tal punto es una experiencia que llama al testimonio de La Rochefoucauld, quien dice que nadie sabría lo que es el amor si no hubiese en algún momento escuchado hablar de él. El amor, en definitiva, intenta recubrir la no relación sobre la que se asienta. El amor se orienta hacia aquel que pensamos que puede revelarnos nuestra verdad; claro que esa verdad es muy difícil de soportar, aunque el amor permita imaginar que esta verdad será amable. Y por ello Jacques-Alain Miller afirma que amamos a aquel o a aquella que podría responder a la pregunta acerca de quiénes somos.

Por eso, el que ama está en posición de falta; de ahí que el amor feminice y pueda ser perturbador para muchos hombres. Y así siempre son ellos quienes se rebelan frente a la famosa frase de Lacan “Amar es dar lo que no se tiene”, afirmando, por el contrario, que amar es dar lo que se tiene. Lo que el aforismo indica es que la falta es la que se entrega al otro y que su valor es diferente de los bienes, regalos y potencia, ya que esa falta implica reconocer que se necesita al otro.

“Es una histérica”

Cuando Freud descubre los pilares del psicoanálisis –el inconsciente, la sexualidad, el síntoma, la transferencia– es reenviado al análisis de su propia sexualidad, de su Edipo. Con la histeria, Freud descubre el carácter esencial del deseo, su naturaleza insatisfactoria, esa que hace vacilar al amo y causa la mayoría de las veces irritación. Es común que los hombres digan de ella que nada le viene bien y que utilicen al respecto frases conocidas. Es común que el dicho “Es una histérica” tenga una significación despreciativa: atraer y luego sustraerse, no conformarse nunca, no saciarse jamás. Freud y Lacan toman con seriedad lo que el vulgo menosprecia y ven que ese deseo insatisfecho está dirigido a un amo-maestro para que produzca un saber sobre ese misterio que ella atesora.

Pero hoy en día el saber se consuma en la producción de objetos tecnológicos, esos gadgets de los que hablaba Lacan. Los imperativos del mundo actual nos compelen a dar rienda suelta a los impulsos sin tregua y sin la necesaria pausa que implica el callar. Detengámonos en la rapidez con que se insta a dar una respuesta inmediata a lo que se pregunta y que es imposible de explicar en un minuto. Por otro lado, el decir todo se ha transformado en un deber; los programas televisivos muestran un confesionario que ha devenido lugar público. La tecnología anula los espacios que estaban confinados al silencio; lejos ha quedado la muchedumbre silenciosa, que hoy transcurre acompañada por los infaltables celulares, hablando o enviando mensajes de texto insustanciales. Así, si en la época de Freud había que liberar al síntoma de su silencio, hoy hay que llevar el parloteo sin medida a la singularidad de un decir propio. Esto se debe a que el mercado también estimula el deseo histérico, que, cuando no tiene detención, conduce al extravío. El psicoanalista Javier Aramburu, haciendo un juego de palabras, llama a la histeria del siglo XXI no “de conversión” (síntomas en el cuerpo) sino “de conversación”.

Es tan obse...

La manera en que los neuróticos obsesivos intentan detener el tiempo es permanecer en la duda, ya que una decisión siempre implica una pérdida. Tal escamoteo entraña mirar la vida como desde un palco, rechazando estar en el escenario del devenir; de ahí que no querer que el tiempo pase, creerlo eterno, conduzca paradójicamente a la mortificación. Freud hace suya la frase latina Si vis vitam, para mortem: “Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte” y, también, “Si quieres vivir la vida, prepárate para la muerte”; prepararse quiere decir no soslayar la finitud.

Clásicamente, en el intento por preservar el ser de la finitud se separa el ser del tiempo. El amor y la verdad siempre han tenido la pretensión de quedar resguardados de los avatares temporales, confinados ellos al “fuera del tiempo”. No por nada se habla de las “verdades eternas” y los “amores eternos”. Gilles Deleuze dice que el tiempo pone a la verdad en crisis; agreguemos que también al amor. La manera de mantenerlos estancos es... no ponerlos a prueba. Por ello los amores imposibles son los que aspiran a una eternidad en cuanto no se realizan, pero al mismo tiempo son amores muertos, coagulados en un eterno presente, fijos en lo que podría haber sido.

* Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana. Texto extractado de Todo lo que necesitás saber sobre psicoanálisis, de reciente aparición (Ed. Paidós).

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