PSICOLOGíA • SUBNOTA
› Por Silvia Ons
San Pablo, en el pasaje más famoso de sus escritos, el versículo 7 del capítulo 7 de la Epístola a los Romanos, sostiene que no hay pecado anterior ni independiente de la Ley; la Ley, pues, crea el pecado o, mejor dicho, la Ley crea el pecado al prohibir el deseo: “Pero el pecado, aprovechando la oportunidad del mandamiento, produce en mí todo tipo de codicias. Sin la ley, el pecado está muerto. Alguna vez yo viví sin la ley, pero cuando llegó el mandamiento, el pecado revivió y yo morí, y el mismo mandamiento que prometía vida demostró ser muerte para mí”. San Pablo ilustra de manera ejemplar en esta frase el circuito de la morbosidad mortificante de la prohibición y el deseo. La interdicción crea el pecado al constituir al goce como ilícito y culpable. Paradójicamente, transgredir la ley no quiere decir otra cosa que ser obediente a sus designios, verse compelido irremediablemente a desear lo prohibido, alienarse inexorablemente en el deseo del Otro.
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