A partir de una recorrida por la novela 1984, de George Orwell, y de los elementos manejados por el “marketing político” y su labilidad, Fernández Miranda plantea una mirada sobre la construcción del voto de Cambiemos y sus perspectivas futuras.
› Por Jaime Fernández Miranda *
El debate televisado de los candidatos a presidente anterior al ballotage planteó una situación francamente irrisoria, tanto más irrisoria cuanto que parecía inevitable. Scioli debía demostrar –y a ello se abocó durante todo el debate– que detrás de la retórica vacía del macrismo se ocultaba un programa neoliberal salvaje. Lo irrisorio es que sólo tres días antes del debate Macri y sus economistas, tal vez demasiado confiados en un triunfo inexorable, habían violado la estricta política de ocultamiento que se habían impuesto explayándose en todos los medios acerca de la devaluación, la quita de subsidios y el aumento de tarifas que ejecutarían una vez asuman el gobierno. Entonces, ¿por qué Scioli se abocaba con tanto ímpetu a develar lo que estaba a la vista de todos?
Develar lo evidente, curiosa paradoja que echa por tierra la frase canonizada: “nadie resiste un archivo”, y que denuncia un rasgo fundamental de la subjetividad contemporánea. Con la simple negación de aquello que había dicho tres días antes –y que toda la población había oído–, Macri se mostró inmune al archivo. Mascullamos la sensación de que es posible decir cualquier cosa, lo que sea, porque nada tiene consecuencias.
Es interesante remarcar que entre los discursos (por momentos virulentos) que sostenían –y aún sostienen– los votantes de Cambiemos en las redes sociales, raramente se leía un franco acuerdo con las políticas neoliberales. Podemos suponer que algunos votaron a la alianza porque pertenecían al pequeño grupo que se vería favorecido por un modelo neoliberal, otros porque se sentían individualmente inmunes al ajuste, otros porque no importaba qué haría Macri con tal de que el kirchnerismo dejara el poder. Pero al margen de todas estas modalidades, que suponen un cierto reconocimiento y diversos grados de aceptación de las políticas económicas ortodoxas que Macri aplicaría, se destacaba un caudal importante de personas que parecían desconocer aquello que había circulado por todos los medios, incluso por los medios corporativos. La cuestión es inquietante: aquello que es visto y oído parece no ser reconocido o incorporado.
Esta situación nos confronta con algo más sutil y más potente que la estrategia de ocultamiento del macrismo y que las operaciones de la prensa corporativa. Tanto una como la otra plantean una relación a lo invisible; por el contrario, en el desconocimiento de lo visto y lo oído se trata de una relación a lo evidente. ¿Tan evidente que no se lo ve, como la carta robada de Poe? No, lo más inquietante es que se lo ve y se lo puede reproducir al infinito, pero es como si no tuviera efecto alguno sobre el sujeto ¿Qué hay aquí en juego, que modalidades subjetivas se revelan y ocultan detrás de este síntoma?
En muchos casos, es cierto, ha operado el mecanismo que Freud llama desmentida, a partir del cual el sujeto impugna la percepción de aquellos elementos de lo real que amenazan una creencia –en este caso, de todo aquello que recusaba la inminencia del mundo feliz preconizado en la campaña de Cambiemos–. La astuta idea de una “campaña del miedo” ofreció un territorio donde fue a parar todo aquello que se sabía, pero no se sabía, aquello que era percibido y desmentido en un mismo acto. Es interesante observar cómo unas pocas semanas más tarde, ante las primeras medidas del gobierno de Macri que contradecían profundamente el mundo ideal de diálogo, alegría y republicanismo dibujado en la campaña, el destino de la desmentida fue un aferramiento enceguecido a la creencia renegatoria con el consiguiente aumento de la violencia discursiva en las redes sociales.
Pero al lado de este mecanismo quisiera situar otra modalidad de desconocimiento de lo que ha sido visto y oído en la que no se trata, como en la desmentida, de una impugnación de la percepción sino de una inconsistencia de la inscripción psíquica, modalidad más sutil y más radical que, pienso, ha sido decisiva en las últimas elecciones presidenciales y que delata un rasgo fundamental de la subjetividad contemporánea en su relación con la memoria y el tiempo. En la actualidad, a la sobreabundancia de registros exteriores (audios, videos, notas escritas) parece corresponderle un vacío a nivel del registro subjetivo, más aún, es posible decir que cuanto más atiborrado de registros objetivos está el sujeto, más merma la capacidad de incorporar la información. Se trata del reverso perfecto del mecanismo de censura.
En 1984, extraordinaria novela, George Orwell crea un mundo dividido en cuatro territorios. Winston Smith, el protagonista principal, vive en la ciudad de Londres ubicada en uno de estos territorios –Oceanía–, el cual está gobernado hace décadas por un Partido totalitario que despliega una maquinaria de control absoluto y casi perfecto sobre sus habitantes.
“... en ese momento, en 1984 (si es que efectivamente era 1984), Oceanía estaba en guerra con Eurasia y era aliada de Asia Oriental. En ningún discurso público ni conversación privada se admitía que estas tres potencias se hubieran hallado alguna vez en distinta posición cada una respecto de las otras. Winston sabía muy bien que, hacía sólo cuatro años, Oceanía había estado en guerra contra Asia oriental y aliada con Eurasia. Pero aquello era sólo un conocimiento furtivo que él tenía porque su memoria ‘fallaba’ mucho, es decir, no estaba lo suficientemente controlada. Oficialmente, nunca se había producido un cambio en las alianzas. Oceanía estaba en guerra con Eurasia; por tanto, Oceanía siempre había luchado contra Eurasia. El enemigo circunstancial representaba siempre el absoluto mal, y de ahí resultaba que era totalmente imposible cualquier acuerdo pasado o futuro con él.”1
A tal fin, el Partido procede a la eliminación de todos los archivos, a la reescritura de todos los libros y al castigo a todo aquel que mencione el hecho que se intenta eliminar, se hacen desaparecer los testigos y testimonios, todo vestigio de lo que sucedió deviene impronunciable. Winston Smith carga con un recuerdo absolutamente privado cuyo único soporte es su memoria, restos de un acontecimiento que sólo se halla conservado en su interior y que contradice todos los testimonios exteriores. A la borradura del registro material por parte del poder le responde la rebeldía de una memoria singular que no se deja disciplinar, situación inversa a la del sujeto contemporáneo en que a la mostración obscena de todo y a la accesibilidad absoluta a los archivos le corresponde un vaciamiento de la memoria.
“El Partido dijo que Oceanía nunca había sido aliada de Eurasia. El, Winston Smith, sabía que Oceanía había estado aliada con Eurasia cuatro años antes. Pero ¿dónde constaba ese conocimiento? Sólo en su propia conciencia, la cual, en todo caso, iba a ser aniquilada muy pronto. Si todos los demás aceptaban la mentira que impuso el Partido, si todos los testimonios decían lo mismo, entonces la mentira pasaba a la Historia y se convertía en verdad (...) Era muy sencillo. Lo único que se necesitaba era una interminable serie de victorias que cada persona debía lograr sobre su propia memoria (...) ¿cómo iba usted a establecer el hecho más evidente si no existía más prueba que el recuerdo de su propia memoria?”2
La contemporaneidad dibuja un interesante revés de la fantasía de Orwell: todo se halla a la vista, los archivos están disponibles en cualquier momento y lugar en que se disponga de conexión. Los dispositivos de enunciación de la cultura actual no borran los archivos sino que hacen obsoleta su función, propiciando una inconsistencia de la memoria que no opera, como en la censura, por borradura del soporte colectivo sino, según la genial tesis de Walter Benjamin, por atrofia de la experiencia. Hace casi cien años, Benjamin planteaba una idea absolutamente visionaria cuya potencia se acrecienta al momento de pensar los dispositivos de enunciación de la cultura contemporánea:
“Si la prensa se propusiese proceder de tal forma que el lector pueda apropiarse de sus informaciones como partes de su experiencia, no alcanzaría de ninguna forma su objetivo. Pero su objetivo es justamente lo opuesto, y lo alcanza. Su propósito consiste en excluir rigurosamente los acontecimientos del ámbito en el cual podrían obrar sobre la experiencia del lector. Los principios de la información periodística (novedad, brevedad, inteligibilidad y, sobre todo, la falta de conexión entre las noticias aisladas) contribuyen a dicho defecto tanto como la compaginación y el estilo lingüístico.” 3
La velocidad, el volumen, la novedad constante y, sobre todo, la equivalencia de todos los enunciados, rasgos que definen el flujo incesante de información en la actualidad, forjan una subjetividad regida por la temporalidad del instante, despojada de la capacidad de asimilar los acontecimientos, condenada a elegir entre opciones del mismo valor. Los dispositivos de enunciación de la cultura contemporánea vuelven obsoleta la función del archivo como soporte colectivo de la memoria. Por supuesto, aquello que ha sido visto-oído-leído puede ser evocado y reevocado a piacere por el individuo pero el hecho, aún disponible para su evocación, no se entrama en una historia y no pasa a formar parte de la experiencia. Esta allí, asequible y anodino, despojado de subjetividad, perdido en un océano de marcas que tienen idéntico valor, pura información, nada...
La incapacidad para asimilar los acontecimientos a la propia experiencia es inherente a los dispositivos de enunciación de la cultura contemporánea, hipótesis que recusa cualquier reducción de la eficacia subjetivante de los medios de comunicación a los enunciados. Esta idea que con diferentes matices fue formulada por Ignacio Lewcowicz hace más de dos décadas, exige dos aclaraciones preliminares: en primer lugar, es imprescindible no hacerla derivar en un relativismo del sentido en el que es lo mismo decir cualquier cosa porque lo esencial no sería el(los) sentido(s) sino la lógica discursiva. Este relativismo, que coquetea con el estructuralismo más pobre, pone en un mismo plano, por ejemplo, las operaciones de la prensa corporativa con las numerosas propuestas de TV creativas que han surgido en los últimos años. Ahora bien, estas propuestas no crean un sujeto político sino que son creadas por él. Por tomar sólo el ejemplo más notable, los niños no miran el canal Pakapaka porque les resulta a priori atractivo, sino porque ha habido una innegable transformación cultural en vastos sectores de la sociedad, que hace que muchos padres piensen más en la formación cultural de sus hijos que en proveerles recursos para que tengan éxito en un mundo de competencia descarnada (imaginario parental típico de la cultura neoliberal). Por decirlo de algún modo, en los 90 Pakapaka habría estado condenado a ser un canal de culto, una propuesta estética e ideológica notablemente creativa y novedosa con escasa eficacia subjetivante.
En segundo lugar, poner el acento menos en los enunciados que en el dispositivo formal de enunciación, no implica tampoco subestimar las operaciones de la prensa corporativa que, sin ninguna duda, han tenido un efecto decisivo en las últimas elecciones. Ahora bien, mientras que la operación de prensa es una tentativa –en muchos casos exitosa– de manipular el pensamiento, la discursividad massmediática aniquila la capacidad de pensar. Ciertamente los enunciados de la prensa corporativa moldean la vivencia de los individuos, pero para que ello sea posible es menester un sujeto arrasado en su capacidad de construir su propia experiencia. Es decir que las operaciones mediáticas –muchas veces vergonzosamente burdas y explícitas– sólo son posibles en tanto los dispositivos de enunciación de la cultura contemporánea han abolido la capacidad de elaboración subjetiva de los acontecimientos.
La inconsistencia de la memoria es la marca de origen de un sujeto regido por la temporalidad del instante, cuya capacidad de incorporar los acontecimientos a su experiencia está abolida por la irrupción continua de informaciones equivalentes, intercambiables, que se suceden al infinito dejando marcas superficiales, sin que el sujeto tenga otra potestad que la de elegir una en desmedro de las otras. De este modo, la praxis política es sustituida por una práctica de consumo, es decir, por la elección en el puro presente entre diversas opciones equivalentes según la conveniencia o la opinión del momento, maleable, evanescente. Macri dijo explícitamente que aplicaría recetas neoliberales ortodoxas; luego Macri dijo que esto era un invento del kirchnerismo... y el consumidor se ve conminado a elegir entre dos o más enunciados que se sitúan en el mismo plano. Creo que por ello, durante las semanas anteriores al ballotage, la respuesta más recurrente de muchos votantes de Cambiemos en las redes sociales era: “déjenme elegir en paz, no intenten incidir en mi voto”, es decir, no perturben este gesto estrictamente privado a que ha quedado reducida la democracia, no se entrometan en esta elección individual y soberana que degrada la política en una práctica de consumo. Aquí, el significante elección crea una amalgama que fusiona el sufragio libre con la libertad de consumo.
En 1984 el Partido utiliza la operación de censura abocándose a una incesante reescritura de la historia en función de sus intereses del momento. Más radicalmente, la discursividad mediática contemporánea borra la dimensión histórica en cuanto tal. Esto deja el camino hollado para el marketing político, que bien han sabido explotar los hacedores de la campaña de Cambiemos. La lógica es bien conocida: identificar una necesidad actual en el mercado-electorado (una necesidad en germen, es decir, presente “en el aire” pero aun no nominada), forjar un campo semántico que tenga la capacidad para nombrar –ergo, crear– esa necesidad y, finalmente, ofrecer un producto que responda a esta demanda.
El discurso de Cambiemos, resultado de un minucioso estudio de mercado, tiene una lógica similar –y produce efectos similares– a los libros de autoayuda. Tanto uno como otro propician una identificación rápida y global: “habla de mí”, dicen quienes han leído un libro de autoayuda, frase que, con ciertos matices, he oído de boca de muchos votantes de Macri. El marketing tiende a moldear la vivencia de un sujeto sin capacidad de experiencia. De este modo una vivencia sin memoria, siempre actual y por ello plena, inefable y visceral, urdida por el discurso del marketing, usurpa el lugar de la experiencia subjetiva. Como sucede con toda buena publicidad. La discursividad y la temporalidad propia de la publicidad anulan la capacidad del sujeto para elaborar su impronta. De otro modo, no produciría efectos. Sometida al régimen del marketing político, la votación deviene una práctica de consumo. Una más, como tantas otras.
En el artículo “El primer presidente de Facebook”, publicado en el diario La Nación el 26 de noviembre de 2015, Julián Gallo –director de contenido y estrategia en redes sociales y web de la Campaña Macri Presidente– sitúa las líneas fundamentales de la laboriosa construcción de un nuevo producto comercial llamado Mauricio Macri. En esta construcción, la clave fue la utilización de las redes sociales –muy especialmente, la cuenta de Facebook del candidato4–, a través de las cuales el empresario despectivo y fanfarrón, el millonario que esgrimió durante años sus aires de superioridad en todos los medios, fue deviniendo un personaje bonachón y cálido, un hombre de familia cercano a las necesidades del pueblo, alguien “común” con quien la “gente común” podría identificarse. Esta actualización permanente de la imagen pública sólo es posible a partir de la inconsistencia de la memoria que propicia la discursividad massmediática. En este marco, es importante subrayar que la campaña de Cambiemos ha revelado una concepción novedosa del marketing político, tal como lo escribe uno de sus principales gestores:
“Ya no estamos más encerrados todos juntos dentro de una única esfera mediática, a la que una cadena nacional puede interrumpir a su antojo para rociar a la gente desde arriba con su mensaje de propaganda. Ahora somos la suma de innumerables pequeñas burbujas individuales, que juntas producen una especie de espuma social (...) Macri eligió hablar como las otras personas en su mismo territorio y con el mismo lenguaje. Por eso puede decirse que es el primer presidente de Facebook.”
Claro que en el marketing no se trata de una creación ex nihilo, su eficacia consiste en captar ciertos elementos preexistentes para transformarlos en una vivencia. Esto plantea una pregunta que sería material para otro ensayo, a saber, ¿cuáles son los “elementos” que el marketing de Cambiemos identificó en el electorado? ¿Un deseo de pacificación –contrastante con el caos que dibujaban los medios o el odio de clase? ¿Los valores oficiales de la clase media o su reverso oscuro? Probablemente ambas cosas. De hecho, no es posible no ver que el discurso explícito de Cambiemos, el que apostaba al diálogo, la alegría y la unidad de todos los argentinos, estaba plagado de gestos, guiños, términos (trapitos, choriplaneros, etc.) que componían su reverso y que estaban dirigidos, como una contraseña, al reverso de los valores explícitos de la clase media.
El hecho de que sea la primera vez que un partido abiertamente conservador accede al poder por la vía electoral supone, de más está decirlo, la reaparición de ciertos rasgos retrógrados y viscerales, siempre latentes en la clase media argentina, que ligan los destinos de grandeza de una nación pretendidamente europea a la xenofobia y el desprecio de clase (aquello que he llamado el reverso de los valores). Y sin embargo, esta reemergencia no habría sido posible sin el poder del marketing político, que identificó y reunió estos elementos creando una vivencia subjetiva plena, intensa e inapelable. Pero, finalmente, el marketing político sólo cuenta con ese poder omnímodo cuando el sujeto político está subsumido en el sujeto de consumo.
Esta subsunción produce una inquietante cantidad de votos lábiles que cambian de producto según la necesidad del momento, lo cual puede ser fácilmente argumentado si recordamos que hace sólo cuatro años Cristina Fernández de Kirchner ganó la elección presidencial en primera vuelta con el 54 por ciento de los votos. Con lo cual, es evidente que una significativa porción de ese electorado votó a Macri en el último ballotage. Más aún, según todas las encuestas, casi la mitad de aquellos que habían votado al FIT en la primera vuelta lo hicieron por la alianza Cambiemos en la segunda.
Semejante mutación no podría ser explicada por una noción simplista de despolitización, entendida como la ausencia de recursos intelectuales específicos que permitan un análisis, lo cual, además, trazaría como única vía de salida posible aquello que ha sido llamado concientización, a saber, la transmisión didáctica de contenidos que producen una suerte de despertar auspiciado por un conocimiento de que antes se carecía.
La clásica escuelita de formación, dudosamente fecunda para formar cuadros políticos, en ningún caso tiene sentido cuando se trata de política de masas. Y en cuanto a la utilización de recursos del marketing, no creo que sea a priori desdeñable a condición de plantear algunas reservas: ante todo, si aceptamos la hipótesis de que el marketing sólo es verdaderamente eficaz cuando el sujeto político está subsumido en el sujeto de consumo, su utilización por parte de las organizaciones del campo popular sólo podría justificarse en coyunturas electorales; luego, que en la guerra de enunciados diseñados por el marketing no es posible competir con un partido concebido según una lógica empresarial, durante las semanas previas al ballottage, ¿ha sido verdaderamente eficaz la adición de enunciados al ya saturado espacio público?
Más profundamente, pienso que las ideas de concientización y de politización cargan con un lastre teórico preñado de consecuencias prácticas. Ambas tienen como trasfondo la lógica binaria oscuridad-iluminación, ambas suponen una pedagogía vertical que permitiría pasar de la primera a la segunda para poder ver lo que antes estaba velado, pedagogía a la que no suele serle ajena una cierta jactancia del saber.
La política no es transmisible sino como praxis, con lo cual la única respuesta políticamente viable al individualismo neoliberal sigue siendo la multiplicación de experiencias de fusión de la política con la vida, es decir, de militancia (término que no por azar fue tan devaluado por el auge del neoliberalismo en los años 90 y es tan cuestionado en la actualidad). Para ello, ante todo, es imprescindible recusar una noción de militancia como práctica especializada y seguir avanzando en una concepción reticular más ligada a la gestión de la vida cotidiana en el seno de prácticas colectivas transformadoras de la realidad.
La militancia comienza allí donde el sujeto se siente concernido y constreñido por algo que trasciende los intereses inmediatos del yo. Dicho de otro modo, el gesto ético que funda las diversas prácticas militantes como praxis subjetivantes es una renuncia narcisista que rompe la clausura que define al sujeto de consumo. Renuncia narcisista no es abnegación ni resignación del placer en nombre de un imperativo altruista sino, más modestamente, la limitación del propio narcisismo correlativa del reconocimiento del otro, como solía decir Silvia Bleichmar. Es cierto, la militancia suele ser la ocasión de una emergencia de modalidades bien específicas de clausura narcisista y de aplastamiento de la alteridad. Pero esto (que ameritaría un análisis aparte) es una degradación de la militancia abonada por su concepción como práctica de especialista, cuyo efecto imaginario inevitable es una ontologización del Ser Militante en que la afirmación identitaria se inclina con facilidad hacia la petulancia del concientizador/politizador, del predicador que carga con un saber del que los demás carecen. Por ello creo necesario insistir en una concepción de militancia como fusión de la política con la vida, noción que amplía en mucho aquello que clásicamente es considerado como tal.
Como encarnadura de la política en el cuerpo, la militancia sitúa al sujeto en el meollo del acontecimiento político. Pero la capacidad de incorporar los acontecimientos a la propia experiencia –ergo, de transformar lo real– no es sin el encuentro con otros, sin ese tiempo de elaboración que se va articulando en el seno de las ritualidades colectivas. La política, la historia y la memoria se constituyen en la inevitable tensión entre lo singular y lo colectivo, comprometen al sujeto como tal y al mismo tiempo lo exceden.
Indudablemente uno de los méritos más significativos del kirchnerismo ha sido la masificación y la diseminación de la militancia como eje mayor de una apuesta a la instalación de una subjetividad histórica que tenga la potencia de corroer la cultura neoliberal, en la cual la política se halla subsumida en las prácticas individuales de consumo.
En el futuro próximo, la imposición de un programa neoliberal tendrá dos obstáculos. En primer lugar, la labilidad del voto modulado por el marketing político –fundamental en el triunfo electoral de Cambiemos– siempre presto a devenir oposición en cuanto las decisiones políticas del nuevo gobierno perturben su bienestar individual. En segundo lugar, la potencia de la militancia cuya conmovedora capacidad de expansión, movilización y organización en la diversidad se ha hecho evidente durante la campaña del ballotage y en estas primeras semanas del gobierno de Macri.
* Psicoanalista. Director de la Maestría en Clínica Psicoanalítica con Niños (UNR).
Notas
1 Orwell, G., 1984, Editorial Planeta (Booket), Buenos Aires, 2011, p 41.
2 Op. Cit., p 42/43.
3 Benjamin, W., Sobre algunos temas en Baudelaire, en Ensayos escogidos, El cuenco de plata, Buenos Aires, 2010, p 11.
4 Escribe Julián Gallo en este artículo: “Mauricio Macri es hoy uno de los tres medios digitales más importantes de la Argentina. De acuerdo con el grado de interacciones de su página en Facebook es, sin duda, el más popular. En la categoría política está entre los más destacados del mundo, superando en las últimas semanas el número de interacciones semanales de Barack Obama, Angela Merkel y Dilma Rousseff. Algunos números. Desde la noche del 25 de octubre hasta el 1 de noviembre, Macri alcanzó con sus posts en Facebook a más de 23 millones de personas. En esa semana, por ejemplo, sólo el post que Macri hizo dedicado al periodista Diego Brancatelli alcanzó a más de cinco millones de personas y tuvo 175.028 “Me gusta”. El día anterior, el post de agradecimiento a los electores obtuvo el record de 11 millones de personas y 708.306 “Me gusta”, algo así como tres veces más que el post con más “Me gusta” de toda la historia de The New York Times en Facebook.”
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