› Por César Hazaki *
El primer momento del encuentro no fue fácil. Sentado frente a ella, se dio cuenta de que la doctora no le caía nada bien, pero no le extrañó, dados los antecedentes de frustraciones terapéuticas que le habían ocurrido cada vez que pidió una entrevista. Era la cuarta persona que consultaba en poco tiempo, sus amigos lo consideraban un rechazador serial. “Se hace el bueno, pero te da muy poca bola.” “No te das cuenta cuando te corta el rostro.” “Es un especialista en huir de los vínculos.” “Se va para adentro y no te escucha.” Su madre también lo ponía en evidencia ante quien la quisiera escuchar: “Este caballero siempre le encontrará el pelo al huevo. Está en su naturaleza”. Esa frase le hacía recordar al cuento del escorpión que aguijonea a la rana que lo ayuda a cruzar el río. Ese tipo de comentarios los escuchaba seguido y sabía que eran muy ciertos. Con sus críticas estéticas ácidas y mordaces, muchas veces había picado la mano que lo había sostenido. Nadie decía que era un mala leche, sólo denunciaban esas distancias que establecía a partir de juzgar sobre lo que corresponde llevar puesto, de acuerdo a sus criterios estéticos en ropa y accesorios. Sabía que éstos eran sus refugios. Su obstinación con la estética ponía freno a sus afectos. Le pasaba y no podía hacer mucho al respecto. Aceptaba esos comentarios porque sabía que eran ciertos, no intentaba ante ellos defensa o justificación alguna. Se conformaba con tratar de que sus rechazos no fuesen tan evidentes.
Como era prudente y controlador no fue directamente al tema de los asesinatos en los baños de hombres y cómo los mismos lo volvieron casi insomne. Era un hecho que desde esos eventos dormía entrecortado, producto del terror que lo habitaba cada noche, y que con ellos se reactivaron, exponencialmente, fantasías insoportables y sentimientos de muerte. Dormía poco y mal, y como los vampiros sólo podía descansar tranquilo cuando ya comenzaba el día.
Había preparado y ordenado puntillosamente una serie de temas por los cuales empezar a hablar, algo así como ir tanteando, probando a la psicoanalista. Entendía –una ingenuidad mayor de su parte– que ese orden en que los estaba presentando colaboraba con el posible tratamiento. Intentaba así no perder tiempo, pero era evidente que parecía un libreto armado para ser recitado de memoria, como cuando era niño y debía pasar al pizarrón a explicar el teorema de Thales. Al segundo ítem la psicoanalista bostezaba discretamente y dibujaba garabatos en el blanco papel del cigarrillo, con el carbón que se había producido por los restos del último fósforo de madera que había encendido. Su olfato le indicó que el aroma del cigarrillo había desnaturalizado los otros olores y colores del lugar: las paredes, los libros de las bibliotecas y los sillones del amplio consultorio, en suma, todo el ambiente estaba cubierto por una pátina amarillenta de nicotina. En definitiva, el cigarrillo había penetrado no solo los pulmones de la especialista. Una extraña neblina dominaba el lugar. El humo se movía de acuerdo hacia dónde lo exhalara la doctora al compás de sus reflexiones. Después del tercer cigarrillo confirmó que la señora era adicta a los mentolados con filtro.
Le molestó sobremanera que su minucioso relato la aburriera tan ostensiblemente. Se esforzó para llamar su atención y así se encontró inesperadamente contando cómo su padre y su tío lo llevaron desde pequeño a ver boxeo.
–¿Este recuerdo se le ocurrió ahora?
Afirmó con la cabeza y se alegró de haber tenido éxito con el hallazgo del box en sus recuerdos, el mismo permitía atraer la atención de la renombrada analista. Claro que no sabía muy bien por qué se estaba poniendo inquieto. Una angustia difusa lo comenzaba a envolver mientras veía a la mujer emerger del velo que había producido el humo. Nada de esto estaba previsto, ni los recuerdos fuera de las pautas que se había establecido ni la angustia.
Moduló sus palabras más lentamente tratando de anticiparse al desarrollo de su decir, creyendo que así podía tener sus palabras bajo control. Aspiraba a ser dueño de su relato y no poseído por éste. Nada de actos fallidos, que ella haga su trabajo, ya bastante difícil es el mío pensó. Que se gane sus caros honorarios. Si hay prestigio que lo despliegue. En su trabajo actuaba de la misma manera, exigía creatividad, originalidad y compromiso.
Se encontró hablando de sus primeros años de vida en el barrio de La Paternal. Sin dificultad alguna recordó que allí había un extraordinario púgil: José Cucusa Bruno, el que fue un excelente campeón peso pluma en la época de oro del boxeo argentino. Este peleador lo había tomado como mascota y le pedía por favor a su padre que lo llevaran a sus combates porque entendía que le traía suerte. Así, pelea tras pelea, mientras José Cucusa Bruno ganaba y ascendía en el ranking en busca del título, él era puesto arriba del ring –por su tío o su padre– para que el futuro campeón lo alzara en sus brazos para saludar al público, sin haberse sacado los enormes guantes.
–Una mascota debe ser alguien muy especial para aquellos que la toman como tal –le disparó la psicoanalista.
El impacto le desacomodó, lo hizo mirar el reloj, moverse incómodo para apoyarse en los apoya brazos del sillón que le había tocado. En este punto había flaqueado en las entrevistas anteriores, era el tema que lo hacía huir. Recordó a su amigo que enérgico le planteo que ésta era la última oportunidad. Esta o ninguna. Abría una puerta o cerraba para siempre la posibilidad de encontrar ayuda terapéutica.
Dio los primeros pasos, afirmó que le gustaban los hombres, que quien lo había derivado era un psicólogo del Frente de Liberación Homosexual, con quien estaba tratando de establecer una relación amorosa. Que ese amor quedaba siempre al borde del cataclismo por sus dudas e inseguridades. Después esperó, como siempre había hecho en la vida, a que ella tomara la iniciativa.
* Psicoanalista y escritor. Este texto es un fragmento de la novela La última sesión que forma parte del libro La última sesión y otros relatos, publicado recientemente por la Editorial Topía.
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