Jue 21.07.2005

PSICOLOGíA  › ACERCA DE LO REAL EN LOS PRINCIPIOS DEL SUJETO

“¡Ayúdame a dejarte!”

El psicoanalista Gerard Pommier se asoma a los bordes de lo real al acercarse “a la cuna de un bebé que llora” y advertir que esos gritos no sólo nacen del desamparo sino también de “la violencia de su rechazo”. Así, “la cólera del recién nacido muestra la potencia última de la impotencia”.

› Por Gerard Pommier*

¿En virtud de qué inducción el sujeto es, en primer término y por principio, engañado? ¿En qué planeta vive en primera instancia, como si se tratara de un extraterrestre? Es cierto que no hizo sus pasos iniciales en esta tierra, puesto que, más exactamente que del mono, provino de la ilusión de sus padres, cuyos sueños habitó en primer lugar. Mucho antes de nacer, vivió primero en la ensoñación de sus padres, en ese planeta descentrado, propio de un deseo que no era por completo ni el de su padre, ni el de su madre, sino un anhelo oscuro que los superaba también a ellos.
En esa vida anterior a su primer vagido, él se desplazaba fuera del mundo en una dimensión ideal. Anticipadamente se conocía su nombre. Su lugar y su sexo habían sido premeditados. Delante de él, su futuro ya estaba trazado. Pero, todavía más que todos esos anhelos apuntando al futuro, fue el hecho mismo de su nacimiento el que en primer término vino a quedar por completo fuera de su alcance y pareció depender de un determinismo absoluto. ¿No le ocurrió acaso más tarde pensar o decir que él no había pedido nacer?
Ocurre con frecuencia que el vagido del lactante no responda a ninguna demanda precisa, ni siquiera la de una presencia. En ese momento testimonia más exactamente acerca de lo que rechaza que de lo que solicita. El grito del lactante es menos el signo de una necesidad que el de un exilio que él prefiere a la dependencia. Quienquiera que se haya acercado a la cuna de un niño que llora ha podido pensar que su desamparo se explicaba por su impotencia total. Pero si escucha mejor aquello que esos gritos despiertan en él, reconocerá la violencia de su rechazo, así como la angustia que ella hace surgir en lo más profundo de su ser. Los gritos dan cuenta a un tiempo del rechazo del desamparo y del desamparo como tal y constituyen un testimonio a favor de la dignidad de la negación.
El ser más desarmado afirma su libertad paradójica y su distancia respecto de cualquier asistencia que se pretenda acercarle. A veces paroxística, la cólera del niño recién nacido muestra la potencia última de la impotencia. Los gritos significan, sin duda, el desamparo en sí, pero también el rechazo al pedido de socorro. El ángel que habita en los sueños de esas criaturas cayó a tierra cuando comenzó a decir “no”. Le fue preciso dividirse entre aquello que hubiera debido ser (ese conjunto de determinismos) y el hecho de no poder suscribir a ellos (negación de esos determinismos). Tuvo que dar cumplimiento a esa suerte de salto del ángel que lo dejó dividido, habiendo olvidado su infidelidad a una plenitud paradisíaca que él abandonó, como traidor pero también como ser viviente.
En el estado de impotencia en que se encuentra, cuando el niño pide ayuda se podría creer que es simple y llanamente a su madre de quien reclama sostén. En efecto, el grito parecería ser un pedido de socorro, si no fuera porque se expresa en el momento mismo del rechazo expulsivo. El niño rechaza aquello que al mismo tiempo reclama. Por anticipado, traiciona a aquella de quien espera una ayuda: “¡Ayúdame a dejarte y a traicionarte!” Existe una especificidad del amor “materno” que es puesta a prueba así por la vía de ese mensaje que implica una contradicción. Al rechazar aquello que el Otro le impone, el niño niega los determinismos, el lugar de objeto fálico que se le asigna. Pero al mismo tiempo demanda ser reconocido como aquel que niega, es decir, como sujeto. Soportar los gritos de un niño es aceptar ser rechazado como Otro todopoderoso.
Es el Otro materno quien provoca la angustia y el rechazo: la especificidad del amor materno consiste en reparar aquello que él mismo provoca. Ese amor no se asemeja a ningún otro, puesto que viene a calmar momentáneamente lo provocado por ese amor como tal. Lo anima una piedad infinita ante la caída en abismo por él provocada, piedad tan insondable como la de ese abismo.
¿Pero cómo podría reparar la madre lo suscitado por ella misma? ¡Ocurre que, justamente, la madre se distingue de la mujer advenida como tal! ¡Ella fue otra persona antes de ocupar ese lugar: también ella fue un sujeto, en primer término! Un sujeto que esperó responder a la pregunta acerca de lo que era una mujer gracias a la maternidad, mientras buscaba saldar su deuda respecto de sus propios ascendentes.
Aquello que hay de aniquilante en la demanda materna no es propiedad exclusiva de la mujer que encarna la madre. La figura de “la madre” se encarna por cierto en primera instancia gracias a una mujer, pero su rol de madre la supera. Sin duda, es ella quien quiso dar a luz, con la expectativa de encontrar así una solución a la “envidia del pene”. Pero esta envidia del pene que comandó su deseo de tener un niño es, en sí misma, una consecuencia de su relación con sus propios padres. De manera que resulta más exacto hablar de una demanda de un Otro transgeneracional, antes que de la de esta persona precisa llamada madre. La significación fálica y la castración determinan esta coerción transgeneracional.
Cuando una madre alimenta a su hijo hasta el hartazgo, o cuando lo somete a una educación esfinteriana precoz, a menudo es así porque no puede hacerlo de otro modo. Se trata de órdenes que la superan y de las que, con frecuencia, se arrepiente de inmediato, aun cuando esté dispuesta a impartirlas nuevamente. Si las pulsiones vienen en primer término del Otro, ese del es a la vez subjetivo y objetivo. La ambigüedad del genitivo abstrae al ser del que se trata: “la madre” cobra un estatuto impersonal cuando busca colmar su propia falta colmando la de su hijo, en una lucha incierta que gira en torno de una sola falta.
Tres son las posibilidades que se ofrecen a la mujer que se convierte en madre. Algunas mujeres no dudan; prefieren identificarse al Otro y presentarse como madres, antes que seguir preguntándose qué es una mujer. Otras pueden rechazar por completo el rol materno: por ejemplo, todos los cuidados serán administrados bajo la forma de tratamientos médicos, o bien serán asumidos sólo por personas a quienes se les paga para hacerlo, o aun por niñeras uniformadas. En ese caso el Otro cobra un perfil impersonal, horroroso. Por fin, en proporciones variables, la mayor parte de las mujeres reconocen su división entre su actual condición de madres y lo que habían sido antes.
Desde el momento en que una mujer se convierte en madre, hace la experiencia de un peso transfamiliar que busca encarnarse. Pero si ella puede prestarle su presencia, no siempre jugó ese rol y aún hoy sigue siendo lo que era antes; ella también se ve en su hijo. Ese que ve, es ella. Y si existe una suerte de comunión entre la madre y el lactante, esa comunión se establece entre niños; entre un sujeto en vías de advenir como tal y otro sujeto que se reconoce en él y procura hablarle en su lengua. La compasión materna efectúa ese transitivismo cuando la madre confiesa que se trata de algo que también le ocurrió a ella. Ella ha sido ese sujeto que reclama ayuda a gritos diciendo no. Es fácil reconocerlo: hasta con una sonrisa. La sonrisa de esta mujer convertida en madre alivia el peso de esa pesada carga impersonal que también la aplasta: una sonrisa basta para que el Otro se divida, respire. La condición previa para la subjetivación de lo real por parte del niño es el reconocimiento de su falta por parte del Otro, reconocimiento que constituye el más precioso de sus dones. El niño que ve la sonrisa de su madre comprende que ésta se descarga así de su rol de gran Otro. Puede entonces despegarse también él de sí mismo. Se distingue de la identificación al falo imaginario que habría exigido ese gran Otro: difiere así de su cuerpo, de la mismidad respecto de su significación que lo habría hundido en su deuda. Pero para eso necesita percibir que es su acreedor, en primer término, quien se desprende riendo.

* Anticipo del libro ¿Qué es lo real? (ed. Nueva Visión), de próxima aparición.

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