PSICOLOGíA
› REPORTAJE AL PSICOLOGO SALVADOREÑO MAURICIO GABORIT
“Memoria dolorida”
A partir de su experiencia con comunidades afectadas por la guerra civil y la represión en El Salvador, Mauricio Gaborit desarrolló la noción de “memoria dolorida”, que “siempre es colectiva”: por esta memoria, las comunidades pueden reconstruir su tejido social “apropiándose del sufrimiento que han vivido”.
› Por Pedro Lipcovich
“La memoria histórica es la recuperación de la verdad desde las experiencias de las víctimas.” De esta manera definió Mauricio Gaborit –jefe del Departamento de Psicología de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, en El Salvador– el particular concepto que trabajó en la práctica con las víctimas del conflicto armado salvadoreño. Gaborit –quien visitó la Argentina en el marco del 30ª Congreso Interamericano de Psicología, en junio pasado– explicó a Página/12 por qué trabajar la historia de las víctimas es “una opción epistemológica preferencial”. Además, contó cómo las experiencias que recogió al oír historias en sus visitas a comunidades muestran la función de la memoria en términos colectivos, para la reconstrucción del tejido social. En relación con el reclamo de “olvidar y mirar hacia delante”, las víctimas, según Gaborit, “están varias páginas adelante, pero cada tanto vuelven”, en un regreso del que “derivan sentido y motivaciones contemporáneas”.
–¿En qué consiste la “memoria histórica”, tal como usted la plantea?
–La memoria histórica busca, desde el dolor, la reconstrucción del tejido social. Desde un sufrimiento injusto padecido colectivamente viene la construcción de un nuevo mundo, que les va dando sentido a los proyectos de vida que tienen en este momento. No se trata sólo de la recuperación de una memoria colectiva, sino también de una intencionalidad, que está dada por la apropiación del sufrimiento que se ha tenido en esa historia. Y, al apropiarse de ese dolor, esa historia se convierte en dinámica para la reconstrucción del tejido social, más que para la reconstrucción de vidas individuales. Estamos hablando de un sentido de pertenencia, de un sentido de comunidad, de un sentido de nación. En otras palabras, del elemento o la dimensión colectiva de la experiencia individual. No es sólo, aunque ya es bastante, decir: “Sucedieron estos hechos, y los culpables son éstos, y las responsabilidades están en este lugar”, sino que la persona asume eso como un dolor colectivo. Y ese dolor colectivo le permite a la comunidad reconstruirse como tal. La expresión que preferimos es: memoria dolorida, que siempre es colectiva.
–¿Qué lo impulsó a investigar las comunidades afectadas por la represión del ejército en El Salvador?
–Yo estudié en Estados Unidos y llegué a El Salvador una vez concluidos los acuerdos de paz. En ocasión de una celebración eucarística que conmemoraba la masacre del río Sumpul, una joven relató su historia particular en aquel episodio. La masacre del río Sumpul se enmarcó en un operativo del ejército salvadoreño que consistía en ir quemando todos los poblados cerca de la frontera con Honduras, delimitada por el río Sumpul; al mismo tiempo, empujaban a las campesinos, en una operación pinza, de forma de detenerlos o asesinarlos. Esta mujer, de unos 35 años, contó que aquella noche, en la que llovía muy fuerte, se acercó al río, corriendo a través de una pequeña cuesta de pinares. Estaba temblando de miedo y de frío por la lluvia. El río estaba tinto de sangre y lleno de cuerpos, pero el ejército venía detrás, así que decidió refugiarse junto a una piedra sobre la que corría una cortina de agua. Atravesó la cortina y se quedó pegada a la piedra. Entonces, temblando, se puso a rezar un padrenuestro tras otro, como una forma de mantra, pidiéndole a Dios que la liberara de ser asesinada. A través de la cortina de agua, vio las sombras de los soldados, y entre ellas una que se acercaba, hasta que una voz dijo: “¿Hay alguien allí?”. La cabeza del soldado rompió la cortina de agua, y las dos caras quedaron a unos pocos centímetros, los ojos fijos, durante unos instantes. Entonces el soldado se retiró, y dijo a sus compañeros que allí no había nadie.
–¿De qué manera lo afectó esta historia?
–Esa mujer, que relató su historia como una experiencia eminentemente religiosa, dijo luego de la narración: “Yo le pedí a Dios que me diera lo máximo, que era mi vida; sin embargo, me dio más, me dio la vida del otro”. Ella ve en su historia un tránsito en “el verdadero Mar Rojo, tinto de sangre”, en relación con el pasaje bíblico. Su relato, que me conmovió profundamente, me hizo pensar que hay algo en la historia de este pueblo que tiene que ser rescatado, porque esta gente vive de eso. En el caso concreto de esta joven, su historia profundizó su experiencia religiosa, que es lo que le da sustento para poder afrontar los recuerdos de la masacre, la ausencia de los hijos, el exilio. En esto que ella ve en clave religiosa hay algo profundamente humano, transformador, y que dice cosas acerca de la experiencia comunitaria.
–¿Cómo empieza su trabajo profesional propiamente dicho?
–Empezó al ir a pueblos o comunidades, en particular aquellas que hubieran sufrido masacres de las que quedaran pocos sobrevivientes, y escuchar los relatos de reconstrucción de sus vidas, al mismo tiempo que veía cómo esas experiencias comunitarias eran esenciales para la reconciliación nacional. A lo largo de todo esto hay una serie de reclamos oficiales de que la gente debe olvidar, de que sólo sirve para abrir heridas, y que el futuro del país está en dar vuelta la página. Sin embargo, la gente no quiere dar vuelta la página; mejor dicho, está muchas páginas adelante pero cada tanto regresa. De este regreso derivan sentido y motivaciones contemporáneas. Es decir que sigue siendo un referente para entender los procesos personales y comunitarios.
–¿Cómo interviene la psicología en estas situaciones?
–La psicología social permite a las personas tener un asidero relativamente estable desde donde ubicarse ante las cosas y poder ver un horizonte. La psicología apoya y ayuda, sobre todo con procesos colectivos. La gente comienza a relatar y ve que sus experiencias de pérdida, de dolor, no son únicas, que la persona que está al lado cuenta algo parecido. Desde estas coordenadas sociales la gente empieza a reconstruir su sentido de comunidad y su propio sentido personal.
–¿Qué puede rescatar de sus experiencias en las comunidades?
–De los campesinos aprendí mucho de metodología de investigación. Recuerdo que las primeras cosas que hicimos fueron unas entrevistas con madres y abuelas que habían denunciado la desaparición de sus hijos o nietos durante la guerra. Habíamos hecho un muestreo científico, tal como me enseñaron en las aulas universitarias. Cuando llegamos a la comunidad queríamos entrevistar a Doña Margarita. Nos recibe, pero se sientan con ella la abuela, la tía, la hija, la prima, de manera que teníamos siete u ocho personas. “Esta historia no es mía”, decía: la historia es de la comunidad, de su familia y de otros miembros de la comunidad. Contaban su historia colectiva. Al salir de la pequeña casita había seis o siete personas esperando su turno, pues venían a contar su historia. Entonces, lo que nosotros ingenuamente habíamos pensado que nos iba a tomar un par de horas, nos tomó cinco días. Cabe destacar, por otro lado, que toda esta experiencia fue posible por el capital social de la universidad a la que pertenezco. Es una universidad cuya historia es idéntica a la historia del pueblo, ya que tiene un rector y un vicerrector asesinados, el director de Derechos Humanos y seis jesuitas asesinados en el propio campus, estudiantes desaparecidos. Esto da credibilidad para que la gente quiera venir a contar su historia. De otra manera, ni Doña Margarita habría estado ahí.
–¿Cómo son las historias que se cuentan?
–Son historias complejas, llenas de dolor y en algunas ocasiones de ira, pero en la mayoría de las ocasiones con mucha compasión. Por ejemplo, la de un señor que decía que no podía dormir porque tenía el mismo sueño una y otra vez, clásico síntoma de estrés postraumático. Recordaba lo que había vivido en la masacre del río Sumpul, situación en la que había pasado al lado hondureño y se había subido a un árbol, desde donde vio la siguiente escena: un soldado salvadoreño agarró de un brazo a una criatura de unos seis años, la tiró al aire y la recibió con la bayoneta, matándola. Del otro lado del río, un soldado hondureño, luego de observar lo ocurrido, dijo: “Ah no, hijo de puta, así no es el asunto”, y disparó al militar salvadoreño. Esta es una de tantas historias que muestran que, en momentos de horror, hasta personas que están involucradas en la comisión de ese tipo de hechos sienten indignación.
–Usted menciona la importancia de ciertos momentos que se viven de forma comunitaria en relación con los vínculos transgeneracionales, ¿qué situación podría ilustrarlo?
–Hace unos cuantos años murió de un cáncer el más viejito de una comunidad, Don Fernando, que tenía 83 años. El y su hijo eran los únicos sobrevivientes de una masacre en la que habían muerto su esposa y otros hijos e hijas. Tras eso, debieron trasladarse a los campos de refugiados en Honduras, de los que regresaron tiempo después. Don Fernando, que era un campesino, fue velado en una casita muy pequeña, de manera que el féretro estaba en la única pieza. Habían puesto la única foto que se tenía de él, en la que, curiosamente, aparecía con el presidente de la República, ya que había sido tomada en una de esas visitas que los políticos hacen a los pueblos. La foto fue puesta, sin romperla, pero tapando la parte del presidente. En la vela de toda la noche se dio una situación en la que la gente mayor contaba sus historias al lado del féretro, y donde los niños y las niñas, que no nacieron en los campos de refugiados sino en los campos repoblados, estaban al pie de los padres o del vecino, escuchando su propia historia. De esta manera el duelo, en ocasión de una muerte natural, sirve para unificar y darle sentido a la experiencia y para generar vinculaciones transgeneracionales. Los niños comienzan a entender de sus padres y de ellos mismos, y empiezan a utilizar esto como un instrumento crítico de la realidad en que viven.
–¿Cuál es la diferencia de esta “memoria histórica” con la “memoria colectiva”?
–A la memoria colectiva hay que trasponerle el concepto de memoria histórica, o memoria dolorida. La memoria colectiva no es sólo cuestión de la historia de algunos grupos, donde cada cual tiene sus propias versiones, sino que consiste en investigar la historia de las víctimas, como opción epistemológica preferencial. Creo que debe privilegiarse, como forma de reconstrucción del tejido social, la historia de las víctimas. Porque la historia de los victimarios, la historia oficial, ha sido demasiado tiempo privilegiada. Es la historia que se ha mantenido a capa y espada, y que tiene medios abundantes para ser determinada. La historia de las víctimas, en cambio, no tiene esos medios, además de que de por sí han sufrido una injusticia. Desde esta injusticia hay que revertir la historia, hay que cambiar su curso. La memoria histórica es la recuperación de la verdad desde las experiencias de las víctimas. A veces prefiero llamarle memoria dolorida, porque desde esa recuperación, y desde el asumir el dolor, hay una transformación, que comienza señalándose como un horizonte utópico hacia donde estamos caminando.