PSICOLOGíA › FORMACIONES COLECTIVAS POSMODERNAS
El relevamiento de cómo ha cambiado la noción de “masa psicológica” en las últimas décadas puede conducir a la hipótesis de una “banalidad de la clínica”, en la época “del trauma generalizado, la angustia generalizada que se instala a partir de la expropiación de la experiencia”.
› Por Silvia Szwarc *
“Cuando la masa deviene sujeto y llega a dotarse de una voluntad y de una historia, cabe atisbar el fin de la época de la altivez idealista, ese mundo en que la forma creía poder organizar la materia amorfa según sus propios deseos. Tan pronto como la masa se considera capaz de acceder al estatuto de una subjetividad o de una soberanía propia, los privilegios metafísicos de señorío, voluntad, saber y alma invaden lo que otrora no parecía ser otra cosa que mera materia, confiriendo a la parte sometida e ignorada las exigencias de dignidad que caracterizan a la otra parte”, dice Peter Sloterdijk en El desprecio de la masa (ed. Pre-texto, 2002).
Y agrega: “El gran tema de la Edad Moderna, la emancipación, penetra así en todo lo que en las viejas lógicas y situaciones de dominio respondían a lo más bajo y ajeno, esa turba humana apenas distinta de la materia natural. Ahora bien, el simple hecho de que esta turba moderna, activada y subjetivada siga llamándose, no sin cierto empecinamiento, ‘masa’ tanto por sus abogados como por sus detractores, ya nos indica que el ascenso de la gran mayoría al estado de soberanía puede ser percibido como un proyecto incompleto, tal vez inconcluso.”
Lo que se tratará de establecer es la lógica de la torsión que se produce entre su advenimiento como sujeto y el rol protagónico que le cupo en la modernidad como visión romántica idealista ligada al proyecto de emancipación (en sus diversas formas históricas) hasta transformarse en lo que H. Arendt denomina “la materia prima, en su desamparo organizado, de todo experimento totalitario y/o mediático”.
El pasaje desde la exaltación de la primera concepción a la metamorfosis de la segunda –el seducirla, incitarla, apropiarse de su voluntad o asegurarse sus favores a la hora de las elecciones– no hace muy aventurada la hipótesis de que el surgimiento y consideración de la masa va de la mano con la declinación de lo que hasta allí había funcionado como principio de autoridad, cohesión y generador de sentido. La irrupción de la masa en la escena es consecuencia de la desaparición de este principio, es decir un síntoma de la inexistencia del Otro.
La emergencia y disponibilidad de la masa la transformarán –en el decir del filósofo canadiense Ian Hacking– en un verdadero “blanco móvil” de los modos de fabricar gente. Emergen así dos políticas incompatibles en la constitución de la subjetividad: la reglamentación por el espectáculo y la reglamentación por el síntoma; o, también, la política de las cosas frente a la política de la elección.
“Se es masa antes que individuo”, escribió Freud en Psicología de las masas y análisis del yo. Esa afirmación sostiene que el advenimiento de alguna singularidad, allí donde era la masa, va contra el carácter libidinal que ejerce lo que quiera decir “ser masa antes que individuo” y que esa sustracción no va de suyo. Jacques-Alain Miller (“Discurso de Turín sobre la escuela como sujeto”) distingue dos tipos de enunciación: una que refuerza la alienación del individuo en el discurso homogeneizante (remite al papel del líder que, en Psicología de las masas..., ocupa el lugar del ideal del yo, mientras los individuos se identifican horizontalmente), y otra enunciación que desagrega, convoca al sujeto.
En Masa y poder, escrito en 1960, Elias Canetti desarrolló el tema del magnetismo como pura esencia de la masa. Su fórmula “todo está lleno de hombres” desvanece –dice Sloterdijk– el sueño del colectivo autotransparente, esa visión romántico racional del sujeto democrático cuyo deseo de emancipación hace de la masa el sujeto capaz de obtenerla, y de alcanzar su protagonismo histórico en la escena política. La turba humana –que emerge de su propia experiencia– se transforma en el muro que separa “el espíritu del mundo” de la colectividad a la que quiere abrazarse.
Se cree que el movimiento de unos contagia a los otros, pero no se trata sólo de eso, es necesario algo más: tienen una dirección. Antes de que ellos hayan encontrado palabras para expresarlo, esta dirección se alcanza y pasa a convertirse en el espacio más denso, el lugar donde se congrega la mayor cantidad de gente.
Lo que Elias Canetti logra con su descripción es mostrar las motivaciones opacas que constituyen al sujeto masificado. Lejos del público que la mitología de la discusión ubica en la muchedumbre, lo que predomina en esos individuos excitados es el hombre sin perfiles, o lo que Musil llamaría el hombre sin atributos, “el lugar donde todo por sí mismo se revela como lo más denso”, según Canetti.
La plétora humana hace imposible la “noble idea” de la masa devenida sujeto, dice Canetti. Este fenómeno preexplosivo, vago, lábil, indistinto, guiado por excitaciones epidérmicas y flujos miméticos, hace que en el tumulto se derriben todas las distancias, a diferencia de las situaciones burguesas, donde “nadie puede aproximarse, nadie alcanza las alturas del otro”. La densidad, por el contrario estimula la desinhibición y la masa la exhibe, señala Canetti refiriéndose al haka, danza ritual maorí, y al clamor entusiasta durante las ejecuciones públicas.
Entre Masa y poder y la actualidad se produjo una enorme transformación de las sociedades modernas. En lo esencial, las masas actuales han dejado de ser capaces de reunirse en tumultos; han entrado en un régimen en el que su propiedad de masa ya no se expresa exactamente en la asamblea física, sino en la participación en programas relacionados con medios de comunicación masivos. Ahora se es masa sin ver a los otros. El resultado de todo ello es que las sociedades actuales o, si se prefiere, posmodernas, han dejado de orientarse a sí mismas de manera inmediata por experiencias corporales: sólo se perciben a sí mismas a través de símbolos mediáticos de masas, discursos, modas, programas y personalidades famosas.
En 1900, cuando Freud escribió La interpretación de los sueños, el matrimonio entre capitalismo y protestantismo descripto por Max Weber todavía vectorizaba la acumulación, sacrificio mediante. Para acumular capital, es necesario renunciar a la satisfacción directa de la pulsión.
La represión adquiere allí un estatuto fundamental. Reprimir para acumular va en el mismo sentido de la ética protestante y el desarrollo del capitalismo. Allí es donde el psicoanálisis, tal como lo inventó Freud, ofrece al que padece, ya sea de su cuerpo o de su pensamiento, ir en sentido contrario. Pero cuando la acumulación conduce a la producción desenfrenada de mercancías que el mercado ofrece como satisfacción directa de la pulsión, la ética del renunciamiento se vuelve anacrónica. Satisfacerse con los múltiples objetos que ofrece el mercado requiere un sujeto bulímico.
Ya en 1936, Walter Benjamin, en su texto “El narrador”, advertía: “Diríase que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias (...) la cotización de la experiencia ha caído y parece seguir cayendo libremente al vacío. Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos”. Con la fórmula “pobreza de la experiencia”, Benjamin considera la época inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial, cuando una tecnología que escapa al ser humano había trastocado súbitamente el paisaje. Giorgio Agamben, en Infancia e historia (ed. Adriana Hidalgo, 2001), retoma esto como “destrucción de la experiencia”. Afirma que no es necesaria una catástrofe, como la guerra de la que hablaba Benjamin, sino que, en la época de la sociedad de consumo, la vida cotidiana es incompatible con la experiencia; no es posible convertirla en experiencia. Hay más: dado el horror, en el rechazo de la experiencia reside un cierto alivio.
Hannah Arendt había mostrado que la moral occidental fue fragilizada por la experiencia política hasta tal punto que sus principios guías resultaron exterminados. Y se preguntaba cómo juzgar cuando ya no hay principios. La capacidad de juzgar estaba en peligro de debilitamiento, y esto tenía consecuencias prácticas, reales. “Desamparo organizado” fue el modo como nombró las situaciones psicosociales que transforman a los individuos en la materia prima de cualquier experimento pasado y futuro bajo un régimen totalitario o mediático. Aquella “expropiación de la experiencia” y esta incapacidad de juzgar están íntimamente vinculadas.
No hay discernimiento en la nebulosa donde todos los gatos son pardos. En la sociedad del espectáculo, que Guy Debord denunciaba ya en los ’60, no hay sino voyeurs. El Gran Hermano, que en 1984, de Orwell, apareció como un personaje deleznable, no lo es ya en la época de los reality shows: sólo se sueña con formar parte de alguno. En la sociedad del espectáculo, decía Debord, lo virtual sustituye a la vida real, y la muerte y lo imposible dejan de existir. Se es masa en tanto que individuo. Y hoy por hoy se es masa sin ver a los otros. El resultado es que las sociedades actuales o posmodernas han dejado de orientarse a sí mismas de manera inmediata por experiencias corporales: sólo se perciben a sí mismas a través de símbolos mediáticos de masas.
En esta época que J.A. Miller y Eric Laurent denominaron “la del Otro que no existe”, la pérdida de lo real conduce a lo que, parafraseando a Hannah Arendt, podría llamarse “banalidad de la clínica”, y al mismo tiempo al trauma generalizado, a la angustia generalizada que se instala en la incompatibilidad entre lectura y experiencia.
Esa incompatibilidad ¿no es lo que llamamos “expropiación de la experiencia” y “pérdida de la capacidad del juicio”? En la época del imperio, de la caída de los significantes amos, ¿cómo leer los síntomas?
En contra de aquello que refuerza la identificación alienante que hace masa.
* Extractado de Los husos de la subjetividad, de próxima aparición (Grama Ediciones).
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