PSICOLOGíA • SUBNOTA › CASOS CLINICOS DE ACTUACIONES IMPULSIVAS
› Por Silvia Szwarc
Los siguientes fragmentos clínicos fueron resultado del trabajo de docencia y supervisión con jóvenes profesionales en una institución en la que se ofrecía asistencia psicoterapéutica durante aproximadamente un año.
Se recortó, como rasgo común de quienes llegaban a los consultorios, el acting-out: la apuesta era volver visible, en cada caso, el imperativo que los transformaba en marionetas.
Silvina, de 22 años, consultó muy angustiada debido a la exclusión que sufría por parte de sus amigos, quienes solían salir frecuentemente sin invitarla a pesar de sus esfuerzos y de sus continuos llamados.
Dijo estar muy enamorada de uno de ellos. Y dijo que estos amigos eran homosexuales. Relató una escena ocurrida poco antes de su consulta: había ido al departamento que dos de ellos compartían, sin avisar, con el fin de cobrarles una deuda. Su amigo le pagó sin protestar pero no la invitó a entrar. Muy enojada ante la “indiferencia”, se dirigió a dos jóvenes que pasaban por la calle e intentó pagarles para que le pegaran al amigo, diciéndoles que su novio vivía en ese edificio, que la había engañado y no quería casarse con ella. Se negaron. Hubo después una persecución en un taxi tras el auto donde iban esos amigos, después de haberlos encontrado en una disco a la que solían concurrir.
Este relato, que impresionaba por la sucesión de escenas dignas de una película bizarra, fue el material que la psicóloga trajo a supervisión.
En la vida de la consultante se había instalado un profundo desinterés, desde hacía un año, sin que ella pudiera explicar las razones. Su vida transitaba sin otra expectativa que la de que sus amigos la llamaran y la incluyeran en algún programa. Era el único foco de su interés libidinal. Las intervenciones de la terapeuta eran rápidamente anuladas, olvidadas.
En una fiesta rave donde se alcoholizó y consumió distintas drogas, se sintió muy mal, y le pidió auxilio a aquel amigo homosexual, que le contestó que estaba bailando y no lo molestara. Contó en la sesión: “Pensé que, si me pasaba algo, mi madre no lo iba a soportar. Me sentía muy mal y sentí mucha pena por ella”.
En esa sesión, a partir del relato de aquella fiesta convertida en acontecimiento, comenzó a construirse otra trama, en paralelo con la primera y condición de su legibilidad. Relató que, cuando era chica, su padre en realidad no vivía con ellas. Estaba casado con otra mujer y tenía otra familia a la que nunca había dejado. Pero las visitaba. Años más tarde se invirtió la situación: los fines de semana se trasladaba a su otra casa. En todo caso, ellas no eran su familia legítima.
¿De qué lado quedaban ellas? ¿Afuera o adentro? Hasta ese momento en que pudo formularla, la pregunta se encarnaba para ella en el forzamiento reiterado de un Otro que la deja fuera, al que acosa, a un hacerse reconocer por el que lo forzaba, incluso contando “una mentira” a desconocidos que pasaban por la calle: “Me engañó y no quiere casarse conmigo”. ¿Era un invento delirante o un fragmento de su verdad histórica?
Era la historia de la madre la que denunciaba con las palabras por las cuales culpaba al “novio” frente a terceros desconocidos. Cuando mentía, ignoraba la verdad que enunciaba, ya que había metonimia entre los argumentos y los personajes. La intervención de la terapeuta nombró su posición gozosa: en los bordes del Otro, marginal. ¿Cómo libidinizar su vida cuando nació extramuros?
Frente al “¿puedes perderme?”, en el llamado a la madre, la terapeuta hizo del desfallecimiento un lugar para el sujeto. Reaparecieron retazos de la historia, que hasta allí era invisible excepto por sus marcas siempre desplazadas. Era posible hacerse con ellas una historia, en lugar de encarnarla.
Retomó sus estudios de nutricionista, comenzó a reunirse con sus compañeros de curso para preparar los exámenes. El hacerse aceptar a cualquier precio había sido declinado.
Mariana, de 28 años, consultaba por lo que denominaba “mala comunicación con su novio”, con quien salía desde hacía un año. El era entrenador y trabajaba con muchos alumnos, todo el día. Ella desconfiaba de él permanentemente y su relación se había transformado en una pesadilla. Comentó su “necesidad de mantener relaciones sexuales todos los días”. El novio accedió a que hicieran juntos entrevistas de pareja. Se llevarían a cabo en paralelo con las que ella hiciera por su cuenta, con otro profesional, en la misma institución. En el ámbito de la supervisión, ante al malestar de la profesional que atendía a Mariana, se recortó el empuje a la escena de un triángulo, en este caso, terapéutico.
Respecto de sus padres, Mariana dijo que “vivían separados bajo el mismo techo”. Interrogada sobre ello, dijo: “No se separaron por mi causa”.
“¿Por tu causa?”, preguntó la terapeuta. Mariana habló de una relación que había entre su madre y el chofer del micro escolar que la llevaba al colegio, todos los días, desde que ella tenía 14 años. Ella había tenido que decirle al padre que quería ir caminando al colegio. Menos su padre, “todo el mundo sabía”.
Contó: “Los viernes y sábados mamá decía que se tenía que ir de excursión. Yo sabía que era mentira, que pasaba todo el fin de semana con él en su casa. Hasta pusieron un kiosco juntos”.
El “yo sabía” empezó a desplazar la desconfianza referida a Martín. Cuatro meses después que Mariana, a los veinte años, se fuera a vivir con su novio, el padre había fallecido repentinamente a causa de un aneurisma.
Guardar aquel secreto no era sin rencor hacia su madre, con quien no se trataba, y con culpa compartida hacia el padre traicionado.
Este caso sirve para ilustrar de manera paradigmática el estatuto ético del inconsciente; el efecto de un juicio frente a una moción pulsional intolerable, en este caso, el goce del secreto. El encuentro con la terapeuta permitió desencarnarlo y habilitarlo como juicio.
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