Jue 27.12.2012

PSICOLOGíA • SUBNOTA  › PADECIMIENTOS DE LAS “JóVENES Y EDUCADAS”

Malestar en las mujeres

› Por Irene Meler

Ya en la década de 1970, los estudios que tomaron como objeto la articulación moderna entre cultura y subjetividad habían comenzado a caracterizar como narcisista la tendencia hacia las uniones electivas, en tanto los nuevos sujetos individuados buscaban espejar la excelencia de su yo en los ojos de su objeto de amor. Esta fue la postura expuesta por Edward Shorter (El nacimiento de la familia moderna, ed. Crea, 1977) cuando acuñó la denominación “revolución sentimental” para referirse al proceso de nuclearización, disminución del tamaño de las familias correlativo a la urbanización, sexualización y sentimentalización de las relaciones de pareja, característico de la modernidad. Pasadas más de tres décadas desde esa visión de nuestras sociedades occidentales, asistimos a un incremento del proceso de urbanización en un contexto globalizado y a un progreso en la construcción subjetiva de la individuación.

Los sujetos actuales están muy lejos de las modalidades premodernas de control social, propias de los pequeños poblados europeos, cuyo carácter era compulsivo y punitivo. El estilo de control social vigente hasta mediados del siglo pasado, ya en plena modernidad, tendió hacia la masificación y la uniformidad, obtenida mediante la presión normativa, tal como fue descrita con claridad por Michel Foucault (Historia de la sexualidad, tomo I, La voluntad de saber, ed. Siglo XXI). Hoy en día, así como en el mercado se ofrecen productos diseñados para nichos sociales específicos, en los usos y costumbres reina el derecho a la diversidad. La tolerancia posmoderna no es unívoca y coexiste de modo inarmónico con bolsones de actitudes tradicionales, pero en términos generales no se penalizan las opciones de vida que se alejan de las tendencias mayoritarias. Es así como se ha instituido el matrimonio entre personas del mismo sexo, inaugurando una era donde el reconocimiento genuino coexiste con la banalización y la espectacularización, que encubren la pervivencia del prejuicio discriminatorio.

En este contexto, donde, al menos en lo manifiesto, cada cual puede elegir su estilo de vida, la compulsión hacia el matrimonio y la formación de familias ha cedido en importancia, junto con la disminución de la compulsión hacia la heterosexualidad. La presión social para ser como todos ha dado lugar a un nuevo imperativo: vivir de acuerdo con el propio deseo y disfrutar de la existencia. Esto sucede por la convergencia de dos procesos: la secularización y la individuación.

Los efectos de la pérdida occidental de una fe práctica, una creencia sentida en la existencia de otra vida, son muy profundos. Es difícil soportar la ausencia de todo sentido trascendente y colectivo, que enfrenta al sujeto con la historicidad contingente de sus ideales y proyectos. Este sujeto ya no es colectivo, el “nosotros” se ha diluido, y las identidades nacionales están en crisis ante el resurgimiento de los regionalismos. El sujeto contemporáneo está solo frente a la licuación de los sentidos y de las identificaciones tradicionales. Esto inaugura una posibilidad de libre albedrío, pero también plantea la amenaza del aislamiento. El escepticismo no afecta sólo a las identidades y valores tradicionales. La fe en los vínculos ha sido socavada, entre otros factores, por la elevada exposición mediática de sus falencias y de sus miserias. En las parejas constituidas es posible observar con frecuencia la aparición de acusaciones desencantadas, donde se percibe con agudeza el narcisismo del otro, se exhibe el propio y se descree de las manifestaciones de amor.

En este contexto, las mujeres jóvenes y educadas padecen de un malestar específico. La relación amorosa, dificultada en el nivel de las prácticas, mantiene su prestigio ilusorio en el imaginario femenino, como resabio de una subjetivación tradicional para el amor y el matrimonio que persiste con la inercia característica de las representaciones colectivas convalidadas. Encuentran a sus posibles compañeros elusivos, esquivos y muchas veces decepcionantes. El tradicional requisito de la admiración, como paso previo al amor, es difícil de obtener por causa de los logros personales a los que ellas han accedido. Para los varones posmodernos no es fácil deslumbrarlas. Ellas ya no ofrecen la admiración devota que engrandeció el yo masculino, no están para reflejar la magnificencia ilusoria de sus compañeros. Del lado de ellos, la facilidad para concretar el deseo erótico no contribuye a promover la idealización masculina del objeto de amor, que Freud describió en 1914 (Introducción al narcisismo). Los logros laborales femeninos, al ser contradictorios con la imagen tradicional de dependencia y desvalimiento, no aportan al atractivo erótico de las mujeres actuales, y a veces van en sentido opuesto.

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