El narcisismo se regodea en la autodenigración. Decir “soy una rata”, por ejemplo, es una metáfora. Acaso no muy brillante, pero lo es, y en su significación se fija una carga libidinal que Lacan llama objeto a y también “plus de gozar”. Toda vez que el sujeto se adhiere a una identificación que lo petrifica y de cuyo sentido goza, hay una metáfora en juego, y en este sentido no vemos que la metáfora aporte nada liberador. Si Marx dijo que la religión es el opio del pueblo –eso también es una metáfora– es porque la fascinación del sentido estabiliza y duerme. Sin embargo, cabe cuestionar que éstas sean verdaderamente metáforas.

Una metáfora verdadera se produce como encuentro y no como automatismo. Sólo en el primer caso la metáfora es verdadera. El uso auténtico no es el dado por la costumbre. El uso-acto es siempre ab-uso; literalmente, separarse de los usos establecidos. Eso pone en evidencia el trasfondo perverso de la cuestión. El ready made de Duchamp, por ejemplo, implica una metáfora conceptual al transportar un objeto común, un mingitorio, a un contexto diferente, el de la obra de arte habitualmente sacralizada. Y éste no es el ejemplo más chocante de cómo el arte siempre escandalizó. Hay un íntimo lazo entre el arte y la perversión. Si ésta resulta esencial a la vida sexual humana es por su potencia de desviación respecto de los usos establecidos según la regla, la que sea, y respecto de la naturaleza. En esencia, la metáfora es desnaturalizante porque implica “pervertir” un tema o transportar un significante desde un contexto discursivo a otro que no sería el que “le pertenece”. Siempre, a lo largo de la historia, esas variaciones que el artista hace sobre lo establecido son percibidas como algo violento, chocante, perverso o “degenerado”, para usar un término del Tercer Reich.