REPORTAJES › CHANTAL MOUFFE, AUTORA DE “EN TORNO A LO POLITICO”
La palabra “orden” es la más transitada por los demagogos de la derecha, aquí y en el mundo. La socióloga belga, marxista crítica y estudiosa de los nuevos modelos de la democracia, explica qué idea de sociedad se esconde atrás de esta manía: un modelo de enfrentamiento y antagonismo.
› Por Carolina Keves
Un mundo globalizado, sin izquierdas ni derechas, donde la democracia no escapa de una visión gerencial y es la mejor herramienta de una utopía que no acepta conflictos y en la que el discurso del orden es el más vendido por los demagogos. Si hay una imagen que Chantal Mouffe desmitifica es ésa. En su nuevo libro, En torno a lo político (Fondo de Cultura Económica), la politóloga belga que vino a Buenos Aires a un seminario de la Escuela de Posgrado de la Universidad Nacional de San Martín intenta despabilar esta visión “pospolítica” reivindicando el lugar del conflicto en la complejidad de lo social. Así retoma las ideas de Carl Schmitt y repite la mirada crítica de veinte años atrás, cuando escribió con Ernesto Laclau Hegemonía y estrategia socialista. Fue un intento por sacar del letargo al marxismo cuestionando la idea de lucha de clases en una realidad que parecía ir en sentido contrario. Hoy no duda en afirmar que tenían razón. En un mundo unipolar, la opción no está en manos de un proletariado con límites ya difusos sino en la articulación de un proyecto de diversas voces, en un sistema que reivindique la confrontación y el adversario, en una democracia agonista.
–En su libro apunta contra los que definen la política como buena administración.
–Es que sigue vigente esta visión extremadamente racionalista de lo político, según la cual en la vida política se pueden solucionar los conflictos de forma que nadie pierda. Yo critico esta visión porque me parece que deja de lado algo que considero central en la política, que es el papel de las pasiones y de las confrontaciones. Lo que define lo político es la confrontación. En todo sistema surgen conflictos y hay confrontación porque hay un “otro” que siempre queda excluido. Lo que sucede a veces es que el sistema no puede ofrecer una solución racional y deviene en lo que yo llamo un antagonismo. Son conflictos que pueden poner en cuestión la existencia de la democracia porque manifiestan una forma amigo/enemigo, que no acepta ningún diálogo y sólo plantea su eliminación.
–Su visión de la política les resulta antidemocrática a algunos...
–Pero no es lo que yo planteo. Para los liberales “conflicto” es una mala palabra. Niegan todo el tiempo su existencia. Para mí hay que reconocer su posibilidad de emergencia y tratar de ver cómo se puede evitar que lo haga bajo la forma amigo/enemigo. En este punto, yo propongo el modelo de una democracia agonista, en donde el conflicto de intereses no se plantea ya en términos de amigo/enemigo sino de adversarios. Esto implica que un partido o un representante acepten que las demandas o la solución que proponen sus oponentes son legítimas. Es justamente lo contrario a lo que sucede cuando la política se plantea en el discurso moral. En un registro moral la política pasa a ser una lucha entre el bien y el mal. El “otro” nuevamente aparece como el enemigo, aquello que debe ser erradicado.
–Ubicar a ese otro en el pasado, ¿responde a la misma estrategia? ¿Puede entenderse como una forma de deslegitimación al negarlo como posibilidad en el presente?
–Depende de cómo se realice la construcción en el discurso. También se puede perfectamente construir el “otro” en el pasado como un adversario. El componente temporal a ese nivel no creo que sea tan importante. Lo importante aquí es entender que siempre va a haber conflicto, siempre va a haber un “otro”. Lo que definirá la forma del espacio político es cómo se reconoce a ese “otro”. La política no pasa por destruir al oponente sino por seguir luchando y confrontando. De eso se trata la lucha hegemónica, de tratar de convencer a la mayoría de la población de que el proyecto de uno es el que debe ser adoptado. Lo que intenta la tendencia pospolítica es negar esa confrontación, asegurando, por ejemplo, que las categorías de izquierda y derecha han sido superadas, que son obsoletas.
–¿Eso es peligroso?
–Es una de las críticas que le formulo a Ulrich Beck. El plantea que el sistema de adversarios ha sido superado y celebra el avance al centro como un progreso de la democracia. Pero si uno observa, la realidad muestra otras cosas. Ese consenso al centro ha tenido como consecuencia la emergencia de otras identidades colectivas y ofrece varios peligros. Hoy la política democrática tradicional no puede salir de los límites del centro. Los programas de centroizquierda y centroderecha prácticamente no ofrecen diferencias. Y esto crea el terreno para que demagogos de derecha vengan a decir que hay alternativas, dan la ilusión de cambio.
–Aquí se escucha mucho decir que “Tal es el único que tiene propuestas”.
–Hay que reconocerles a los populismos de derecha que conocen la importancia de la dimensión afectiva. Volviendo a Beck, él plantea que la gente piensa en función de sus problemas y habla de lo que denomina como la “subpolítica”. Plantea la desaparición de los partidos, los sindicatos, etc., porque la gente ya no se reconoce más en esos colectivos. Eso me parece que es absolutamente falso. La gente sigue teniendo necesidad de pertenecer a un grupo e identificarse con algo.
–¿Los políticos están dejando de lado las pasiones?
–Lamentablemente los partidos de izquierda más tradicionales temen mucho esta dimensión y la identifican con la germinación de los grandes totalitarismos. Pero las pasiones pueden ser movilizadas de manera que también sean productivas. Es importante que los partidos progresistas tomen en serio la dimensión afectiva para no dejarle libre el terreno al oportunismo de derecha.
–También hay ejemplos de izquierda. Observemos el caso de Hugo Chávez.
–Pero hay una diferencia entre los populismos de derecha y de izquierda. Es cierto que comparten un elemento. Ambos crean una identificación en torno del pueblo. Eso no me parece mal. Es una dimensión inherente a todo proceso democrático, porque ¿realmente qué es la democracia sino el poder del pueblo? La diferencia pasa por lo que cada uno entiende o define por pueblo. El discurso de Chávez es un discurso que se dirige a las clases populares excluidas. El pueblo aparece como entidad inclusiva. En el caso de la derecha, tiene un fuerte componente de exclusión. Observemos lo que pasa con Jean-Marie Le Pen en Francia. En su discurso, el pueblo sólo incluye a los franceses, identificados en su oposición a esos tres millones de inmigrantes. Pero, sobre lo que quiero insistir es en la amenaza que ofrece esta concepción de que la izquierda y la derecha ya no existen. En un marco donde todo es centro, si entre los partidos tradicionales no hay diferencia, no ofrecen una alternativa radicalmente distinta, no debe llamar la atención que la gente se pregunte para qué va a votar.
–En el libro, usted plantea una revisión crítica de la obra de Carl Schmitt, lo que puede resultar algo provocador.
–Si lo dice por el compromiso de Schmitt con el nazismo, le repito lo que planteo en el libro. Pienso que debe ser la fuerza intelectual de un teórico y no su cualidad moral el criterio al momento de decidir si uno puede abordar determinada teoría. Ahora bien, coincido con él en que nunca puede haber consenso sin exclusión porque, como dije, un “nosotros” siempre necesita de un “otro”. Pero disiento en muchos otros aspectos. Más bien lo que planteo en el libro es pensar a Schmitt en contra de Schmitt. Su crítica al liberalismo es completamente pertinente. Estoy de acuerdo en que el liberalismo reduce la política a un consensualismo individualista. En donde me alejo es cuando concluye que siempre las relaciones en política se van a plantear en términos de amigo/enemigo. Mi intención es mostrar que hay otra manera en que se puede poner en escena el antagonismo, que es el agonismo. Este modelo lo propongo como alternativa a los dos que hoy son dominantes en la teoría política. Me refiero a la teoría agregativa, que considera que en el campo de la vida democrática uno tiene actores individuales que sólo se mueven en función de sus intereses propios y que la función del sistema se limita a encontrar maneras de negociar entre esos intereses. Y el modelo deliberativo de Habermas, según el cual lo central en la democracia es la deliberación, en donde todo el mundo puede participar y se puede llegar a un acuerdo racional, en función del bien común. Según mi opinión, todas estas concepciones se olvidan de un elemento central: los conflictos. Las democracias deben aceptar dichos conflictos y promover los canales para que las resistencias puedan expresarse bajo formas legítimas. De esa forma se evita la posibilidad de que exploten de otra manera, una manera extremadamente violenta.
–¿Es lo que pasa con el terrorismo?
–El terrorismo es un caso de lo que sucede internacionalmente. Mi argumento es que cuando no hay posibilidad para que los conflictos se expresen en forma agonista, emergen de una manera antagonista. Vivimos en un mundo unipolar, con un centro de poder que es Estados Unidos. No hay posibilidad de disentir con eso a través de canales legítimos.
–Se trata de algo que usted viene planteando hace tiempo.
–Hace veinte años planteamos con Ernesto Laclau la necesidad de un proyecto de democracia radical y plural. Esto suponía la necesidad de que los movimientos de izquierda realizaran una revisión y atendieran la complejidad que estaba asumiendo el escenario político para convertirse en una alternativa creíble frente al neoliberalismo. Dicha construcción implicaba crear una cadena de equivalencias entre demandas de distinta naturaleza y ya no de clase. Implicaba un proyecto político en donde se articularan las demandas de los campesinos, de los obreros, de las feministas, es decir reclamos heterogéneos de diversos sectores.
–Pero cuando explica el ascen-so de Haider en Austria cita como factor la coalición entre conservadores y socialistas. Este tipo de articulaciones, ¿no es a veces perjudicial para la vida democrática?
–Hay que entender que en Austria no había una articulación en el sentido en que nosotros lo entendemos. Más bien la coalición entre el Partido del Pueblo y el Partido Socialista fue un acuerdo político para dividirse los puestos de gobierno. Así, la gente empezó a tener demandas que nadie atendía. Acotado el universo de elección, aparece Haider, un político que empieza a responder a reclamos de naturaleza completamente diferente. Por un lado, se acerca a los yuppies. Por el otro, a los obreros, que no se sentían representados por el partido socialdemócrata en tanto pertenecían a los sectores más tradicionales de la industria en vías de extinción.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux