Dom 20.01.2002

SOCIEDAD  › BARRIO POR BARRIO, LOS VECINOS DEBATEN QUE HACER

De la cacerola a la asamblea

Se iniciaron espontáneamente, al calor de los cacerolazos, y se multiplicaron con velocidad. Las asambleas se reúnen en esquinas o en plazas y discuten desde la estatización de la banca hasta un escrache al super del barrio, sorprendidos cada día del poder de su convocatoria.

› Por Horacio Cecchi

La asamblea seguía los cánones de su tipo, aunque sus integrantes representaran un raro abanico de edades, ocupaciones y desocupaciones, con inquilinos, dueños y conventilleros, amas de casa y amos sin techo, de saco y corbata, de bermudas y ojotas, kiosqueros, oficinistas, ingenieros, taxistas, médicos, zapateros. Hasta que se trenzaron por el futuro nombre de la futura organización barrial. “¿Para qué llamar popular a la asamblea, para ahuyentar vecinos?”, preguntó un actor encanecido. “Propongo llamarla Multisectorial”, contrarrestó, militante, un docente. Hubo aplausos y abucheos. La escena se desarrollaba en San Telmo. No era la única. Las asambleas se repiten barrio por barrio, y en muchos barrios hay hasta dos y tres reuniones diferentes de autoconvocados. Se iniciaron espontáneamente, al calor de los cacelorazos, un intercambio de teléfonos, una cita, para terminar debatiendo la nacionalización de la banca, el rechazo a la deuda externa, el caliente y concreto escrache a la Corte Suprema o el básico y vital control de precios al supermercado de la vuelta. Cada esquina funciona como un potencial almácigo de asamblea, a razón de cien vecinos por esquina, cada uno de ellos descubriendo el poder que nace de sí mismos, sin saber aún para qué, por qué, ni de objetivos, ni plazos, apenas conscientes y todavía sorprendidos que desde el 19 de diciembre desparramaron dos presidentes.
La viejita, Alberta, Rosa o Felisa, lo mismo da, espera sin prisas, como se ve que había hecho durante un ovillo de años pacientemente enredados, con sus manos arrugadas cruzadas, la derecha tomando con toda la firmeza que le dan sus nudos a la muñeca izquierda, de pie, porque de qué otro modo se puede estar en una asamblea vecinal aunque sean muchos los sentados, ya pasadas las tres horas de estancia sin decir nada, sólo escuchando o recordando en la esquina de Angel Gallardo y Corrientes, al borde del rugido de los colectivos, de los autos que rozan, y de los policías que, inconscientes, bravuconean con su fugaz presencia.
Mira a Mariano, silenciosa y encorvada, mientras Mariano, sin años, o al menos sin ovillos ni madejas, reclama la estatización de la banca, el no pago de la deuda externa, el rechazo a cualquier acuerdo con el FMI, el escrache a los supremos cortesanos, la expulsión de Duhalde, el reemplazo de los irrepresentativos diputados y senadores por las asambleas del pueblo, el repudio a bancos, políticos y uniformados, la conexión con comisiones internas fabriles, todo ya, en un reclamo que más que reclamo, a esa altura de la noche del miércoles, diez menos diez, es exigencia. Fue en una interrupción de Mariano, un lapsus de la lengua, un corte en la dialéctica de su discurso, cuando se oye a doña Alberta, Rosa o Felisa, lo mismo da, preguntar casi murmurando pero con la firmeza del murmullo constante de las olas: “¿Y la luz, cuando la cortamos?”
A veinticinco cuadras, Scalabrini Ortiz y Santa Fe es otra esquina porteña, por lo tanto otro almácigo de brotes de asamblea. La corta habitualidad de dos semanas de reuniones, miércoles y viernes a las diez de la noche, fue suficiente para marcar una metodología práctica de orden interno: en la propia esquina no hay nadie ni nada parecido a una asamblea, pero un joven, Javier, aguarda sentado en el umbral de una prepaga en su secreta tarea de indicador de asamblea. Nadie sabe cómo es que se produce el milagro, pero aquel dispuesto a encontrar la asamblea indefectiblemente le ve al joven cara de saber. “Están en la placita, allá –dice una y otra vez, señalando la esquina de Malabia y Santa Fe–. Yo estoy esperando a una amiga y voy”, agrega, algo incómodo con su rol.
Y estaban en la placita. La asamblea no se inició aún. Son, por el momento, unos treinta vecinos, uno con un cochecito vacío y un bebé al hombro y al llanto. Están sentados alrededor de las mesas de la placita, junto a la cancha de bochas, mientras se van sumando los asesorados por Javier. La división en grupos no es casual: los autoconvocados de S. Ortiz y Santa Fe ya se habían repartido en comisiones de trabajo desde las primeras asambleas, allá por el 2 de enero. Hay una comisión de Prensa yDifusión, otra de Organización y Seguridad; una de Nexo Interbarrial; una más de Acciones Concretas y, por último, la de Análisis Político Económico.
Media hora más tarde, cuando ya superan el centenar, comienza la asamblea. Después de que Sebastián lee los reglamentos para participar de la asamblea, votados el viernes anterior, los autoconvocados discuten el mecanismo de la asamblea. No es fácil. Sobre un centenar de presentes, surgen 28 propuestas, a saber: debate de los acuerdos básicos votados en la asamblea anterior; despedir a Duhalde y elecciones ya; escrache, remoción y mecanismos de elección de los supremos cortesanos; seguro de desempleo; apoyo a los piqueteros; exigir la entrega de medicamentos; organizar citas de control en los cacerolazos; no a la deuda externa; escrache a Telefónica el sábado a las 12; escrache a los sindicalistas; el corralito; y siguen los temas.
Una mujer pide agregar la suya. “Propongo participar en un escrache a la Comisaría 25ª, donde detienen y torturan a las travestis.” Bastó esa sola mención para que la asamblea crujiera y las enmascaradas diferencias se trasladaran a primer plano. La reunión quedó partida en dos. “¡Que no nos lleven de la nariz como chorlitos”, casi grita la vecina que había presentado a sus amigas. Una mitad levanta esa bandera. La otra quiere morder a la vecina de los chorlitos. En el medio, Sebastián intenta moderar. “Están haciendo política”, acusa la de los chorlitos. “Y qué, acaso pedir la renuncia de la Corte no es política”, contrarresta el joven que un rato antes tenía a su bebé en brazos.
Vuelve el orden. Los vecinos aprendieron a aceptar las diferencias. Es hora de votar qué propuestas se debatirán. Detalle: en el temario figura qué hacer con el corralito. Cuando le llega el turno, sólo lo votan dos. “Queremos recalcar –aclara Carlos a Página/12– que nosotros no nos reunimos por el corralito, como quieren hacer aparecer algunos medios. Queremos que esto perdure en el tiempo, cuando los cacerolazos se calmen”, define Sebastián.
Lejos de la placita, los vecinos de San Telmo se reúnen en la Facultad de Ingeniería. Es la primera asamblea después de que el barrio hiciera punta en los primeros cacerolazos. La conformación es más heterogénea que en Palermo, fuerte composición de inquilinatos, tonos más duros, casi nadie lleva el formato de la intelectualidad ilustrada. Por eso, los jóvenes del centro de estudiantes contrastan. No sólo con su aspecto, sino también con sus propuestas, tan válidas como cualquier otra, pero inalcanzables para algunos. Una mujer, que se quejaba por la factura de Telefónica, se embandera en la lucha sin cuartel contra las empresas privatizadas. “Los amenacé con hacer juicio”, recomienda victoriosa, hasta que las propuestas más extremas la alejan: “No pagar la deuda externa, libertad a los luchadores populares; remoción de la Corte Suprema”, propone el moderador, que se presenta como docente de Ingeniería, y la vecina se va. “¿Por qué no votamos un nombre?”, instala un vecino, sentado en una tarima y después de varios intentos se llega a la votación. Empieza entonces la discusión sobre el nombre, si “Autoconvocados de San Telmo”, como propone uno; “y de Monserrat”, como agrega otro; “Asamblea Popular de San Telmo”, sostiene un tercero, “y de Monserrat”, agrega el otro; “Saquémosle Popular para no espantar a los vecinos que no tienen práctica de militancia”, reflexiona el actor; “Multisectorial Vecinos de San Telmo Carlos Almirón”, propone el docente; “y de Monserrat”, insiste el otro. Gran abucheo, aunque también hay aplausos y apoyos.
En Virrey Liniers y Rivadavia, otra efervescencia con horario. Hay comerciantes y profesionales, vecinos y jóvenes con propuestas de asamblea permanente, hay chicos de 15 años y ancianos. Son unos cincuenta. “Es un poco anárquico –dice Fernando a este diario–. Estas asambleas son un poco para la catarsis de cada uno. Vienen a plantear sus problemas individuales, y no está mal.” Al final, una síntesis lograron: apoyo a los obreros de una fábrica textil tomada, escrache a la oficina comercial deTelefónica, sobre la calle Boedo, se plantea la desconfianza a la policía, el profundo rechazo a los políticos, la desinformación, y siguen los temas.
Nadie sabe cuál fue el primer contacto, aunque todos, en cada esquina, saben a partir de cuándo y los motivos. La inédita experiencia de la inexperiencia colocó a los porteños en un debate, difícil, discutible, angustiante para algunos, habitual para otros, pero debate al fin: el de construir qué cosa, cómo, cuándo y para qué, a partir de la certidumbre cada día más palpable de que, finalmente, algún tipo de poder vienen acumulando en la propia mano y en la propia cacerola.

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