SOCIEDAD
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Los siete días que vivimos en la calle
› Por Sandra Russo
Esto no pretende ser un chiste, porque en todo caso sería un chiste malo, pero parece mentira que el líder histórico del actual presidente Eduardo Duhalde alguna vez mandara a sus muchachos “de casa al trabajo y del trabajo a casa”. ¡Todo el mundo tenía casa y tenía trabajo! Ya no es posible para el Gobierno mandar a nadie a ninguna parte –al menos a ninguna parte publicable–, aunque es obvio que la gente en las plazas, en las esquinas, en los barrios, en las asambleas, en los cacerolazos, la gente acorralando bancos en Liniers o la gente rompiendo bancos en Casilda, la gente crucificándose en La Quiaca, la gente entregando petitorios con y sin faltas de ortografía, la gente insultando y proponiendo buenas ideas o ideas disparatadas, ha empezado a molestar –y cómo–, y es que de eso se trata. Pero a quién molestar, dónde apuntar el dardo, parece ser hoy la clave de la inteligencia colectiva, de la intuición popular para enfocar la ira en el lugar adecuado, porque una imprecisión ahora puede debilitar en lugar de fortalecer esta increíble dinámica histórica que nos explotó en las manos. Esta semana que pasó tal vez sea recordada como “los siete días que el país vivió en la calle”. En aquella Argentina industrializada, en la que por primera vez las masas obreras habían sido incorporadas como factor de poder, Perón se dio el lujo de proponer el after hour hogareño como quien dice: ustedes ya tienen representante, váyanse y descansen, que de lo público me ocupo yo. Ah, qué alivio es la democracia cuando funciona. La gente va de la casa al trabajo porque tiene casa y tiene trabajo, deja en paz a los gobernantes y todos contentos. No vamos a hacer revisionismo en esta humilde columna, pero es inevitable recordar a Raúl Alfonsín despidiéndonos en la plaza como un anfitrión con ganas de deshacerse de las visitas. Nos dijo “Felices Pascuas” porque ya entonces había dudas de que con la democracia se curara, se educara y se comiera, o sea que ya había unos cuantos sin casa y sin trabajo. “Felices Pascuas” fue como decir: vuelvan a sus livings, que de lo público me ocupo yo. Aun así, aun tecleando, aun con el sapo a medio tragar, todavía éramos como niños con ansias de creer que los Reyes Magos se comen el pastito. Teníamos representantes que se suponía que nos representaban, de modo que, aun rumiando, aun a conciencia de que en esa plaza –de la que ya habían echado a los imberbes y hasta a los repentinos fans de Galtieri– habíamos pasado de ser un pueblo valiente a ser una manga de pesados, nos fuimos cada uno a lo suyo.
No es que nosotros hayamos cambiado: lo que cambió es la realidad. Porque seguimos cada uno en lo suyo, pero ahora atravesados por la brutal conciencia de que cada uno no es nadie. No es que nosotros hayamos cambiado: cambió el juego que jugábamos juntos, haciendo de cuenta que jugábamos solos. Fue mientras estábamos en casa –en ese mundo privado, en esa cápsula aislante– a la que nos mandaron, cada uno a su manera, Perón, los militares, Alfonsín, Menem y De la Rúa, que unos tipos todavía sin nombre, con la complicidad de los porteros, desmantelaron todo el edificio.
Lo que empezó mágicamente, el llamado tribal al vecino, la confluencia de uno más uno más otro que dio por resultado la era de las cacerolas, sigue siendo una página en blanco en la que en estos días, en estos mismos días de los que somos testigos y protagonistas, se está escribiendo una historia común. La fascinación de ese estar en la calle no parece todavía haber llegado a su clímax: seguimos ocupados en un crescendo imparable que se hace eco a sí mismo.
En el in vitro que fue la pacífica ciudad santafesina de Casilda sacudida por una furia imposible de impostar –apenas pasible de ser exaltada– por ningún agitador o infiltrado, una mujer gritaba el martes: “No se tocó ningún comercio, vean que no se tocó ningún comercio”. El in vitro de Casilda puede leerse como una prueba notable de la astucia popular. La rabia discriminada. El mensaje claro. La inteligencia para transmitir contra quién sí y contra quién no se pelea. Un día antes, los changarines del Mercado Central y los militantes de la Corriente Clasistay Combativa, todavía palpitando la violencia del choque que protagonizaron entre ellos, dijeron: “Nos quieren usar. Somos pobres contra pobres”. El sapo sigue a medio tragar, pero las lecciones se aprenden y además, las lecciones van de arriba para abajo y viceversa. Porque cuando todavía estaban frescos los argumentos que blanqueaban la legitimidad del cacerolazo escudándose en la falta de banderas y la falta de consignas, fueron los más pobres los que levantaron las suyas. En un momento en el que nadie puede precisar quién detenta el poder real en un país de gobierno débil y representaciones políticas ad referendum, lo único que falta es que tampoco se sepa quién es el que reclama, o qué pide. Ese fue el riesgo de los primeros días y los primeros cacerolazos: “la gente” es una abstracción de la que había que salir rápidamente. Y se salió.
Esta vez, mientras los pobres se encolumnaban bajo las banderas de sus organizaciones ya creadas, la clase media empezó a inventar las suyas. El cacerolazo generalizado no se esfumó como amenaza, sigue latente, pero los deudores hipotecarios no pesificados inventaron su “llaverazo” del martes, y la cacelora dio lugar a ese objeto simbólico, la llave, que no sólo representa la casa: también representa mayoría de edad, autonomía, meta alcanzada. Los dueños de inmobiliarias, escribanos y martilleros tapizaron el jueves la quinta de Olivos con sus inservibles carteles de venta. Los camioneros rodearon el Congreso y aturdieron a los vecinos con los quejidos de sus bocinas, pero ese aturdimiento fue celebrado con aplausos desde todos los balcones. El Liniers, los comerciantes acorralaron los bancos del barrio con sus propios cuerpos, y estamparon en sus camisetas argentinas la palabra “basta”. En Flores, 500 clientes de bancos hicieron lo mismo dos días más tarde. En Santa Fe, los productores agropecuarios marcharon hacia Rosario con sus demandas, que fueron aclamadas por los vecinos de la ciudad. En La Quiaca, los desocupados amarrados como cristos a los postes de luz ofrecieron a las agencias internacionales imágenes lo suficientemente claras como para que el primer mundo entienda que la Argentina no es sólo Maradona: la Argentina también son pobres crucificados. El Tribunales, miles y miles de personas piden a gritos la renuncia de los jueces de la Corte Suprema, como quien dice a mí no me engañás, si arrancamos el árbol, que sea por la raíz. En cada barrio, las asambleas permitieron no sólo que el del quinto conozca por fin a la del octavo, sino que todos recuperaran el uso de la palabra. En este inventario incompleto faltan muchísimas otras expresiones de la gente en la calle: nunca como esta semana, nunca antes, los argentinos parieron su propia y apabullante presencia en lo público. Uno no puede irse a dormir si los porteros les abren la puerta a los ladrones.
No está de más, sino todo lo contrario, destacar que en esta escena múltiple, prolífica, atronadora, fascinante y desesperada, prácticamente no hubo consignas contra Duhalde. Y no porque Duhalde sea un presidente fuerte o porque goce, al menos no todavía, de la confianza popular. En esta tregua implícita que se le ha dado al Gobierno se agazapa el instinto de supervivencia de esta sociedad. Por primera vez en mucho tiempo, la gente le está diciendo a los tres poderes del Estado: si sos funcional a mis intereses, te respaldo. Si no, te vas.
Ojalá volvamos alguna vez a aquel momento en el que el pueblo no deliberaba ni gobernaba sino a través de sus representantes, y todos podamos volver a lo nuestro, a esas casas que estarán a salvo de ser rematadas, a esos trabajos que muchos han perdido. Será cuando los representantes den muestras claras de haber entendido que la gente a veces traga sapos, pero después, tarde o temprano, los vomita.
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