SOCIEDAD › UNA COMUNIDAD TOBA EN EL CONURBANO BONAERENSE
Lejos de El Impenetrable chaqueño y cerca de una recicladora, 42 familias tobas viven en Derqui y pelean a diario para no desintegrarse en medio de la ciudad. Las puertas de sus casas no tienen llaves, honran a la Pachamama y todo lo que tienen es comunitario.
› Por Nacho Levy
Taladas a mansalva, cayeron en una atmósfera contaminada, a miles de kilómetros del Impenetrable, conformando una comunidad tristemente nueva, preciosamente originaria. Más de 30 familias de la etnia qom debieron dejar sus tierras del Chaco y partir en busca de trabajo a principios de los ’90, pero los escasos recursos económicos las llevaron a plantarse en Fuerte Apache y Ciudad Oculta, donde la desocupación y la discriminación las volvieron a aunar. Mancomunadamente, decidieron mudarse en 1995 al corazón de un descampado cedido por el Arzobispado de Buenos Aires, lindero a un colegio católico y cercano a una planta recicladora, en el cruce que va desde Derqui a José C. Paz. Y allí, a unos 50 kilómetros de la Capital Federal, respira ahora un barrio toba, conformado ya por 42 familias que conviven en 42 casillas casi idénticas, de ladrillos a la vista, techos bajos, muebles rústicos, olores verdes, sabores naturales y las puertas siempre abiertas, o directamente reemplazadas por cortinas de bienvenida que dan sombra, sin apagar el sol.
Provistas de agua potable, gas y electricidad, no hay casa que no tenga jardín, ni jardín que no intente ser huerta. Entre silbidos de pájaros y otros peatones avícolas, una gallina camina cerca de una computadora, en la vivienda número 1, donde vive Maxe, “Máximo Jorge, en español”, cacique de la comunidad qom, que hoy defiende su historia con la cultura, el idioma y sus ancianos, “porque la tierra está descuartizada”.
Sobre el ruido silvestre de su morada, tal vez irrumpa un llamado a su celular, “que sirve para comunicarse rápido y también para demostrar cuántos años ha tardado la ciencia en crear algo que hiciera lo que nuestros antepasados hacían con los pájaros. Lo malo es que, con el tiempo, el celular te come, porque hay que pagarlo”, aclara.
Ahí, en su pequeño jardín, que no es suyo, sino propiedad comunitaria, sale a meditar todas las noches de luna llena. “Hay quienes piensan que estamos locos, pero con la meditación ancestral nos conectamos con nosotros mismos y con hermanos originarios del Chaco, o de Canadá.” Mira fuerte, mientras habla, junto a una mesa donde reposan al sol sus artesanías, “las manitos de la abundancia, de arcilla, porque el barro aquí no es como el del Chaco”, y a unos pocos metros descansa sembrada la placenta de su hija, a la que riega a diario, “para verla crecer como a la niña”. Adentro de la casa, en el comedor, descansa también la computadora, “que es apenas una herramienta, porque sabemos que mañana podemos quedarnos sin electricidad. La naturaleza, en cambio, tiene otro modo de almacenar las cosas”.
Caminos de barro y cordones de vegetación marcan las arterias de una aldea pequeña, que subsiste vendiendo artesanías en las excursiones a festivales y escuelas, que utilizan a la vez para la difusión de su cultura y del respeto a sus dioses, creencias que facilitan la convivencia con el medio. “Creemos en el sol, el agua, la tierra. El Chaco en los años ’60 no tenía alambrados y estaba lleno de ñandúes, carpinchos, guasunchos, porque se cazaba sólo para comer. Yo vivía descalzo y siempre comía pescado, pero jamás me enfermaba, porque la naturaleza me daba sus vitaminas. Así, nuestros ancianos llegaron sin canas a los 80, pero hoy está todo contaminado, por quienes llegan sólo para llevarse lo mejor. Y no- sotros estamos acá, a metros de una recicladora. Tal vez, pronto nos vendan el aire. ¿Cuál es el plan? Nos han prohibido la pesca por la contaminación, y aquí nos quieren vender hamburguesas, que tal vez sean de carne humana”, sugiere Máximo, que suele recorrer el centro de la Capital buscando convenios para difundir la cultura qom. Y mientras, mira. “Miro y me pongo triste –confiesa–, al ver tantas personas a las que no les falta nada, pero viven vacías.”
Su antecesor como cacique, Daviaxaiqui, conocido en Buenos Aires como Clemente, afirma que “la tierra tiene sus pulmones en el bosque y sus brazos en los ríos. No se puede atacarla. Nos dicen salvajes, pero de ser salvajes, ¿no debiéramos estar en nuestro territorio?”. Sentado en el comedor de la casa 6, hace silencio ante el galope de un caballo que pasa por la puerta y se acomoda la camisa, que le sirve de nexo con la cultura urbana. “En Derqui –agrega–, en agosto, en el culto a la Pachamama, usamos las prendas típicas, que me gustaría llevar todos los días, pero no sé si me pararía el colectivo.”
Hay celebraciones tradicionales que los mantienen cerca de todo aquello, y lejos de todo esto. “Yo nunca festejé mi cumpleaños
–dice Maxe–, porque los días son todos iguales. Lo que cambia es la persona. Y los casamientos son diferentes según las comunidades. Como yo soy mielero, en mi región los novios se llenan la cara de miel y se dan un beso bien dulce. Otro gran festejo es Aloha, en honor a la abundancia de la tierra, pero ya no se puede celebrar, porque nuestros niños no pueden verla.”
Daviaxaiqui se indigna con una escuela cercana a Fuerte Apache, adonde iban sus hijos antes de entrar en el colegio católico al que van ahora, becados por la fundación del rugbier Agustín Pichot: “En la escuela número 3, un día me mandaron con mi hijo al psicólogo porque decían que tenía actitudes raras, como salir corriendo y dejar la puerta abierta para ir a ver al hermano. Entonces, debí explicarles que nuestras puertas están siempre abiertas y que el vínculo entre hermanos se fortalece desde el parto, cuando el mayor le tira agua al bebé para evitar los celos. Ya ven la unidad de nuestros pueblos, pero no piensan en todo eso cuando juzgan nuestra cultura”.
Sin nombres propios, creció y crece el patrimonio de la comunidad. “En algunos colegios obligan a ponerles nombre a los útiles, y aquí ni las flechas tienen nombre –resalta–, porque compartiendo la gente se conoce mejor.” Tanto que Maxe puede dormir sin miedo y sin puerta: “Yo duermo con la puerta abierta, porque si no hay solidaridad, para qué ser vecinos. Nuestro número es el 2, porque si se cae uno, lo levanta otro, pero en el colegio enseñan lo contrario. A eso lo llaman educación.”
La búsqueda de la integración lleva más de cinco siglos en tierras qom. “En Chaco, presenciamos los partos en familia –señala el cacique–, pero en los hospitales de acá no nos dejan. Si uno no tiene nada que ver, afuera.” Y si tiene algo que ver, mejor que todos lo puedan ver: “Tratamos de no ir al hospital, porque los médicos nos tratan de locos y no aceptan que hay enfermedades que no saben solucionar, que sólo las cura el chamán, como ojeos o daños causados por la envidia. A mi hija, después de varios estudios médicos, la salvó un chamán, pero los doctores han estudiado tanto que ya no creen en nada”.
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