SOCIEDAD › OPINION
› Por Marta Alanís *
En la actualidad nos encontramos viviendo en una sociedad plural, en la que las expresiones de la tolerancia y el respeto a las diferencias son cada vez más necesarias. También asistimos a un proceso de creciente presencia pública de posiciones conservadoras, como el reciente comunicado de la Comisión Episcopal de Educación Católica para rechazar los contenidos sobre educación sexual que deben impartirse en todas las escuelas y que fueron consensuados por los ministros de Educación de todo el país. Pretenden con ello imponer sus concepciones de la moral y la ética. Estas posiciones, ancladas en otras épocas, intentan controlar las vidas de las personas y limitar su autonomía, sobre todo la de las mujeres.
Ante el evidente fracaso de sus enseñanzas morales entre su propia feligresía –pues las estadísticas demuestran que en países de mayoría católica altos porcentajes de la población contravienen las enseñanzas de los obispos relacionadas con la sexualidad y la reproducción–, la jerarquía católica ha convocado a una verdadera cruzada para influir en las políticas públicas.
Desde la Tercera Conferencia sobre Población y Desarrollo de El Cairo (1994) y la Cuarta Conferencia Mundial de la Mujer de Beijing (1995), convocadas por la ONU, han sido evidentes los intentos de la Iglesia Católica por imponer sus concepciones no sólo a católicas y católicos, sino también a quienes no profesan esta fe. En esas conferencias, quizá por primera vez en el siglo XX, la Iglesia, en su calidad espuria de Estado, fue un actor político en asuntos de trascendencia nacional e internacional. Los derechos de las mujeres, la sexualidad, la salud reproductiva y las políticas de población estuvieron presentes como nunca antes en el escenario político internacional.
Cuando estas posturas triunfan toda la ciudadanía se encuentra afectada. Cada mujer, cada hombre, cada niña o cada niño pueden ser sujeto de la disposición respectiva, ya se trate de que la Iglesia esté en contra de los anticonceptivos, de que se oponga a la anticoncepción de emergencia a las mujeres que han sido violadas y buscan servicios en los hospitales, de que emprenda acciones para hacer inaccesible el aborto cuando es legal u oponiéndose a su despenalización, o de que impida los programas de educación sexual en las escuelas públicas o se nieguen a que se de información sobre los condones como medida de prevención contra la transmisión del VIH-sida. Y cuando se desoyen estas voces aparecen los juicios al Ministerio de Salud de la Nación que ya llevan ocho por parte de sectores católicos que se asumen según convenga con la identidad de ONG. Y actúan sistemáticamente contra el Estado cuando no se toman en cuenta sus posiciones. También sabemos de los amparos presentados a leyes nacionales que regulan los derechos sexuales y reproductivos, como el reciente de Ushuaia en contra de la AHE. También conocemos de denuncias y persecuciones a organizaciones de la sociedad civil que trabajan en pos de los derechos sexuales y reproductivos, como lo sucedido años atrás con Católicas por el Derecho a Decidir cuando representantes de Vida Humana Internacional intentaron sin éxito que desapareciera de la escena política y el debate.
La separación Iglesia-Estado ha sido difícil de aceptar para los dirigentes de la Iglesia Católica. La aceptación católica de este principio es muy reciente, hace apenas cuarenta años que se reconoció en la Declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II. Un hecho que deja atrás más de 17 siglos –desde la conversión de Constantino hasta 1966– de creencia inflexible en que la ley civil debe adecuarse a las enseñanzas morales de la Iglesia. Así pues, es comprensible que los dirigentes eclesiásticos aún tiendan a creer que deben ocupar un lugar privilegiado en el proceso político, pero lo bueno de esta etapa es que a pesar del lobby y de los abundantes espacios públicos que tienen para expresar su posición, hoy tanto el gobierno nacional como los ministros de Educación de todas las provincias del país han aceptado los contenidos de la Ley de Educación Sexual básicos tanto para escuelas públicas como privadas, aunque con algunas concesiones que permiten adaptar los contenidos a los valores culturales de cada institución educativa, pero hay un contenido básico que debe respetarse y que tiene que ver con la información de todos los métodos anticonceptivos, el uso del condón para la prevención del VIH-sida, la prevención del abuso sexual, la homofonía como violación a los derechos humanos y el respeto y aceptación de los diferentes modelos de familia.
El Estado debe asumir, hoy más que nunca, la responsabilidad que tienen de legislar y gobernar para una sociedad diversa y plural y entender que las creencias religiosas no deben influir la labor pública. El laicismo es una condición imprescindible para el ejercicio de los derechos, lo cual proporciona el sustento para el bienestar de todas las personas.
* Católicas por el Derecho a Decidir.
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