Jue 09.10.2008

SOCIEDAD  › PREMIO NOBEL POR EL HALLAZGO Y USO DE UNA PROTEíNA

Química verde flúo

Se trata de la Proteína Verde Fluorescente, identificada en un tipo de medusa. Tras aislar el gen, aplicaron la fluorescencia a la investigación, por ejemplo, del desarrollo de metástasis.

› Por Pedro Lipcovich

El investigador, en su laboratorio, sigue con certeza el itinerario de una célula cancerosa, que ya no puede pasar inadvertida porque tiene un brillo especial, y así determina cuándo y cómo produce metástasis. El ejemplo es sólo uno de entre la infinidad de aplicaciones de la Proteína Verde Fluorescente (GFP), cuyo uso tardó menos de 15 años en hacerse imprescindible en miles de laboratorios científicos. El japonés Osamu Shimomura –que la descubrió–, el norteamericano Martin Chalfie –que avizoró sus aplicaciones– y el también norteamericano Roger Tsien –que la perfeccionó– obtuvieron ayer el Premio Nobel de Química.

Además, la GFP permitió desarrollar chanchos fluorescentes. Pero eso viene al final. En la década de 1960, el investigador japonés Osamu Shimomura se interesó en una aguaviva, una medusa del Pacífico norte llamada aequorea victoria, que tiene la propiedad de ser fluorescente: bajo la luz azul o la ultravioleta, ante estímulos como el contacto físico o el movimiento de las aguas, responde con un brillo de color verde, probablemente para espantar a sus predadores. Shimomura aisló la proteína causante de ese fenómeno, hoy llamada Proteína Verde Fluorescente (GFP).

Hacia 1990, en Estados Unidos, ya desarrollada la ingeniería genética, Douglas Prasher aisló el gen de la GFP, pero fue Martin Chalfie, quien tuvo la idea de aplicar la fluorescencia a la investigación científica; lo introdujo en el gusano caenorhabditis elegans, y publicó sus resultados en 1994. En distintos organismos, la introducción de este gen permite “teñir” de un color diferente cualquier célula viviente, o también sistemas completos de células vivientes, como el nervioso o el de la piel (por eso brillan los chanchos); permite, incluso, identificar sustancias que están dentro de la célula viviente.

La clave está en la palabra “viviente”: antes de la GFP, para “teñir” células, para identificarlas con tal precisión, era necesario matarlas: la fluorescencia permite estudiarlas mientras están vivas.

Poco después el tercer premiado, Roger Tsien, también estadounidense, perfeccionó el gen de la aequorea victoria y lo modificó para obtener, además del verde originario, fluorescencia amarilla, turquesa, roja. Y estas tonalidades se pueden combinar entre sí, otorgando una variedad ilimitada de colores, es decir, de códigos para identificar células, partes de células y tejidos.

Así por ejemplo, el año pasado, investigadores de Harvard desarrollaron el “arco iris cerebral”, que permite investigar la organización de las neuronas, en animales de laboratorio, mediante más de 200 marcadores de distintos tonos. La GFP, aplicada a los “peces cebra” –cuya particularidad es ser transparentes–, hace visibles los distintos órganos. En ratones de laboratorio, la marcación de células tumorales con GFP permite seguirlas para ver en qué órganos hacen metástasis.

La CFP “se convirtió en uno de los más importantes instrumentos de la bioquímica moderna –sostiene la Academia de Ciencias sueca al fundamentar el otorgamiento del Nobel–; con su ayuda, los investigadores desarrollaron métodos para observar procesos antes invisibles, como el desarrollo de las células nerviosas y el de las células cancerígenas”.

Alejandro Colman Lerner –jefe de laboratorio en el Instituto de Biología Molecular UBA-Conicet– comentó que “no podríamos hacer nuestro trabajo si no fuera por la GFP. Yo estudio cómo las células procesan la información del medio externo y la transforman en respuestas: para eso, y gracias a la fluorescencia, monitoreo en tiempo real cómo se producen los cambios”. El investigador destacó que “en muy pocos años, la GFP llegó a ser de uso necesario en prácticamente todos los laboratorios de biología molecular”.

–Entonces, ¿el Nobel puede otorgarse no tanto por el valor de un descubrimiento en sí mismo, sino por su utilidad para la ciencia? –preguntó PáginaI12.

–Sin duda –contestó Colman Lerner–. Algo parecido sucedió con la reacción en cadena de la polimerasa (PCR), por la cual Kary Mullis recibió el Premio Nobel en 1993: la técnica en sí misma no le hubiera valido el premio, pero sus aplicaciones transformaron la investigación científica.

Shimomura, nacido en Kioto en 1928, se dedicó a la aequorea victoria desde 1960; a partir de 1965, trabajó en Estados Unidos, en la Universidad de Princeton, y actualmente es profesor emérito en la Universidad de Boston. Chalfie, que nació en 1947, es profesor en la Universidad de Columbia, Nueva York. Tsien, nacido en 1952, es profesor en la Universidad de California. Los tres se repartirán el premio equivalente a 1,02 millones de euros, que recibirán el 10 de diciembre en Estocolmo.

En cuanto a los chanchos fluorescentes, fueron perfeccionados hace un par de años por la Universidad de Taiwan: brillan con tonalidades verdes en la oscuridad.

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