Dom 09.11.2008

SOCIEDAD  › EL AFFAIRE MILAN KUNDERA

Si te dicen que caí

Un episodio olvidado de la primerísima Guerra Fría vuelve a abrirse por casualidad, casi sesenta años después. Y en una denuncia que le costó años de prisión a un pibe aparece el nombre de otro, un amigo, como informante. El muchacho se transformó con los años en el escritor checo más famoso del mundo y la revelación es un escándalo.

› Por Juan Forn

Los dos son checoslovacos, los dos tienen la misma edad, los dos lograron cruzar a Occidente escapando del régimen comunista a principios de los ‘70. Uno de ellos vive en París y es un escritor famoso. El otro vive en Suecia y sufre parálisis cerebral. Hasta hace pocos días habrían jurado que no tenían nada en común. Pero unas explosivas revelaciones de la revista checa Respekt sostienen que los destinos de Miroslav Dvoracek y Milan Kundera se cruzaron el 14 de marzo de 1950, cuando el veinteañero Dvoracek fue denunciado a la policía por el veinteañero Kundera y recibió una sentencia de veintidós años de trabajos forzados.

Kundera (que lleva veinticinco años sin dar reportajes) se ha negado a hacer declaraciones después de negar todo el episodio a través de su agente. Dvoracek (que sufrió un infarto cerebral hace un par de meses) no ha mostrado el menor interés en el asunto, según declaró su esposa, Marketa, a la prensa sueca. La mitad de los checos le cree a Respekt, la otra mitad desestima la denuncia. Mientras tanto, la revista recibe más visitas por día en su página web que en todos sus años de existencia y la prensa europea llena páginas y páginas comparando el caso Kundera con el caso Günter Grass.

Miroslav Dvoracek era cadete en la aeronáutica checoslovaca cuando el gobierno comunista llegó al poder, en 1948, y comenzaron las primeras purgas. La admiración del joven Dvoracek por la RAF británica lo perdió: expulsado de la academia y obligado a presentarse en un regimiento de infantería en un plazo de veinticuatro horas, Dvoracek decidió desertar junto a su amigo de la infancia, Miroslav Juppa, y cruzar clandestinamente a Alemania. Del otro lado de la frontera fue reclutado por los servicios de contrainteligencia norteamericanos (CIC), que le ofrecieron la nacionalidad y un curso de piloto si antes era capaz de volver a Checoslovaquia y traerles cierta información que le entregaría un alto funcionario de la empresa química estatal Chemapol.

El joven Dvoracek no lo pensó dos veces: logró cruzar la frontera y llegar hasta Praga. Pero una vez allí cambió su suerte: la cita falló, su contacto no apareció y Dvoracek quedó en banda en la capital checoslovaca, sin documentos y casi sin dinero, hasta que se cruzó providencialmente en el puente Manes con una chica de su pueblo llamada Iva Militka, que había sido la novia de adolescencia de su amigo Juppa y ahora estudiaba en Praga. La ingenua Iva se creyó el cuento que le hizo Dvoracek (que había ido a la capital a visitar a una tía internada pero no le habían permitido pernoctar en el hospital) y le ofreció espontáneamente albergue en su habitación de la Residencia de Estudiantes Kolonka. Luego de darle la llave y la dirección, Iva partió rumbo a sus clases. En la facultad se encontró con su novio, un estudiante comunista de apellido Dlask, a quien le explicó por qué no podría recibirlo esa noche. Cuando Iva volvió a la Residencia, pocas horas después, fue abordada por dos policías de civil que irrumpieron por la fuerza en su habitación y se llevaron a Dvoracek. El joven fue juzgado sumariamente por deserción y condenado a veintidós años de trabajos forzados en las minas de uranio de Pribram.

Encargado de piso

El tiempo pasó. Después de catorce años de condena, Dvoracek fue liberado. Nunca quiso volver a su pueblo, Kostelec, y en la primera oportunidad que tuvo emigró a Occidente. Iva, por su parte, se casó con Dlask cuando ambos se graduaron. Para sorpresa de muchos, la pareja se instaló a vivir a Kostelec, a pesar de que todos los habitantes del pueblo consideraban que o bien ella o bien su marido era culpable de la desgracia de Dvoracek.

El tiempo siguió pasando. El fiel comunista Dlask se jubiló poco antes del fin de la Unión Soviética y murió a fines de los años ’90. Poco después, Iva le confesó a uno de sus nietos la culpa que llevaba medio siglo cargando sobre sus espaldas: su marido había negado siempre tener relación con el arresto de Dvoracek. El nieto pareció haber olvidado el asunto, pero a principios de este año llamó por teléfono a su abuela y le dijo que un amigo historiador le había asegurado que, a pesar de los años transcurridos, se podía averiguar quién había hecho la denuncia a la policía y por qué. En su siguiente visita, el nieto llegó eufórico al departamentito de Iva en el modesto barrio praguense de Bohnice, a la sombra del enorme hospital psiquiátrico, y depositó en sus manos una fotocopia del legajo de Dvoracek, obtenida en el Instituto para el Estudio de Regímenes Totalitarios, donde figuraba el acta policial del arresto y el denunciante: un tal Milan Kundera, estudiante de cine y encargado de piso de la Residencia de Estudiantes donde tuvo lugar el operativo policial. “¡Esto tiene que saberse!”, dijo el nieto y le contó a Iva que su amigo historiador tenía contactos en la prensa que publicarían gustosos la revelación. Iva empezó a preocuparse cuando su nieto la llamó por teléfono semanas después y le dijo que comprara un ejemplar de la edición de la revista Respekt que había aparecido ese día.

Iva sintió un escalofrío cuando vio que la respetable revista anunciaba desde su tapa la noticia bomba, “Kundera delator”, y dedicaba diez páginas a contar con pelos y señales toda la historia. El autor de la nota (un historiador llamado Adam Hradilek, que trabaja en el Instituto Nacional para el Estudio de Regímenes Totalitarios) decía haber localizado a Dvoracek en Suecia, pero no tenía declaraciones de él porque era víctima de una parálisis cerebral. Tampoco había declaraciones de Kundera: según los autores de la nota, le habían enviado varios mails a París pero Kundera nunca les contestó. Sí había declaraciones de la esposa de Dvoracek, Marketa, que contaba que había conocido a su marido en Canadá, que se habían trasladado juntos a Suecia en los años ’80, que ella sabía que Dvoracek había estado preso en Checoslovaquia pero no por espionaje, que a su marido no le gustaba hablar de su pasado y que le no hacía mucha diferencia saber que no había sido denunciado por Dlask sino por el mismísimo Milan Kundera. “A mí, en cambio, no me sorprende que haya saltado el nombre de Kundera –agregaba Marketa—, porque será buen escritor pero no me hago ilusiones respecto de su persona.” Cuando le preguntaron si conocía personalmente a Kundera, Marketa dijo que no.

La nota de Respekt relataba además un incidente ocurrido poco antes del arresto de Dvoracek. En 1949, Kundera recibió en su buzón de la Residencia una postal con el rostro de Stalin y, en el reverso, un saludo jocoso firmado “León Trotsky”, obra de su amigo Jan Trefulka. Kundera le agregó otro comentario jocoso y la dejó en el casillero de su compañero de estudios, Jaroslav Dewetter. La postal fue interceptada y los tres jóvenes sufrieron sanciones disciplinarias bastante desiguales: Trefulka y Dewetter fueron expulsados del partido y de la universidad (uno fue enviado como soldado raso al ejército y el otro a trabajar en una granja colectiva), mientras que Kundera sólo fue expulsado del partido pero pudo permanecer en la universidad. Respekt añadía que el desafortunado episodio era lo que había inspirado La broma, primera novela de Kundera, que habría de publicarse en 1967.

Dudas y desmentidas

Dos días después de que la nota de Respekt se reprodujera en los diarios de toda Europa, el prestigioso crítico literario Zdenek Pesat, compañero de estudios de Dlask en los años ’50, declaró en la prensa checa que recordaba perfectamente el episodio porque el propio Dlask le había confesado en su momento que había ido al cuartel de policía a denunciar a Dvoracek, en un ataque de celos. En el número siguiente de Respekt, el director de la revista desestimaba tanto esa declaración como un comunicado de la Academia Checa de Ciencias que cuestionaba que una acusación como ésa se basara en un sola evidencia documental y salía al cruce de los historiadores que veían altamente implausible que en un acta policial de aquellos tiempos sólo figurara el nombre, el domicilio y el lugar y fecha de nacimiento del denunciante –datos más fáciles de conocer que el número de documento o de afiliado al partido– y que además no apareciera la firma del denunciante al pie del documento.

Según Respekt, sólo los interrogatorios exigían una firma, no las actas de denuncia en la policía. Agregaban que el documento había sido autenticado por el Archivo de las Fuerzas de Seguridad y ofrecían su reproducción facsimilar, con el número de serie 624/1950 y el nombre del denunciante bien visible. También se afirmaba que Dlask era buen amigo de Kundera, y para demostrarlo citaban un antología de jóvenes poetas publicada en 1949 donde ambos firmaban sendas loas a Stalin (Respekt decía que la de Kundera era mucho más larga y encendida que la de Dlask). Curiosamente, ese mismo día el Nouvel Observateur reproducía un reportaje a Iva Militka, donde la anciana de 79 años decía: “Puede que Kundera no recuerde. A fin de cuentas pasaron casi sesenta años y él ni siquiera conocía personalmente a Dvoracek. Yo sólo sé que a mí nunca me interrogaron y dice mi nieto que no hay legajo mío en el Instituto. Quizá mi marido le pidió a Kundera que se borrara mi nombre del expediente. No sé. Mi nieto me dio un alivio cuando apareció con el acta policial que demostraba que el denunciante no había sido mi marido. Pero no me gusta nada la repercusión que está teniendo el asunto. Para ser sincera, desconocía que mi marido fuese amigo de Kundera antes del episodio y, hasta donde sé, nunca tuvieron contacto después”.

Uno pensaría que los argumentos que ofrecieron días después el legendario Vaclav Havel y el gran Josef Skvorecky terminarían de inclinar la balanza a favor de Kundera. Havel sostuvo que el Instituto para el Estudio de Regímenes Totalitarios había sido creado para conocer el pasado y honrar la memoria, pero sólo se había dedicado a hacer revelaciones escandalosas sobre personas que luego se demostraba que eran inocentes. Skvorecky rememoró cómo él y su esposa debieron dejar su hogar en Toronto e instalarse en Praga a causa de la prolongadísima batalla judicial que terminó con el Instituto retractándose de las acusaciones de informante de los servicios que le habían endilgado a Zdena. Además de ser un formidable novelista, Skvorecky dirigió y solventó de su bolsillo, desde que se exilió, en 1968, un pequeño sello que publicaba en Canadá pero en idioma original, los samizdats que le llegaban de su país.

La figura de Kundera

Para más de la mitad de los checos, Kundera es culpable, incluso aunque la denuncia de Respekt termine siendo falsa. ¿Por qué? Según le dijo el novelista Ivan Klima a Philip Roth en el libro de entrevistas El oficio, la experiencia que relata Kundera en sus libros y en los reportajes que concedió en sus primeros años en Francia está en franca contradicción con sus propios actos y su status dentro del régimen entre 1956 y 1968: luego de aquel episodio de la postal, Kundera fue readmitido por el PC checo en 1956. Recién en 1970 sería expulsado de nuevo, del partido y de su cátedra en la universidad, y eso pese a haber participado muy activamente en los sucesos de 1968. Pero incluso entonces discutió públicamente con Havel argumentando que “nadie está siendo encarcelado por sus opiniones” y que “el advenimiento del Otoño de Praga terminará siendo mejor para Checoslovaquia que el de la Primavera”. Además, antes de exiliarse declinó firmar la famosa Carta 77 donde los intelectuales disidentes checos cuestionaban a las autoridades soviéticas y, en las pocas entrevistas que dio en Francia, nunca reveló que había sido readmitido en el partido en 1956 sino que debió trabajar de limpiavidrios ¡y de trompetista en un quinteto de jazz! durante los años difíciles.

Por último, cuando la Revolución de Terciopelo puso a Havel en la presidencia y los checos compraban como pan caliente los libros de sus compatriotas que volvían del exilio, Kundera frenó la publicación de su obra posterior a La broma (esta novela y El libro de los amores ridículos son los únicos dos volúmenes que publicó en su país antes de exiliarse). Cuando por fin autorizó que salieran, gran parte de la crítica los lapidó: de La vida está en otra parte, El libro de la risa y el olvido y La insoportable levedad del ser dijeron que sólo los lectores occidentales podían aceptar esas parábolas reduccionistas de la realidad checa. De los libros posteriores, que daba vergüenza su involución como escritor. Un amigo que vive en Praga me dice que, para los jóvenes lectores checos, Kundera es algo así como Wim Wenders para los jóvenes cinéfilos: nadie entiende cómo pudo ser tan venerado en los albores de la posmodernidad.

Aun así, se le concedieron varios premios nacionales, en un intento por reconciliarse con “el escritor checo más famoso en el mundo libre”, pero Kundera nunca fue a recibirlos en persona. De hecho, sólo ha vuelto brevemente a su país una o dos veces, con nombre falso, y evitó Praga: sólo visitó su pueblo natal, Brno. Pero lo que es más imperdonable para el chauvinismo checo es que Kundera haya obtenido la ciudadanía gala y que desde entonces escriba sus libros en francés. En su ensayo Los testamentos traicionados, Kundera dedicó el capítulo final del libro a los desvelos muchas veces titánicos de ciertos artistas, desde Stravinsky y Janacek hasta Gombrowicz y Beckett, para que su obra sea cabalmente entendida. Kundera tituló ese capítulo: “Amigo, no está usted en casa”. Eso es precisamente lo que le dicen los checos hoy.

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