Sáb 13.12.2008

SOCIEDAD  › OPINIóN

Cárcel y seguridad

› Por Julio Maier *

Compañeros ocasionales, que conocían mi oficio, me interrogaban acerca de lo ininteligible para ellos: los malos jueces les abrían las puertas de la cárcel a los delincuentes. Traduzco: se trataba en el caso, como máximo, de haber concedido la excarcelación, cierta salida transitoria o cierto beneficio que moderaba el encarcelamiento preventivo a una persona sospechada en el presente –por ende, ahora procesada– de haber utilizado esa libertad para cometer un delito grave, de aquellos que infunden miedo. El juez, como mínimo, merecía ser destituido. Por supuesto, la información que poseían la habían captado por los medios, la mayoría por TV.

La verdad reside en que los argumentos jurídicos normales –principio de inocencia, pro libertate, es mejor absolver a cien culpables que condenar a un inocente– no me sirvieron para nada en la ocasión. Yo pasaba a apañar jueces corruptos, porque mis compañeros no se animaron a insultarme directamente con ese calificativo.

De pronto se mezcló el problema de los menores y jóvenes y la sentencia de la Corte Suprema sobre el encierro de jóvenes carentes de una imputación en su contra, al solo fin de protegerlos. Mis amigos juristas me habían puesto en aprietos, había perdido la batalla argumental y, para colmo de males, sospecho que algunos creyeron firmemente que yo engrosaba la fila de los malos jueces, de los corruptos. ¿Qué hacer para sostener mis ideas sobre justicia penal o, al menos, para defenderme de aquellas acusaciones que explicaban los rostros y las miradas de mis compañeros ocasionales?

Comencé por explicar que existía una medida más eficaz que la privación de libertad, si la seguridad se definía como seguridad común y como forma de evitar delitos posteriores, medida que, a pesar de ello, la mayoría de los países ha coincidido en erradicar de su legislación como pena y tan sólo algunos países aplican en casos excepcionales. No todo era cuestión de máxima seguridad común. Seguí con la advertencia de que aquellos que temen ser víctimas, eventualmente, de un delito grave, deberían decidir trasladarse a una ciudad o pueblo pequeños, no más de 3000 habitantes. El crimen grave, con máxima violencia, es asunto del hacinamiento ciudadano, de las ciudades con población anónima, rara vez un problema de sociedades pequeñas. Mi desarrollo argumental no lograba conmover el –a mi juicio equivocado– de mis inquisidores: encarcelar y para siempre a quien se señala como autor de un delito.

De pronto, ¡lamparita! Recordé una gran película argentina y su escena final, en la cual personas con desequilibrio mental –locos, para decirlo con palabras vulgares e insultantes– tocaban, cantaban y bailaban el “Himno a la alegría” de la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven. Todo transcurría en el Parque Lezama –según recuerdo– con custodia policial, rodeado por un enrejado, tras el cual cada vez mayor número de observadores “cuerdos” presenciaban la escena. Pero la manera según la cual estaba filmada esa escena no permitía divisar quiénes estaban encerrados, si los de “adentro” o los de “afuera”; en verdad, nadie podía calificar de ese modo a ninguno de ambos grupos, separados reja de por medio. Advertí entonces que la privación de libertad podía ser neutra, pues, por razones de seguridad común, también constituía una solución encerrar a las víctimas posibles, a quienes temen convertirse en eso, personas que, custodiadas convenientemente, gozarían, en principio, de gran seguridad. A mis interlocutores no les satisfizo esta solución, por múltiples razones que me eximo de explicar, pero, en parte, válidas también para el caso contrario, al fin y al cabo la misma que se acepta para los jóvenes y menores. Pero creo que, por algunos instantes, logré conmoverlos. Por lo demás, ¿no es ése el principio que gobierna la creación de “barrios privados”?

* Juez del Tribunal Superior de la ciudad de Buenos Aires. Profesor consulto de la UBA.

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