Dom 12.04.2009

SOCIEDAD  › MICHAEL LUONGO, EL ESTADOUNIDENSE QUE ESCRIBIO UN MANUAL PARA TURISTAS

Ojos de extranjero para una guía porteña

Llegó a Buenos Aires como turista y se convirtió en el norteamericano más ilustrado en cuestiones locales. Escribió una guía de viajes y creó un sitio en Internet.

› Por Soledad Vallejos

“Salimos a comer con una amiga británica, quisimos encontrar un lugar en San Telmo donde no se hablara inglés ¡y no había! En todas partes, el 70 por ciento de las personas hablaba en inglés.” El que se queja se llama Michael Luongo, insiste en pedir que le digan Miguel, le hablen exclusivamente en español (“tengo que practicar”) y contemplen que no es argentino sino norteamericano sólo si a cambio puede aprender alguna palabra, algún truco para camuflarse como porteño. La situación que le despertó inquietud tal vez no sea masiva, pero sí se vuelve relevante ante estadísticas como las del Ministerio del Interior: en 2008 más de 4000 norteamericanos hicieron los trámites para legalizar su residencia en la Argentina, una elección en la que Buenos Aires lidera las preferencias a la hora de establecer hogar. Y todavía más notable puede resultar que la norteamericana es, después de la china y la colombiana, la colectividad extranjera que más ha crecido en los últimos años.

Instalado en Buenos Aires y alrededores desde el año 2000 (con algunas breves interrupciones), Luongo tiene un lugar de privilegio cuando se trata de definir qué experiencia porteña pueden tener (y buscar) sus compatriotas, especialmente los que eligen radicarse por una temporada, o de manera definitiva. Suya es la pluma detrás de títulos especializados en literatura de viajes no convencional (como Gay travels in the muslim world, libro para cuyo proceso debió instalarse un tiempo considerable ¡en Irak!); también la responsabilidad de presentar la ciudad al público norteamericano, en las páginas del The New York Times, el Chicago Tribune, el National Geographic Traveler (entre otras) y también en las de su propia guía de turismo (la Frommer’s sobre Buenos Aires, que va por su tercera edición), dedicada enteramente a un mundo al que llegó siguiendo el rastro de Evita.

Casi un parque temático

Buenos Aires le sonaba a meca por un nombre propio: Eva Perón. La había escuchado nombrar por primera vez cuando el musical sobre una sudamericana rubia, mártir y con aura pop llegó a Broadway. No pudo ser; por mucho que él rogara, su madre estaba convencida de que era un show inmoral para alguien de 10 años. Veinte años después, Luongo bajó de un avión en Ezeiza, y un rato más tarde de un taxi en Avenida de Mayo: moría por ver el Hotel Castelar, “un lugar mítico para cierta cultura turística gay, donde vivió (Federico) García Lorca”.

Bajo ese mismo techo pasó sus primeras noches como porteño, y discurrir por la ciudad le gustó tanto (“era más joven, menos gordo y muchas personas hablaban conmigo”) que volvió y se fue quedando lo suficiente como para convertirse, ante los ojos de algunos de sus compatriotas, en el norteamericano más ilustrado si de conocer la Argentina se trataba. Esa misma sabiduría práctica –que había venido a buscar de manera deliberada– fue la que volcó en la guía de viajes y en un sitio de Internet bautizado con el nombre que algunos de sus compatriotas –quizás insinuando excesivo fervor en su fanatismo– usaban para mencionarlo: Mister Buenos Aires (www.misterbuenosaires.com). Por eso, cuando tiene que explicar a otros norteamericanos qué encontró en esta zona del mundo, recurre a ideas que parecen salidas de una cabeza argentina: “Calles que parecen parisienses, corazones cálidos y almas que llevan a largas conversaciones y más, salir a bailar tarde a la noche y seguir hasta que salga el sol”.

Huele a espíritu justicialista

De la ciudad previa al estallido de diciembre de 2001 recuerda los inicios de la coquetería de Las Cañitas (su primer barrio como residente), y un paisaje porteño “muy, muy diferente: no había turistas, sólo algunos pocos que venían a buscar la escena del tango, ¡y no había personas hablando inglés por la calle!”. Poco después se instaló en Barrio Norte, y con tanta puntería que terminó teniendo por vecino a un médico que, en los ’70, había tenido por paciente a Juan Domingo Perón. Todo parecido del Buenos Aires que encontraba por azar con un parque temático hecho a medida era pura coincidencia, pero de todas maneras irrebatible. Por ejemplo: con ese vecino (“loco, loco, pero muy amable”) hizo su propio tour justicialista por Los Toldos, Junín, Chivilcoy, Lobos. El señor “no podía caminar pero hizo 130 kilómetros para llevarme a ver la casa de Perón”. Moraleja: “Perón también vivía en la pobreza”.

Algún hada peronista siguió guiando los pasos de Michael. “En el Museo Evita conocí a la sobrina nieta, Cristina Alvarez Rodríguez, y al curador del museo, Gabriel (Miremont)”, que en un momento pronunció las palabras mágicas: “¿Querés ver dónde guardamos las ropas de Evita?”. Y entre prendas de alta costura y talles mínimos –“que pude tocar”–, escuchó una historia fantasmagórica de propia boca del curador, que “dice que a veces durante la noche, cuando supervisa la ropa, hay un cierto olor, y entonces él piensa que posiblemente sea el fantasma de Evita... pero en ese momento justo alguien escuchó eso, le llevó un frasco y le dijo ‘ah, eso es esto’, ¡que era el último perfume que Evita usó en su vida!”. Del “¿puedo oler un poquito?”, Luongo pasó al “¿y también puedo usar un poquito?”, y de allí a empezar la noche en una fiesta, “a la que entré contando que tenía el perfume de Evita. Escribí sobre eso para una revista gay de Nueva York... todo el día pude sentir el perfume, como si el fantasma de Evita estuviera acompañándome”.

¿La última escena del amor peronista? Fue en octubre de 2006, en las inmediaciones de la CGT: Michael cayendo sobre el cajón de Perón, en plenos prolegómenos del accidentadísimo traslado a San Vicente, en su afán de tener la mejor foto posible. ¿Y de ahí? “Me tomé un taxi, le expliqué al chofer qué quería, y nos fuimos a San Vicente, mientras el taxista me decía que era una aventura para él también... Claro: ¡qué quilombo allá! Me acuerdo de haber escrito sobre eso para el New York Post, y que nadie me creyera, me decían que no podía ser.”

Cómo rastrear una esencia

¿Qué es Buenos Aires, para alguien que la descubre, ya adulto, y decide, además de adoptarla, ofrecerla a otros? Tal vez “una ciudad que siempre se compara con otras. Inclusive ahora las zonas más de moda siguen definiéndose en relación con otros lugares, como Palermo Holly-wood y Palermo Soho, con sus obvias referencias a Estados Unidos. Pero creo que definiría a Buenos Aires como un lugar donde el glamour y el caos se juntan, donde todo puede pasar, donde es fácil empezar porque sí una conversación con un extraño y que eso termine convirtién- dose en una amistad para toda la vida”.

Tal vez porque alguna voz interior le susurra el diario de Witold Gombrowicz, este chico de Manhattan aseñorado como porteño hizo de Plaza San Martín, barranca abajo, su paseo favorito. Todavía se ríe cuando recuerda que tuvo que explicarle a una amiga norteamericana, recién llegada ella, que la Argentina no era tan vanguardista: la que veía en las vallas publicitarias no era “una persona trans famosa”, sino Susana Giménez. Un equívoco similar tuvo que aclarar al pasar frente a un teatro de Corrientes (“¿quién es esa señora que hace de Eva ahora...? ¿De verdad dice que no tiene cirugías? Pero si parece Cher”), y de ahí a lo demás hay un paso: “Qué fuerte es lo de las cirugías estéticas aquí, ¿verdad? Yo conozco gente que vino a hacerse algo y además pasear”.

Michael también sigue amando, ahora que vio en vivo y directo sus escenarios, a Evita –pero sobre todo a su mito–, las situaciones gastronómicas y de sociabilidad inesperadas, la luz naranja de Plaza de Mayo por las noches (y las charlas con sus ocasionales acampantes de protesta). Puede discutir horas sobre la arquitectura del inicio del siglo XX, mientras camina por el microcentro. Se detiene a observar puertas, bajorrelieves, mármoles; se maravilla. ¿El mundo del tango? Las milongas lo atraen tanto como lo frustran, “porque no puedo bailar. Y cuando lo intenté, que lo hice muchas veces porque me llevaba una amiga, y aunque generalmente iba con grupos, que se supone que uno disimula más... gente que está ahí me dice ‘no hagas eso, eso así no, eso tampoco’. Están las mujeres ésas muy flacas, con tacones grandes, que me gritan como ladrando... ¡Es horrible! Entonces me limito a sentarme, a hablar, a sacar fotos”.

Esos son algunos de los momentos favoritos que recomienda en su libro a otros norteamericanos que, como él, tal vez llegan a Buenos Aires con más expectativa difusa por llegar a un destino exótico que datos concretos para iniciar un viaje. “Mi palabra favorita es ‘quilombo’. ¿Por qué? Bueno, es muy descriptiva, es increíble. A mí me gusta acá –dice, y de un segundo a otro se convierte en un Federico Manuel Peralta Ramos neoyorquino– porque, por ejemplo, hay reglas pero no hay reglas. Si hay un bloqueo en algo, bueno, lo hacés por otro lado.”

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