Dom 10.11.2002

SOCIEDAD  › TRES MUJERES DE CONTINENTES DISTINTOS CUENTAN COMO SON VICTIMAS DE LA MISMA DISCRIMINACION

La otra globalización

Una es ucraniana; otra, jamaiquina; la tercera, ugandesa. Se conocieron en Buenos Aires, al participar del Foro de Mujeres contra la Corrupción. Aquí, cuentan los terribles abusos de los que son víctimas, aunque cada latitud tiene su propio matiz para el mismo prejuicio contra las mujeres.

› Por Mariana Carbajal

Llegaron desde distintos continentes. Irina vive en Ucrania; Margarette en Jamaica y Daisy en Uganda. Sus profesiones son tan disímiles como la idiosincrasia de sus pueblos y el color de sus pieles. Irina es bióloga molecular; Margarette, abogada, y Daisy, profesora universitaria de Economía. Aunque provienen de sociedades tan diferentes, las une un mismo interés: la lucha, en sus países, por los derechos de las mujeres. La semana pasada, las tres coincidieron en Buenos Aires para participar del Foro Internacional de Mujeres contra la Corrupción, donde se conocieron. En una charla conjunta con Página/12, contaron historias de discriminación y abusos hacia sus compatriotas y concluyeron que la opresión que sufren las mujeres en distintas latitudes puede adquirir formas diversas, pero en esencia es la misma. Muchas veces, incluso, se sostiene con atroces creencias populares. Como en Jamaica, donde las violaciones son casi epidémicas y se sustentan en una superstición que dice que si un hombre tiene alguna enfermedad se cura al tener relaciones sexuales con una mujer virgen. O en Uganda, donde la violencia doméstica es moneda corriente y existe el mito de que, si el hombre no golpea a su mujer, no la quiere.
Margarette Macaulay tiene la piel cobriza. Es la mayor de las tres. Nació en Sierra Leona hace 58 años, pero desde 1974 vive en Jamaica. Es abogada y pertenece a la Asociación Caribeña de Investigación y Acción Feminista y a la Coalición Jamaiquina sobre los Derechos del Niño. Hace 26 años que trabaja por los derechos de las mujeres en el país centroamericano. Es esbelta y flaquísima. Sus piernas, muy fibrosas, parecen eternas. Está casada y tiene una hija propia y cinco más que le aportó su marido, de un matrimonio anterior. Le encanta conversar y no lo disimula. “No busco la igualdad con los hombres porque no creo que ninguno sea mejor que yo”, dice y se ríe a carcajadas.
Daisy Owomugasho tiene 37 años y es soltera. Al verla, es fácil suponer que viajó desde Africa, no sólo por su piel marrón oscuro y su pelo renegrido sino por su túnica colorida, tan típica de ese continente, amplísima, que le cubre su cuerpo rollizo hasta los pies. Cuenta con orgullo que en el dialecto de la tribu a la que pertenece su familia, su nombre significa “alguien que es muy útil”. Por lo pronto, es profesora del Departamento de Economía de la Universidad de Makere, la universidad pública más grande de Uganda, situada en Kampala, la capital del país, y además integra la Red de Políticas Económicas de Mujeres Africanas. Su inglés es tan cerrado y ella, a medida que avanza y se entusiasma, le impone tal velocidad a su discurso que resulta complicadísimo entenderla. Para las intérpretes del Foro fue una pesadilla traducirla.
Irina Kolomiets, en cambio, habla pausado. Tiene 43 años, los ojos azul cristalino y la piel blanquísima. Está separada hace seis años y tiene una hija de 19. Irina nació en Ucrania y vive en Kiev. Su actividad principal transcurre en el ámbito científico: es biofísica y tiene un doctorado en biología molecular. Pero también se hace tiempo para dedicarse a los estudios de género una ONG (Liberal Society Institute). “No soy feminista”, prefiere aclarar.
Las tres se conocieron en el Foro Internacional de Mujeres contra la Corrupción, que se desarrolló entre el 31 de octubre y el 2 de noviembre en el Centro Cultural San Martín, organizado por Mujeres en Igualdad y otras ONG de mujeres, con el patrocinio de la fundación alemana Friedrich Ebert Stiftung, el British Council y el Fondo Global para la Mujer. Margarette, Irina y Daisy fueron tres de las participantes extranjeras que volaron a Buenos Aires para exponer en el encuentro, en el que se analizó cómo la corrupción avasalla los derechos de las mujeres.
Creencias peligrosas
En Jamaica, cuenta Margarette, uno de los problemas “más graves” que sufren las mujeres es la violencia sexual. Las violaciones, dice, son moneda corriente: “En las escuelas, en los trabajos, en los clubes, en todas partes, todas las mujeres de todas las clases sociales sufren violencia sexual”. Lo más impactante es que las violaciones se sustentan en una creencia popular que dice que si un hombre tiene alguna enfermedad la puede curar teniendo relaciones sexuales con una mujer virgen, revela la abogada nacida en Africa. Para peor, las mujeres no suelen ir a la Justicia a denunciar este tipo de hechos porque en las cortes las revictimizan. “Terminan interrogándolas por otras cuestiones que no tienen que ver con la violación y prefieren callar las agresiones sexuales”, comenta Margarette. Las violaciones también ocurren dentro del matrimonio.
–Las mujeres creen que por el hecho de estar casadas, deben permitir que los hombres hagan con ellas lo que quieren –apunta Margarette.
La violencia sexual no es inusual en Uganda, aunque del tema se habla poco. Hace seis meses, sin embargo, los diarios publicaron una foto que shockeó al país.
–Era la foto de una mujer violada por su marido días después de haber sido sometida a una cesárea. Se le había abierto la herida en el abdomen. Era muy impresionante –señala Daisy.
Las violaciones existen, pero se mantienen ocultas. Lo que sí se sabe es la epidemia de violencia doméstica, dice Daisy. Como en la Argentina, las víctimas indiscutidas de este fenómeno son las mujeres. Y es otra creencia popular la que conspira contra la integridad y los derechos humanos de las mujeres ugandesas.
–Se dice que si el hombre no golpea a la mujer no la quiere –asombra la profesora de Economía.
El problema tiene varias aristas, detalla Daisy. Una de ellas es la costumbre local de los matrimonios arreglados por los padres de los novios.
–La familia del novio tiene que pagarle a la de la novia. Es una cantidad que se negocia. Pueden ser dinero o cinco, diez, cincuenta vacas, según los ingresos de la familia. La mujer no interviene en la negociación. Negocian las familias. Y la familia de la novia está orgullosa de la cantidad de vacas que recibe. Pero si la mujer se quiere separar tiene que devolver ese dinero y muchas veces, lo usó un hermano para, a su vez, conseguir una mujer y se va haciendo una cadena. Por eso, muchas mujeres, a pesar de los golpes, se ven forzadas a quedarse en el matrimonio –cuenta Daisy y señala que la violencia doméstica está tan extendida que hasta la mujer que se desempeñó como vicepresidenta de Uganda hasta el año pasado fue víctima de golpizas de parte de su esposo.
–El marido le pegaba y ella lo dijo públicamente y fue un ejemplo para todos. Ella se separó, pero pudo hacerlo porque tiene poder económico y dinero para mantenerse. Imagínate, si a la vicepresidenta le pegaban, qué le queda al resto de las mujeres –reflexionó Daisy–. En Uganda –aclaró– es rarísimo que las mujeres lleguen a los tribunales para denunciar los abusos que se producen en el ámbito del hogar. “Todo queda en familia”, dice.
–En Ucrania –interviene Irina–, las mujeres son golpeadas como consecuencia del alto nivel de alcoholismo de los hombres, uno de los graves problemas de la población masculina en mi país y que afecta también a otras naciones en transición.
La igualdad, una locura
El torbellino Daisy retoma la palabra. Dice que la igualdad de género en Uganda está muy lejana. El camino para alcanzarla será largo, muy largo. Sobre todo, pensando que “todavía si le decís a una mujer que tiene los mismos derechos que un hombre piensa que estás loca”. Daisy lo dice con experiencia: confiesa que se ha dado por vencida en su intento por convencer a su madre –que tuvo 12 hijos– de semejante premisa. Por si quedan dudas, cuenta la siguiente anécdota: si una mujer está sentada en su oficina con un hombre de su mismo rango, no puede pedirle que le alcance una taza de té. “Si se lo pide, él se sentirá ofendido por haber sido considerado como un subordinado. Se supone que es ella quien debe servir el té.”
En Jamaica, las cosas no llegan a semejante extremo, pero de todas formas, una cultura machista arraigada en la población femenina dificulta los cambios sociales.
–Una de mis frustraciones más grandes es que las mujeres son muy estructuradas culturalmente, por eso empecé a trabajar con los niños –cuenta la abogada.
Otra cara de la discriminación es la escasa representación femenina en los Parlamentos. En Ucrania, las legisladoras ocupan apenas el 6 por ciento de los escaños. En Jamaica, entre el 8 y el 10. Uganda, en cambio, tiene desde 1996 un sistema de cuotas por el cual debe ser elegida como mínimo una mujer por cada distrito, lo que redunda en que sean al menos un 30 por ciento del total del cuerpo legislativo. Pero las desigualdades en el país africano se observan en otros estamentos. Por ejemplo, “a las mujeres no se les permite formar parte de sindicatos”, cuenta Daisy. Ante un accidente laboral, por otra parte, está estipulado que los hombres cobren más que las mujeres porque se considera que ellos son los jefes de familia. En Uganda, además, las mujeres no tienen derecho a la herencia. “Si mis padres mueren, yo no heredo nada”, cuenta Daisy.
La discriminación hacia las mujeres en el mercado laboral es una constante en los tres países.
–En Ucrania, por lo general, el salario de las mujeres es un 72 por ciento del que cobran los hombres. El otro problema es que el cuidado de los chicos y el trabajo doméstico están a cargo exclusivamente de las mujeres. En la cultura ucraniana es imposible pensar que estas tareas sean compartidas por los hombres. Con lo cual, una vez que las mujeres se casan y tienen hijos no tienen tiempo suficiente para dedicarse a su vida profesional y quedan una vez más en desventaja –describe Irina.
–¿Creen que las mujeres son menos corruptas que los hombres? –les preguntó Página/12.
Aunque con algunos matices, la respuesta fue casi unánime: son menos corruptas porque tienen menos acceso a los lugares de poder, coincidieron las tres mujeres.
–La corrupción es una tendencia mundial –señaló Irina.
El punto clave para combatirla, acordaron las tres, es el acceso libre a la información.
–Se tiene que imponer una cultura de la rendición de cuentas –concluyó Margarette.
La charla llegó a su fin. Faltaban apenas unos minutos para que Irina subiera al estrado de la sala principal del Centro Cultural San Martín para dar su ponencia en el Foro. Antes de despedirse, las tres concluyeron que todavía hay mucho por hacer por la igualdad entre los géneros y que la opresión que sufren las mujeres en distintas latitudes puede adquirir formas diversas, pero en esencia, es la misma.

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