SOCIEDAD › OPINION
› Por Marta Dillon
Es justo y necesario tomar la calle por asalto, porque sólo desde la calle es posible adueñarse del cielo mismo. Es justo y necesario poner el cuerpo y la voz ahí donde es imposible esquivarlo o silenciarla para que los reclamos, las luchas y las alegrías adquieran una forma nueva, colectiva, poderosa. Es justo y necesario saber que en el camino no se está sola ni solo, que es posible ir por más, que en la suma de la voluntades la corriente puede ser arrasadora aun cuando el tiempo no siempre esté a favor de los que luchan –según la frase convertida en consigna– y lleve una vida entera dar el primer paso, anotar el primer logro, plantar la primera bandera. De eso se trata marchar, de ponerse en movimiento en un acto codo a codo, para que el dolor que a veces puede ser una piedra en el pecho no se convierta en impotencia sino en el motor que anima los pasos, como sucede, por ejemplo, cuando son cientos de miles quienes marchan un 24 de marzo. Esos ríos de personas pudieron, con su presencia año a año, cambiar la historia del país, revertir las vergüenzas nacionales como el indulto o las leyes de impunidad a pesar de que ahora mismo el nombre de Julio López oscurezca cada uno de esos logros. ¿Pero como soportar incluso eso si no marchamos?
De transformar la impotencia en acción y la acción en alegría; de eso se trata marchar. De sacar a la calle la materia prima y el arte con el que puede trasformarse el destino. Y de todo esto, por supuesto, se trata la Marcha del Orgullo: tomamos la calle para oponer, justamente, orgullo a la homofobia, la transfobia, la lesbofobia, todas formas del miedo convertido en violencia. Nos hacemos visibles, nosotras y nosotros, nuestras familias, nuestros hijos y nuestras hijas, amigos y amigas, compañeros y compañeras, para que sea imposible esquivar este abanico de posibilidades que se despliega más allá del cuerpo, más allá de la imposición de una supuesta normalidad que no es más que dominación y falta de libertad. Estamos ahí, en el lugar donde se forja la historia, entre Plaza de Mayo y Congreso, porque decir nosotros y nosotras aun sabiendo que el colectivo que se pretende nombrar es inabarcable en su diversidad es una manera de hacer política y de exigir, a la vez, que la política formal deje de mirar para otro lado. Queda muchísimo camino por recorrer. Todavía sobrevive el sabor amargo del último debate en la Cámara de Diputados en torno del matrimonio sin restricción de sexos, en el que se habilitaron voces que con extrema violencia usaron argumentos propios de la Inquisición. ¿Por qué hay que escuchar de igual a igual a quien sostiene que la homosexualidad es una enfermedad curable con medicamentos? ¿Acaso escucharíamos a quien dijera que los afrodescendientes tienen el cerebro más chico? También sobreviven, impunemente, los atropellos policiales contra las personas trans, los códigos de faltas y los edictos en 10 provincias. Razones de sobra para marchar como lo hicimos ayer, aunque ninguna suficiente para quitarnos la alegría de estar en la calle, bailando en algunos casos, caminando en otros, poniendo el grito en el cielo en la mayoría, sintiendo que ninguna revolución es posible si no podemos ser, vivir y amar de acuerdo con nuestro deseo y en plena libertad.
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