SOCIEDAD › CRONICA DE DOS EXPERIENCIAS DE URBANIZACION DE VILLAS EN EL GRAN BUENOS AIRES
En Villa Palito, La Matanza, la iniciativa partió de la organización vecinal. En la Villa Carlos Gardel de Morón la impulsó el municipio. Ambos cambiaron chapas y barro por ladrillos, asfalto y servicios.
› Por Nahuel Lag
“¿Por qué no podemos tener un barrio ordenado con calles, luz, gas y agua?” Entre los vecinos de Villa Palito, San Justo, partido de La Matanza, la inquietud se convirtió en acción y en símbolo de la organización barrial para exigir al Estado el derecho a la vivienda de diez mil habitantes: cooperativas integradas por los propios vecinos levantaron gran parte de las 800 casas de una o dos plantas, financiadas por el Estado, y van por más. A unos kilómetros de allí, en la Villa Carlos Gardel, detrás del Hospital Posadas, a media hora del centro porteño, la pregunta surgió durante cincuenta años entre promesas incumplidas y vecinos descreídos. La iniciativa del municipio de Morón de articular los programas de vivienda de Nación y provincia, con las 480 familias del lugar permitió levantar casas propias, con asfalto y servicios, y dejar atrás los días de barro y casillas de chapa.
De los vecinos al Estado o del Estado a los vecinos, Villa Palito y Carlos Gardel, según los especialistas, son la mejor muestra de la aplicación de los programas de urbanización de villas y asentamientos lanzados por el gobierno nacional en 2005. De acuerdo con el Ministerio de Desarrollo Social bonaerense, el programa abarca a unos cien barrios del conurbano y planea invertir 8218 millones de pesos en los próximos cinco años. Así se comienza a saldar una deuda pendiente desde mediados del siglo pasado para miles de personas que llegaron al conurbano en busca de trabajo y un lugar donde vivir y fueron expulsadas y movilizadas por capricho de las dictaduras de turno y abandonadas por los gobiernos democráticos en asentamientos precarios.
Neuquén 1933. Un par de años atrás, nadie podría haber llegado a esa dirección. La calle existía en la localidad de El Palomar, partido de Morón, pero después del 1800 se cortaba en la Villa Carlos Gardel, que le debía su nombre a la única vía de acceso al asentamiento. Allí, 2500 personas vivían amontonadas en ocho cuadras de pasillos y casas sin numeración ni servicios básicos. “Antes no podía invitar a nadie a mi casa porque me decían ‘no, vos sos de la villa’. Entonces, mentía porque me daba vergüenza ser rechazado”, cuenta Luis Gómez, de 19 años, sentado en el comedor que estrenó hace meses con sus padres en Neuquén 1933.
Para llegar a la casa de Luis se puede bajar del Acceso Oeste. Atrás del hospital, el barrio comienza a crecer con casas en tonos crema, amarillo, verde y rosa. Dos pisos, parque al frente y un tanque de agua como corona. Los tractores, los camiones cementeros y las topadoras que derriban las últimas casillas trabajan para levantar las últimas 31 viviendas y pavimentar el único rincón que queda con barro. Los últimos esperan con ansiedad en sus casillas y otros pocos aguardan alojados en containers.
El proyecto comenzó en 2004, cuando la Municipalidad de Morón, durante la intendencia de Martín Sabbatella, consiguió la cesión de los terrenos del Posadas para avanzar en la primera etapa sobre terreno limpio. Pero las casas de la segunda etapa debían levantarse en el lugar que ocupan casillas, donde los vecinos formaron una “gran familia” a fuerza de falta de divisiones entre casa y casa y puertas hechas de retazos de tela.
Cuando el municipio comenzó a enviar a trabajadores sociales para censar a los vecinos comenzaron las preguntas: “¿Nos van a mudar? ¿Nos van a construir casas?”, cuenta Adelina López, Piruni, como todo el barrio conoce a la fundadora del comedor Los Gardelitos. En el barrio, la desconfianza tenía una historia justificada.
El primer camión que había llegado a la zona, cuando todo era campo, fue un vehículo militar del Plan Nacional de Erradicación de Villas de Emergencia, impulsado por el dictador Juan Carlos Onganía. A las familias arrastradas hasta allí se les otorgaron casas transitorias con la promesa de una vivienda definitiva en uno de los edificios del complejo de monoblocks Barrio Parque Sarmiento, que en la actualidad convive, descascarado, frente a la Carlos Gardel. La entrega de viviendas no cumplió el plan original y no alcanzó a alojar a todas las familias; las casas transitorias se transformaron en precarias viviendas permanentes.
Para hacer frente al déficit, la organización barrial tuvo poco espacio para pelear por una vivienda digna en un barrio golpeado por la dictadura y por la democracia. “Por ser de la villa te pateaban la puerta y te decían que te tenías que ir”, cuenta Carolina Gómez, que llegó al barrio en 1975. Las botas que pateaban puertas también intervinieron el Posadas y convirtieron la escuela de enfermería en El Chalet, un centro clandestino de detención donde estuvieron vecinos de la Carlos Gardel que hoy están desaparecidos. En democracia, el municipio cedió los terrenos a una mutual evangélica que estafó a los vecinos y después el menemista Juan Carlos Rousselot propuso levantar un paredón para encerrar al barrio.
“El Carlos Gardel y el Sarmiento se transformaron en una isla separada del tejido urbano”, resume Ernesto Gorbacz, director de Producción Social de Hábitat de Morón. La estrategia planteada desde el municipio –con trabajadores sociales, psicólogos y tutores de mudanza– estuvo en instalar una Mesa de Trabajo para coordinar la urbanización con los vecinos.
“Hubo muchas promesas de cambiar el barrio, construir viviendas y darnos los servicios básicos, pero nunca un gobierno tuvo la voluntad política de cambiar la villa”, asegura Piruni. Entre las calles Perdriel y Marconi, que contenían el ancho del barrio, se abrieron ocho nuevas calles, con arbolado y alumbrado: tres respetaron la continuación de los barrios lindantes y otras cinco fueron nominadas por los vecinos. “Padre José María”, fue una de las que eligió Carolina en honor al recordado cura de la parroquia.
Mientras revolea los ojos intentando repasar su nueva casa, Carolina explica que para la segunda etapa de construcción fueron los vecinos los que decidieron los cambios en el diseño: “Hay más intimidad. Aprendimos a darles privacidad a las familias. Antes entrábamos directamente a la casa de un vecino, ahora le toco la puerta”, dice mientras deja asomar la nostalgia por la comunión de los mates en el pasillo. Pero no reniega: “En la villa éramos una gran familia, no teníamos obligaciones de pagar impuestos luz, gas; pero tampoco teníamos beneficios ni derechos. Ahora, tenés formas de hacer respetarlos legalmente”, explica, mientras afuera se escuchaba la cortadora de pasto de un vecino.
“El monstruo del conurbano”, así le dicen los vecinos al barrio en el que nacieron y al que en cinco años transformaron casi por completo. Un monstruo perfumado, entre las pocas cloacas aún abiertas que traen el agua sucia de entre los pasillos y la lindante fábrica de la ex Jabón Federal. La bestia muestra en su fachada de 400 metros sobre la Ruta 4, a pocas cuadras de la Rotonda de San Justo, cómo está cambiando de piel: el tendido eléctrico improvisado se sigue cruzando entre las casas que combinan paredes y techos de cartón, chapa y ladrillo, pero entre esas construcciones precarias aparecen casas nuevas, bien paradas sobre sus cimientos, con colores vivos y servicios de luz, gas y agua.
A Villa Palito puede ingresarse por la calle Derqui, un antiguo aglomerado de cien casillas que cruza el barrio y une el “casco viejo” –20 hectáreas en las que hasta 2008 vivieron hacinadas diez mil personas– y el “casco nuevo”, donde nació la nueva historia del barrio, la de la urbanización.
Según los vecinos, ese proceso comenzó el 2 de octubre de 1999 cuando unos 200 integrantes de familias jóvenes de la villa se instalaron sobre 20 hectáreas de tierra libre que se extendían detrás del “casco viejo”. Con el Plan Arraigo, en los primeros años del menemismo, se había creado la Cooperativa del Barrio Almafuerte-Villa Palito Limitada para escriturar esos terrenos a nombre de los vecinos, pero no hubo un plan de vivienda.
“Trazamos calles y manzanas con palos e hilo (haciendo honor al nombre del barrio). Soñábamos con un barrio en el que la calle llegue a la puerta de casa”, resume Julián Ruiz junto a Juan Enríquez, Gabriel Díaz y Gladys Enríquez. Desde entonces, ellos y otros 70 delegados no se detuvieron. Caminaron el barrio, golpearon puertas en despachos oficiales y generaron emprendimientos productivos. “Si no hubiésemos creído en la organización, la villa sólo se hubiera agrandado”, asegura Juan, mientras por detrás pasa un camión que reparte soda y, más lejos, un joven arregla el parque de su casa.
Tras las elecciones de 1999, el entonces intendente Alberto Balestrini entregó los materiales para las primeras doce casas. En 2002, el Programa de Mejoramiento de Barrios con aportes del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) llegó al barrio, los vecinos ya habían elaborado los planos.
Con las obras de servicios aprobadas, el trabajo fue convencer a los vecinos para que desalojaran las tierras ocupadas para comenzar la obra. “Mientras íbamos con las mujeres a comprar al Mercado Central, las convencía para que se afilien a la cooperativa, que el barrio se podía construir”, explica Gladys, que hoy se desempeña en el Centro Integrador Comunitario.
En 2004, el descampado fue el helipuerto del helicóptero presidencial. Néstor Kirchner aprobó subsidios para 420 viviendas y en 2005 se lanzó el plan de urbanización de villas. Gabriel camina con Página/12 por esas hectáreas donde hoy se levantan casi 800 casas, una escuela, dos jardines, un polideportivo, un salón de usos múltiples y el club de fútbol Almafuerte.
El sabe cómo se levantaron esas casas, lo hizo con sus propias manos. Fueron siete cooperativas de trabajo (hoy llegan a 15) formadas por los vecinos que tenían un Plan Trabajar. Julián también fue parte de esas cooperativas: “Nos dimos cuenta de que eran una oportunidad de trabajo. Al principio, era un esfuerzo convencer a los vecinos porque el país se había reactivado y afuera se encontraba trabajo por más plata, pero... ¡Estábamos levantando nuestras casas!”.
“Hola, Nacho”, saluda Gabriel. Nacho está arriba de una de las nuevas casas que se construyen dentro del “casco viejo”. Gabriel, que empezó como peón, hoy es presidente de la cooperativa El Gauchito y recorre el barrio consultando a los albañiles-vecinos cómo va la construcción y señalando los espacios donde antes vivía toda una familia y por estos días se levantan casas de un piso o dos, con habitaciones acordes con el censo de familias. “Es como un ajedrez. Hay que consensuar manzana por manzana con los vecinos para acordar qué grupo de familia puede, por tres o cuatro meses, mudarse a lo de un familiar, alquilar o vivir en una casilla deshabitada.”
“Hola, Eduardo ¿así que te fuiste con el Polaco?”, bromea Julián con un joven que se cambió de cooperativa porque por falta de documentos él no lo pudo llevar a trabajar en obras en la ciudad de Buenos Aires y San Isidro. “Nosotros no teníamos oficio y ahora podemos construir fuera del barrio. Los jóvenes también adquieren su oficio y comienzan a recuperar sus derechos y a salir de la calle”, explica Julián.
Juan, Gabriel, Julián o Gladys caminan el barrio y no paran de saludar a sus vecinos. Se mueven del club a la escuela, de casa en casa. El barrio que levantaron es su trabajo y su vida. “El barrio que se transforma desde sus vecinos busca sus propias estrategias, a partir de sus necesidades y de sus capacidades”, concluye Juan.
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