Jue 26.08.2010

SOCIEDAD  › LA VIDA EN EL CAMPAMENTO MONTADO EN TORNO DE LA MINA CHILENA

El santuario de la espera

Rescatistas, médicos, psicólogos y expertos se mezclan con familiares de los mineros, cocineros y periodistas. Todos, viviendo en carpas o casas rodantes, en medio del desierto de Atacama, la tensión, el suspenso, los trabajos y las emociones.

› Por Emilio Ruchansky

Desde Copiapó

La pata de guanaco, esa flor aromática que creció con las últimas lluvias de julio en el desierto de Atacama, tiñe de violeta por tramos la monotonía de las montañas arenosas. El camino que separa el aeropuerto de Copiapó de la mina San José es de bichufita, un asfalto precario hecho con agua de mar y un derivado del petróleo. Fue hecho exclusivamente para llegar a la mina, explotada desde hace más de 120 años. Más adelante, el óxido de cobre extraído de las profundidades de los cerros mancha la arena anaranjada de un verde grisáceo. Hay piedras también, piedras que brillan porque tienen un poco de cuarzo. En las dunas todavía quedan los rastros de las ruedas del Rally Dakar corrido en enero. Y en el medio de las nubes de polvo, aparece una ciudad santuario. La llaman campamento esperanza.

En la entrada, controlada por carabineros, hay 32 banderas chilenas y una boliviana con el nombre de todos los mineros que quedaron atrapados a 688 metros de profundidad. A los costados hay carteles colgados con frases de aliento para algunos de “los 33 titanes”, en las piedras se ven oraciones escritas con marcador negro por sus hijos, hermanos y paredes que piden a los suyos: “No desmayes”, “fuerza”, “no te desanimes”, “te estamos esperando”. También está el cartel de la compañía minera San Esteban. “Juntos haremos una faena segura”, miente.

La intendenta Ximena Matas, quien le aclara a este diario que su cargo equivale al de gobernador en Argentina, informa que dos mineros tienen silicosis, una enfermedad típica de este trabajo, pero están bien. “En general están bien, les pedimos que hagan un mapa de dónde están para que podamos decirles qué zonas son peligrosas –cuenta la mujer, sonriente–, por la sonda les pasamos ungüento para la piel y pronto les daremos maquinitas electrónicas para ver películas, juegos de salón. Se les hizo llegar cosas religiosas porque son muy creyentes: les dimos rosarios para que puedan rezar, por ejemplo.”

A la primera sonda, la que logró constatar que todos los mineros están vivos, le dicen “Chanfle” porque hizo un movimiento errático, como si tratara de una pelota de fútbol. Gracias a eso lograron que llegara al lugar justo. Pronto, agrega Matas, les enviarán banderas de Chile para festejar el bicentenario, el 18 de septiembre. No tendrán vino y cerveza como pidieron. Saben que pasarán varios meses, aunque no debían saberlo. “El presidente los llamó y les dijo que iban a pasar Navidad con la familia y bueno... ahora tienen una idea”, reconoció la intendenta.

Su principal temor es que decaiga el ánimo y contra eso “no hay lucha posible”. Pero lo peor, confiesa, vendría si alguno se enferma y necesita atención especializada. Hay dos personas que saben poner inyecciones y medir la presión. “Pero si hay que operarlos se complica...”, dice la mujer, interrumpida por bocinazos y aplausos. Acaba de retirarse la máquina que trajo alegría y tranquilidad a la ciudad santuario, la que hizo las tres sondas: una para pasar alimentos, otra para comunicación y la última para ventilar el refugio de la mina.

En el comedor comunitario y gratuito, donde comen periodistas y camarógrafos y se ven, intercaladas, las caras largas de las silenciosas esposas de los titanes, hay tres altares rodeados de velas, fotos y mensajes. Está San Lorenzo, patrono de los mineros, vestido con túnica y casco rojo; también hay dos vírgenes de la Candelaria, la versión miniatura, custodiada por flores de plástico, y una de tamaño real con una túnica dorada. María, una mesera, dice que antes del domingo que trajo la prueba de vida, la ciudad parecía un cementerio: “Si no le daba de comer en la boca a una señora que tiritaba de frío, ¡se nos desmayaba, pó!”.

Atrás del comedor está la despensa y al lado una especie de guardería. Allí una voluntaria dibuja con los niños mientras se llenan de lágrimas los ojos. Se llama Paulina Palazzo Rojas, vive en Santiago, pero es de Copiapó, trabaja como asesora de una diputada. Cuenta que prefiere a los niños porque no están “envenenados” como los grandes desde que apareció el dinero. “Es el lado oscuro de esto, hace un rato se pelearon dos familias para quedarse con una donación. Pasamos de la tragedia a la oportunidad”, dice. Para los chicos nada significan los casi 700 metros de profundidad en los que viven sus padres: “Son solo números para ellos, no tienen una idea acabada de lo que pasa”.

Mientras las máquinas trabajan día y noche para cavar el hoyo de 66 centímetros de diámetro por el que serán rescatados los mineros, en la ciudad santuario una voluntaria dice por celular: “Hay poca gente y muchos periodistas”. No queda claro si fue un fallido o una crítica, pero es verdad que desde el domingo pasado, muchas familias volvieron a sus hogares después de pasar casi tres semanas, con sus carnets identificatorios, yendo y viniendo a la espera de alguna novedad tras la barrera que separa la mina de los curiosos. En las colinas se reavivan las fogatas de la tarde anterior y una cocinera anuncia a los gritos que hay chocolate caliente.

En las carpas y en las tiendas, las familias aprovechan para repasar los diarios antes de que se ponga el sol. Sobre el cerro se ve un agujero fallido por el que se quiso fundar un nuevo camino para explotar la vieja mina, que terminó perforándose más abajo. También hay un inmenso cuadrado delimitado con sogas para que nadie pise, ya que puede provocar algún derrumbe más abajo, donde los mineros pasan las horas tratando de entretenerse. Si no les piden hacer fichas médicas, les aconsejan rutinas físicas para que no se atrofien los músculos o toman sopa deshidratada en vez del agua con glucosa de los primeros días.

Arriba la gente hace cola frente a un carrito blanco, con luces rosas, donde se reparten sandwichs de churrasco. Por primera vez desde la tragedia, abundan las “tallas”, una especie de chiste corto. “Ustedes se podrán morir de pena, pero no de hambre”, le dice una voluntaria a la mujer de un minero, que pidió llevarse tres sandwichs.

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